La Nación Humana Universal es una idea. Como toda idea, vacía de contenido, de figuras que permitan anticipar su concreción. O sea, cómo podría ser eso que, hoy por hoy, no es más que un sueño. Pero nada menos, también.
Así que esa idea, como toda idea (diría Kant) es regulativa. Provoca o induce los sueños individuales para alimentar los colectivos (digo yo, no Immanuel). Y no es nueva. Él mismo alimentó la idea de la paz universal como ideal, que tampoco era nueva entonces. No era más que una suerte de laicización de la imagen del Reino de los Cielos. Que no era una idea: hay un rey (Dios), está en el cielo y su enviado, el que trajo su mensaje de redención, se sienta a la diestra de Él, el Padre, que no es solo suyo de él sino de todxs (respeto las mayúsculas porque pertenecen a la narrativa de origen). Esa pintura es una imagen completa que estimula el sueño individual alentando el anhelo de estar ahí, en ese otro mundo.
La NHU como el RdlC también compensa lo que para los difusores de éste es un valle de lágrimas, si bien le bajaron el tono a esta imagen con el aggiornamento. Porque, de todos modos, convengamos que no es necesario ni mencionar las lágrimas dado lo manifiesto que es este plano de sufrimiento. Pero no queremos resolver el asunto muriéndonos o, bueno, sí, ésa es una solución tasada pero a tan largo plazo. Y muy cara mientras seguimos viviendo. Así que sí, necesitamos compensar este mundo que parece estimular el fracaso e incitar a la evasión, que no otra cosa son la TV, los divertimentos, los anestésicos culturales y también los químicos (los que pretenden que algunos son naturales, hay que recordarles que también son químicos, ojo).
De modo que esa idea estimula los mejores sueños; ésos que incitan a transformar las propias lágrimas en pañuelo para enjugar las ajenas y alimentar sonrisas en la reciprocidad del encuentro.
Ya se soñó una sociedad sin clases y se inventó una “matemática” para su construcción, calculando que para que no haya clases hay que darle la manija a la clase explotada. Según una “mecánica histórica” y pensando “dentro de la caja” revolucionaria, los cálculos estaban bien hechos. Pero existe el factor humano. Dejemos de lado la ambición de poder que hizo que los desposeídos siguieran siendo los gobernados porque fueron ilustres ilustrados aquellos a los que se les sacó lustre como estatuas después de haberlos cepillado como factores de poder, una vez obtenido lo que podían dar. Después dicen que la Revolución es una madre que se come sus hijos. Linda manera de lavarse las manos la de los que se aferran a esa frase.
El factor humano es lo que resulta más que cotidiano, de cada momento: nuestro ser imaginantes que a partir de nuestra imaginación creamos un mundo que queremos a nuestra imagen y semejanza. Mejor dicho, a la de nuestros sueños. Así, quienes cambiaron un orden de cosas, buscaban construir algo que querían para sus hijos, pero luego vinieron los hijos a derrumbarlo porque resultó que el mundo del enemigo parecía ser mejor. En fin. Que los humanos nunca estamos conformes y está bien que así sea porque es nuestra naturaleza buscar lo mejor. Lo que creemos mejor. Porque es nuestra creencia la que va delante nuestro, guiándonos. Pero parece que en la marea desilusionada de las utopías, los sueños se van devaluando y las condiciones imaginarias que las cotizaron, también.
De modo que no importa la calidad ni la definición de los sueños sino su función, su ser estímulos para lanzarnos al futuro. Quizás tendría que fundamentarse que de lo único que podríamos estar seguros en cuanto a la calidad de sus “materiales”, sería de aquello que construímos con bondad. Porque cualquier otro sueño, si no rebosa bondad, sólo puede prometer su autodestrucción.
Ya se ha probado la violencia como camino de cambio y sólo trajo la perpetuación de la violencia. Es cierto que la bondad parece un camino individual, en principio. Porque para construir una sociedad bondadosa sólo se puede a través del cambio individual. Pero está la no-violencia, que puede ofrecer un camino colectivo, un modo colectivo de acción que al menos permita remover las condiciones de la violencia institucional. Y eso sería mucho, considerando el balance de presiones que cada uno padece y determinan en tantos casos, la violencia interpersonal. Eso de que el jefe le grita al empleado, éste a su mujer, ésta a los hijos y éstos patean al perro, suena grotesco pero grafica la cadena social de violencia institucional. Porque, a no equivocarse, los padres también somos una institución: a los ojos de nuestros hijos, que vinieron después, nosotros ya estábamos y no sólo preexistíamos sino que estábamos instituídos por la sociedad. O sea, reforzada nuestra autoridad por los otros padres, las instituciones educativas y todo el aparato comunitario de reconocimiento recíproco de las posiciones sociales.
