Por Hernán Sassi y Rubén Ifrán
La excusa para la violencia es siempre el carácter monstruoso del Otro
¡Oíd! Ya se acerca el bando
de salvajes, atronando
todo el campo convecino. […]
¿Dónde va? ¿De dónde viene?
¿De qué su gozo proviene?
Esteban Echeverría, La cautiva
El Sheriff del condado
La quema de casas de señores acaudalados o su saqueo no era mito sino realidad. Los indios estaban cabreros con esos hombres recién bajados de los barcos, los ingleses.
Escuchada en la niñez, la leyenda templó el espíritu de los “padres fundadores”, esos terratenientes de grandes extensiones que, ya adultos y aún con miedo, declararon la independencia.
Fueron ellos quienes sentaron las bases legales para que se invirtieran los términos. Desde entonces, la piromanía india dejó de ser realidad y pasó a conformar una mitología sólida, más sólida que la realidad contante y sonante, como suele suceder con todo mito.
Hollywood le dio forma al mito. Con escenas de asedio a una carreta o al villorrio donde se refugia la clase media blanca hecha de pequeños colonos, el western vigorizó el miedo al malón, parte constitutiva de su ser nacional, también del nuestro.
El armarse contra el indio primero y luego contra los esclavos bajados de otros barcos, no será un derecho sino un deber. De ahí la enmienda constitucional, vigente hasta el día de hoy, que legitima la portación de armas en el país del Norte.
Nada ha cambiado en largas décadas. Como dijo Gore Vidal, “solo hay un partido en Estados Unidos, el Partido de la Propiedad; y tiene dos alas, la republicana y la demócrata”.
Trump es un gendarme más del partido que instauró “la ley y el orden” desde tiempos de Lincoln, Jefferson y Washington, el hombre más rico de América por entonces. Sin haber dado sus condolencias a las víctimas de la represión policial que desparramó ese retorno de lo reprimido visible bajo el lema “Las vidas negras importan”, hace días invitó a la convención republicana a una inocente pareja de blancos que se protegen de la “amenaza negra” con rifle y revólver como enseñó John Wayne, no sin antes haberles dado un espaldarazo virtual con un Twitt que decía: “Cuando se inician los saqueos, comienza el tiroteo”. Como buen gendarme, y más el de este “condado sin fronteras”, sabe cómo mantener vivos los mitos.
La supremacía blanca, hija de un fascismo no muy distante del alemán, como dijo alguna vez Theodor Adorno, ordena que todo buen ciudadano sea el sheriff del condado. Atrás quedó el látigo, la horca y el linchamiento. Al amparo están las armas cargadas por Dios y disponibles en Walmart por un puñado de dólares.
Las pocas imágenes que nos llegan de los Estados Unidos parecen las de una de zombies. Pertenecen, en realidad, al mismo western de siempre, racista como El nacimiento de una nación de Griffith.
Cine de terror
“Prendieron fuego cabañas del obispado”, “tomaron un hotel”, “tomaron un camping”. El reporte matutino de Gonzalo Sánchez en Radio Mitre el 31 de agosto mete miedo. Sobran razones. Entre ellas, en el Sur argentino “queman cabañas vacías e intimidan a la gente”, “por la noche caminan por los techos y escapan como en una película de terror”.
Según el reportero, el gobierno nacional ampara no sólo actos de vandalismo, también a usurpadores fantasma. Hay un “Estado cómplice” que no protege a “la gente”, esto es, a “propietarios de clase media”, según se aclara para que no haya dudas sobre los que, ahora, tienen miedo.
Ante “una inacción de años” y un intendente que “sólo pone videocámaras”, se realiza una marcha contra el avance indígena. Acto seguido, no queda más que armarse. Según el reporte, “la gente” dice: “nos vamos a defender”, “nos vamos a armar”. Sobreviene una de acción, acaso una bélica, pues desde Villa Mascardi a Esquel, “los grupos radicales mapuches plantaron bandera”.
Nada se dice sobre unos incendios intencionales de estos días, incendios para favorecer la siembra de soja que, según parece, no perjudican a “la gente”. Sí se mencionan tomas de tierra en distritos del Conurbano. Un par de días después, el mismo miedo blanco que cunde en Norteamérica y en el Sur argentino, lleva a un funcionario nacional a negar asignación a todo aquel que tome tierras bonaerenses.
Un día ni el mapuche ni el no mapuche van a poder respirar
Hay una mujer, “la machi” la llaman, que dice haber tenido una “visión” a través de la cual “siente que esa tierra es sagrada y les pertenece”, sin que haya fundamentos legales que avalen semejante afirmación, dicen los hombres blancos y con miedo (de perder su propiedad privada).
«La persecución la empezamos a sufrir cuando se empezó a levantar la machi, antes del conflicto de Mascardi», dice María Nahuel, tía del weichafe mapuche Rafael Nahuel asesinado el 25 de noviembre de 2017 de un tiro por la espalda en la violenta represión que sufrió su lof. María, quien como su comunidad todavía reclama justicia, es también madre de la machi.
Estamos en 2017. En ese año la escalada de violencia institucional cayó sobre los pueblos indígenas con todo su peso, esta vez, orquestada por una ministra de Seguridad que había dado forma en el imaginario colectivo a ese enemigo interno a fuerza de acusaciones mediáticas. A sólo cuatro meses de la desaparición y muerte de Santiago Maldonado, en ese 2017 la comunidad mapuche Lawken Winkul Mapu, ubicada a 30 kilómetros de Bariloche, sufría una violenta represión orquestada por el Estado que terminó con varios mapuches heridos de bala y con la vida del joven weichafe Rafa Nahuel, sobrino de María, a quien entrevistamos para tener otra mirada sobre esta película, que aunque cambie de género, es siempre la misma.
