Durante los primeros meses de la pandemia de COVID-19, millones de personas en todo el mundo vitoreaban desde ventanas y azoteas a los trabajadores esenciales que, en la primera línea de batalla, diariamente se arriesgaban a contraer esta enfermedad altamente contagiosa. Conserjes, trabajadores de supermercados, conductores, trabajadores de almacenes, carteros, repartidores de alimentos, maestros y trabajadores del tránsito, junto con los médicos y médicas, enfermeras y personal hospitalario, todos se convirtieron en héroes cuando la peor pandemia en un siglo arrasó el planeta. Miles de estos trabajadores esenciales fallecieron.
En nuestra celebración del Día del Trabajo de este año, que tradicionalmente se festeja con picnics y paseos por la playa antes del comienzo del ciclo escolar, deberíamos honrar a estos héroes caídos. ¿Cómo? Respetando el uso de tapabocas y el distanciamiento social, y luchando por un cambio de curso en la catastrófica respuesta a la pandemia en Estados Unidos que tenga como base las investigaciones científicas. El presidente Donald Trump debe invocar la Ley de Producción de Defensa y poner a disposición cientos de millones de máscaras y pruebas de diagnóstico gratuitas, además de llevar a cabo el rastreo de contactos, el aislamiento y la cuarentena.
Los medios Kaiser Health News y The Guardian crearon una base de datos actualizada periódicamente de los trabajadores de la salud estadounidenses que murieron de COVID-19. Hasta esta semana había 1.079 personas en esa lista.
Entre ellas está Adiel Montgomery, de 39 años de edad, que se desempeñaba como guardia de seguridad en el Centro Médico Judío Kingsbrook en Brooklyn. A fines de marzo perdió el sentido del gusto y el olfato y tuvo síntomas similares a los de la gripe. Dos semanas después, sufrió un dolor agudo en el pecho y murió súbitamente. Se había quejado de la falta de equipos de protección personal, que finalmente llegaron, pero no a tiempo para salvarlo.
En Arizona, Cheryl y Corinna Thinn, hermanas de la Nación Navajo, trabajaban en el Centro Regional de Salud de Tuba City como empleada administrativa y trabajadora social, respectivamente. Antes de que ambas se enfermaran, alrededor del 20 de marzo, habían interactuado con los pacientes sin usar tapabocas y habían expresado su preocupación por la escasez de equipos de protección personal. Cheryl sucumbió a la COVID-19 el 11 de abril y Corinna el 29 de abril. La tasa de contagio de coronavirus per cápita de la Nación Navajo se encuentra entre las más altas de Estados Unidos y, según el último registro, cuenta con más de 500 muertos por COVID-19.
Los trabajadores de empacadoras de carne realizan sus tareas pegados unos a otros, lo que agrava el riesgo de infección. En una planta de JBS en Greeley, Colorado, un brote de COVID-19 en curso ha contagiado a casi 300 de 3000 trabajadores, causándole la muerte a seis de ellos, todos inmigrantes. Tin Aye, de 60 años de edad, huyó de Birmania y vivió en un campamento de refugiados en Tailandia antes de llegar a Estados Unidos. Al día siguiente de convertirse en abuela, a fines de marzo, la pusieron en un respirador. Murió el 17 de mayo.
Muchas historias como estas se suceden a lo largo del país, mientras el número de muertes por COVID-19 se acerca a las 200.000, sin señales de desaceleración. El verdadero número de trabajadores esenciales que han muerto nunca se sabrá, ya que ninguna agencia federal lleva un registro. Trump ha minimizado constantemente el número de casos y víctimas, y ha propalado curas falsas y teorías conspirativas en lugar de liderar una respuesta coordinada.
En todo el país, miles de trabajadores de empacadoras de carne se han contagiado y decenas han muerto. El Sindicato Internacional de Trabajadores de la Industria de Alimentos y del Comercio (UFCW, por sus siglas en inglés), critica el hecho de que no se obligue a las empresas que emplean a sus miembros a informar las muertes por COVID-19. Entre estas empresas se encuentran las procesadoras de carne JBS, Tyson Foods, Cargill y Smithfield Foods, grandes tiendas minoristas como Walmart, cadenas de supermercados como Albertsons y Kroger y muchas más.
Los trabajadores esenciales son desproporcionadamente personas de color, con muchos sectores atendidos principalmente por inmigrantes. Ellos impulsan la economía, cultivan y entregan alimentos, limpian y atienden a los ancianos y cuidan a los niños. Pocos tienen el lujo de poder decidir trabajar desde casa. No tienen días de licencia por enfermedad ni acceso a atención médica asequible. Los trabajadores médicos todavía informan de escasez de equipos de protección personal.
Estados Unidos, la nación más rica de la historia de la humanidad, tiene poco más del 4% de la población mundial, pero más del 20% de los contagios y las muertes registradas por COVID-19. La abdicación de responsabilidad por parte de Trump, su prisa por reactivar la actividad económica y restarle importancia a la pandemia como una estrategia para el año electoral ha sido impactante, letal y potencialmente criminal.
La resistencia de los trabajadores a la letal respuesta de Trump a la pandemia está creciendo. Docentes de todo el país han estado rechazando los planes de reabrir las escuelas a las apuradas, sin planes ni equipos para protegerlos a ellos, a sus estudiantes ni al personal. En varios casos, incluso, han amenazado con hacer huelga.
En Detroit, 1.600 trabajadores de hogares de ancianos representados por el Sindicato Internacional de Empleados de Servicios también amenazan con hacer huelga y exigen un salario digno, equipos de protección y más personal para manejar de forma adecuada la amenaza del coronavirus para los residentes y el personal de los hogares de ancianos.
Al celebrar este Día del Trabajo, asumamos el compromiso de la solidaridad con nuestros trabajadores esenciales. Los gritos de apoyo para ellos desde ventanas y azoteas podrán haber disminuido a medida que avanzaba la pandemia; no así los riesgos que enfrentan todos los días.