Podrá parecer largo y utópico el camino de la transformación de la violencia propia en actitud bondadosa, pero no hay otra alternativa para una construcción duradera. Que se intente ejercer la bondad no quiere decir en modo alguno que no se vaya a resistir o tratar de erradicar la violencia. Se podrá ser bondadoso en el intento, pero no bobo. Ser bueno no significa dejar de reclamar por los perjuicios que causa la violencia ajena. Porque no falta quien se queja de que los oprimidos griten su reclamo por una vida más digna, acusándolos de violentos. Sobre todo, cuando definimos la violencia como el avasallamiento de la intención ajena. La intención de apropiarse del todo social es, indudablemente, violencia. Así que a no quejarse de los reclamos por una mejor redistribución de la riqueza.
De todos modos, la clave de la idea que nos ocupa está en el término del medio: lo humano. Intentos de nación los hubo, y también de universalización, pero no de universalizar lo humano.
El mundo, nuestro mundo humano es, diría casi que por necesidad, multiverso. No sólo diverso sino múltiple en su diversidad, de una diversidad infinitamente variada. Y es fantástico que así sea porque enriquece las posibilidades para la evolución de la vida.
De modo que si se quiere hacer una construcción universal, hay que renunciar a la propia particularidad y aceptar la diferencia, cada una de las infinitas diferencias con que me encuentro a cada paso. Será la aceptación de la diferencia lo que permita complementar ambos términos y generar una síntesis que resulte abarcadora de las diferencias y las supere, incluyéndolas como tales.
De modo quizás no se trate de dar precisión a aquello que se sueña, porque son tantos sueños los que habría que compatibilizar que resulta una tarea impensable. Quizás se trate de sólo sentir. Atender a eso que alienta más acá de la diferencia que soy y me permite captar aquello que sos más allá de la diferencia que mostrás y reconocernos en eso único y a la vez multiforme, porque alienta en cada uno de los seres humanos.
Ser bondadoso es permitir que se exprese en mí lo humano, que es eso que existe en mí más acá, en vos (para mí) más allá de vos, y en todos, aunque sean (¿seamos?) tantos los que lo negamos aplastándolo con la diferencia que enarbolamos, en lugar de honrarlo aceptando la diferencia que lo manifiesta y así, reconociéndolo.
Sólo podemos llegar a reconocer lo humano que nos es común, si sentimos más allá de las diferencias. Porque si afirmamos una diferencia, estamos negando las otras y dialécticamente afirmamos también su opuesto, generando el conflicto y obnubilando eso que mueve a ambas diferencias. De modo que sólo aceptando las diferencias como lo que son, meras apariencias, podremos fundirnos en la síntesis que nos permita avanzar.
Puede sonar a más utópico que cualquier intento revolucionario pero no parece que haya otro que pueda alcanzar alguna consistencia y, con seguridad, nos pone en otra frecuencia, distinta a la de querer imponer mi idea o mi visión de una idea porque resulta ser la más ¿qué? A esta altura de la soirée humana, ya no quedan ideas que puedan pretender el trono que alguna vez detentaron Dios, la Razón y la Sociedad Sin Clases. Ya no hay nada que se pueda imponernos a los individuos para convencernos de agachar el lomo una vez más para portar en andas a algún iluminado. Aunque tantos persistan en el intento, tanto de portar como de ser portados.
Toda diferencia tiene un sabor que le es propio. Y digo sabor porque es más íntimo como sensación que un color, un olor y hasta un sonido, que parece tan intangible. Ahora bien, cuando se me escapa algún sentimiento bondadoso…(Sí, dije se me escapa, porque acontece cuando me distraigo y no puedo evitarlo, no me creo tan santo, y habrá que ver si esos actos que creo bondadosos, lo son. Sigo) se me da una sensación interna de cierta consistencia, distinta a las sensaciones habituales. Como si algo alentara o se despertara en mí, una señal fugaz, débil y distinta. Si no podés reconocer lo que digo, probá el hacer silencio cuando te encuentres con un ser querido. Simple silencio, y atendé qué es lo que te pasa. Y qué es lo que le pasa con tu silencio que, en ese caso, será mejor que lo compartas proponiendo un momento de silencio, no por alguien que se murió sino por algo que está naciendo.
No sólo del caos nacen las estrellas bailarinas, también la intención crea mundos.