María es mujer sabia. Vale la pena escucharla: «Acá, de este lado, hace más de 100 años que no había una machi. Esa machi que se ha levantado hoy, hace 24 años se anunció. Acá otra machi que vino de gulumapu (Chile) en una ceremonia, en un we tripantu, ella dijo, dijeron los newenes, los lonkos que nosotros decimos, que se iba a levantar una machi. Pero no dijeron cuándo ni quién iba a ser la madre».
Meses después del asesinato de su sobrino, la policía de Formosa disparaba balas de plomo hacia familias wichís del Barrio “50 Viviendas” en la localidad de Ingeniero Juárez. De madrugada, apostada en un campito a metros de la ruta nacional 81, los disparos formaban parte de una práctica reiterada y casi lúdica que resultó con varios heridos graves, incluida la pérdida de un ojo por parte de un adolescente wichí que corrió la misma suerte de su padre.
La secuencia, repetida aunque no divulgada por los medios, bien podría haber salido del film brasileño Bacurau (2019) donde los habitantes de un pueblo caen en la cuenta de que no figuran en los mapas ya que se los pretende exterminar, uno a uno, como parte de un simple deporte de cacería. “Profesor, no se paga para estar en el mapa, ¿no?”, pregunta en broma, de broma inteligente, uno de los alumnos de este film en plena clase.
Volvamos a María: «Yo también participé en esa ceremonia, […] ahí se había asesinado a la última machi que hubo, y que está sepultada hacia los winkul, a los cerros del Mascardi, y que esa machi se iba a levantar con mucha fuerza; iba a tener mucha fuerza, y que también iba a tener muchos problemas. Para eso iba a estar la gente mapuche consciente tratando de ayudar a esa machi, cuidarla. Que esa machi va a venir con esa fuerza de lucha, de volver al territorio, de ayudar a su gente, de la medicina de los nahuenes, para que se levanten también las ceremonias».
Lejos de obtener justicia por la muerte de Rafa, este año su comunidad denunciaba los ataques sufridos en Villa Mascardi por la policía local, que los amenazaron con disparos al aire y bidones de nafta.
En estos tiempos de pandemia, la violencia institucional no se toma descanso. En la localidad de Castelli, la policía chaqueña disparó contra integrantes de comunidades qom que revolvían la basura buscando algo para comer, mientras que a kilómetros de ahí, en la localidad de Fontana, la vivienda de una familia qom era violentada a patadas por efectivos policiales delante de mujeres y niños, rociándolos con alcohol bajo amenaza de prenderlos fuego.
Volvamos a María. Tengamos el valor de escucharla: «Siempre seguimos siendo los malos nosotros, todos los pueblos», se lamenta. “Nosotros cuidamos los lugares y queremos vivir ahí para cuidar la naturaleza”, continúa, “porque la gente del Estado, la gente blanca, no cuida. Piensan que es un día que se pueden divertir, ir a pasar un rato y dejar todo ahí; dejan toda su basura, su mugre. También las petroleras, las hidroeléctricas, todo eso que daña la naturaleza, porque un día ni el mapuche ni el no mapuche va[n] a poder respirar”.
Miedo al malón
Cuando este país no tenía nombre ni límites precisos, hubo quienes bregaron por construir un país con “nuestros paisanos, los indios”. Moreno, Castelli, Belgrano, Güemes, Artigas y San Martín, fueron algunos, los de mayor renombre.
Muertos u olvidados estos verdaderos padres fundadores, el Estado que tomó como modelo la rapiña del colonizador legitimó el robo de tierras a esos “paisanos”. Ahora hubo límites; recién ahí, nombre.
Desde entonces, el armarse contra el indio fue no un derecho sino un deber. Lo imponía una sólida mitología literaria (La cautiva, el Facundo, el Martín Fierro) que apuntaló el miedo al malón; también gendarmes que van de Mitre y Roca a una tal “Pato” que, entre otros logros, envalentonó a esa compadrita fuerza de choque, la Gendarmería; sin olvidar la mano amiga de los gendarmes comunicacionales, y por qué no, también los educacionales, que mantienen vivo el mito según el cual vinimos de unos barcos allá lejos y hace tiempo.
El frenesí irracional no es de indios pirómanos salidos de una de terror, tampoco de negros sacados salidos de un western, sino de blancos afiliados sin credencial a esa “nueva derecha” que por estos lares alguien, ayer nomás, llamó “democrática”, a pesar de que reavive cada tanto el fuego de un posible golpe militar y llame a armarse contra la amenaza inminente, sea ésta el comunismo o los “indios usurpadores”.
Quedan indios cabreros. No es para menos. Pero en su gran mayoría los indios tienen la templanza que les da la tierra, esa que los blancos venden y protegen como propiedad privada, y que para ellos no es sino la “tierra de los padres”, sagrada y sabia. Es la tierra la que guarda la sabiduría que habla por boca de María.
El miedo del que hablamos en este artículo es envidia de un goce y una sabiduría que acaso el blanco nunca tuvo ni tendrá.
Esa envidia tiene sustento. Hay quien tiene fuego sagrado. Y hay quien no.