Por Enzo Blondel*
Hace pocos días me enteré de la muerte de Atap, conocida por los chilenos como María Ester Edén Wellington (1934-2020). Atap fue familiar directo de Terwa Koyo, el aviador Alacalufe.
Así es, Atap era una de las hermanas de Pedro Lautaro Edén Wellington, aquel joven que apadrinó don Pedro Aguirre Cerda, el presidente de Chile entre 1939 y 1941; y quien más tarde se convertiría en un suboficial mecánico de la Fuerza Aérea chilena.
Este famoso hermano de Atap, abandonaría en una primera instancia la comunidad kawésqar de Jetarkté (Puerto Edén); para unirse a la modernidad, y con el tiempo regresar a su tribu con el fin de “ilustrar y modernizar la vida de sus hermanos de sangre”, aunque más tarde una serie de incidentes y frustraciones lo llevaría a desertar y naufragar en 1953; tras realizar una serie de demandas sociales y territoriales al estado Chileno, que como siempre hizo oídos sordos. Esta es solo una parte de la historia de los Edén Wellington, es como si se tratara del viaje o el periplo de héroes caídos durante una travesía sin retorno y poderosamente trágica en los confines de la Patagonia.
Si, conocí a Ester, conocí a Atap y a otros miembros de esta pequeña comunidad Kawésqar instalada por décadas en en la isla Wellington, en medio de la Patagonia chilena. Un lugar que se pierde en el frío infinito de millones de islas y fiordos frente a campos de Hielo Sur, bañada por las aguas del canal Messier y las olas de canales y ensenadas laberínticas.
Atap era una kawésaqar pura, hija de María Campana y el Capitán Papa – muertos hace mucho tiempo – y parte de esa raza de nómadas canoeros del fin del mundo que sucumbieron por el alcoholismo, la tuberculosis y la sífilis. Atap o Ester para los chilenos, era una mujer extremadamente delgada, de apariencia muy frágil pero de temperamento agradable, gentil, a veces parecía una niña en el cuerpo de una mujer que dicen que tuvo 14 hijos.
Muchos decían que Atap hacia el final de sus día estaba loca, o que siempre lo había estado, lo concreto es que había llegado a ese estado producto de la desnutrición, un alcoholismo avanzado y básicamente la indolencia de la sociedad chilena, al que se sumaban otras enfermedades y padecimientos tras vivir de una existencia miserable y desamparada al igual que muchos de los suyos.
Junto a mi amigo y socio, el cineasta Iván Sanhueza, habíamos realizado en 1995 el cortometraje documental “Saltaxar, el mito”, donde Ester y otros miembros de su comunidad tienen breves apariciones en este relato fílmico que indaga sobre la poesía ancestral y mágica relación de las etnias fueguinas con el universo. Ya por entonces Atap parecía disminuida en relación al resto de sus congéneres.
Cuando regresamos una década después para rodar otro documental que habíamos titulado “Edén”, Atap se encontraba prácticamente en los huesos, no comía y pasaba sus días bebiendo vino de la peor calidad en compañía de uno de sus hijos – también alcohólico – el joven José Ramón Ulloa, quien murió algunos años después. Suerte parecida aunque algo más digna habían tenido los más viejos de esta comunidad, como Alberto Achacaz (Akakáz) y Carlos Remchi (C´Kuol), quienes habían sido eficaces informantes de connotados antropólogos y lingüistas a fin de rescatar lo poco que conocemos de su forma de vida y lenguaje.
Quizás fue esta realidad desgarradora la que nos hizo abortar una y otra vez la finalización de “Edén”, film que al día de hoy sigue inconcluso. Tal vez porque la historia de vida y muerte de estos nómades canoeros ha sido tan trágicamente imbricada, que nos conducía a nosotros mismos por laberintos existenciales imposibles de descifrar por el momento.
La muerte de Atap sucede en medio de esta pandemia mundial que nos viene a confirmar la vulnerabilidad de nuestros cuerpos ante agentes patógenos microscópicos que muy posiblemente fueron creados e incubados por nosotros mismos; en medio de la vorágine absurda de un modelo ultra capitalista que no solo diezmó y aniquiló a esta raza de nómades del mar, sino que décadas más tarde lo hace con nosotros y nuestras modernas comunidades.
Al menos han quedado algunos testimonios sonoros y visuales de ese paisaje insondable que es el fin del mundo – como le dicen a la Patagonia – pero esta vez desprovisto de sus ancestrales moradores. Quizás esa es la feble aunque poderosa venganza hacia nosotros, encarnada en la fragilidad de una mujer que por fin descansa en paz y a quien solo sobrevive la que probablemente es ultima mujer Kawésqar, me refiero Gabriela Paterito (Paaksa).
Paaksa, quien por supuesto fue amiga de Atap, sigue viviendo en Jetarkté (lugar de canoas y humo) a la espera de un desenlace que esta vez no se vea cubierto por el manto de injusticia, impunidad y desprecio con que el estado chileno ha tenido históricamente hacia los pueblos originales que alguna vez poblaron este territorio en saludable relación con su entorno.
*Realizador audiovisual – Documentalista