Por Julen Bollain Daniel Raventós y Sergi Raventós
Después de muchos meses de excesivo ruido y palabras altisonantes, el Ingreso Mínimo Vital (IMV) se ha ido dando estas últimas semanas de bruces con la realidad. Son ya legión, desde activistas y académicos, pasando por periodistas y miembros del mundo de la cultura las personas que han mostrado su opinión claramente contraria al desastre del IMV más de tres meses después de su puesta en funcionamiento. Cientos de miles de familias que un día creyeron que este nuevo derecho aprobado por el Gobierno del Reino de España les iba a proteger temporalmente de las turbulencias macroeconómicas y la crisis socioeconómica que ha golpeado todo el planeta, han sufrido en sus propias carnes las enormes trabas y dificultades que una renta mínima condicionada para pobres conlleva consigo.
Es cierto que cualquier sistema de protección social puede estar mejor o peor diseñado. Como también es cierto que hay diseños institucionales que tienen unos problemas… de concepción. Probablemente, un IMV mejor diseñado, cosa fácil dado el bajísimo nivel de calidad del actualmente existente, pudiera dar protección a muchas familias que ahora mismo están totalmente desprotegidas (de hecho, son muchas las aportaciones realizadas para mejorarlo y fueron desechadas en su gran mayoría). Sin embargo, ni aquéllos que tenían menos confianza en el IMV pudieron creer nunca que el fracaso iba a ser tan estrepitoso. Un fracaso que no es agradable para ninguna persona que defienda mínimamente la necesidad de erradicar la pobreza y de ofrecer una vida digna a todas las personas, pero que, indudablemente, nos reafirma en nuestra posición de que un programa de rentas mínimas condicionadas no es la herramienta que nos permitirá hacer frente a los retos que tenemos como sociedad si queremos afrontar en serio la pobreza con hechos y no con mera palabrería de cara a la galería.
Como hemos dicho en más de una ocasión, en Euskadi tenemos el ejemplo de una renta mínima más o menos competentemente diseñada (con su progresiva degradación). Una renta mínima que, tras 30 años de trayectoria y según los últimos datos disponibles, no consigue evitar que en Euskadi en la última década hayan aumentado un 64,9% los casos de personas en situación de pobreza grave (un incremento del 20,2% de las personas en situación de pobreza relativa), un 16% el número de personas en riesgo de pobreza y exclusión social, y que tiene como resultado que una de cada tres personas que está en riesgo de pobreza y exclusión social no acceda al sistema de renta de garantía de ingresos.
Pero encaremos los hechos. Resultados como éstos no sólo los encontramos por estos rincones del sur de Europa. En todos los sitios en los que están implantadas, las rentas mínimas condicionadas dejan a mucha gente atrás. En Europa, la tasa de no-aceptación (non take-up rate) de los programas de asistencia social condicionada, entre los que se encuentran las rentas mínimas, varía entre el 20% y el 60%. Es decir, entre el 20% y el 60% de las personas elegibles para acceder a un programa de asistencia social condicionada, por distintos motivos (falta de información, laberinto burocrático, estigmatización, rechazo de lo que puedan considerar caridad…), no lo hacen. Precisamente por datos como éstos, y tras analizar y estudiar las rentas mínimas más generosas y mejor diseñadas, son constatables los errores estructurales que toda renta mínima condicionada lleva implícitamente consigo. No es el menor de estos errores el que nunca conseguirán cumplir el objetivo de erradicar la pobreza. Aunque bien es cierto que el IMV no tenía este objetivo puesto que solamente pretendía acabar con el 20% de la pobreza en el Reino de España. De entrada, ya dejaba el 80% fuera.
Entonces, ¿cuál es, o debería ser, nuestra aspiración? ¿Tener un 30% de las personas en riesgo de pobreza y exclusión social fuera del sistema de protección? ¿Tener una tasa de pobreza por debajo del 15%? No nos resignamos y seguimos apostando por una mejora en las condiciones materiales de la mayoría social no estrictamente rica que, además, actúe como un seguro vital ante la inseguridad y la inestabilidad económica. Sin este seguro, sin esta garantía, la libertad está amenazada.
Para ello, más allá de la necesaria transición económica hacia una economía que ponga a las personas y al planeta en el centro, es necesario también realizar una transformación de nuestros sistemas de protección social y adecuarlos a las realidades del siglo XXI. No podemos seguir apostando por políticas del siglo XX que ya han demostrado todas sus limitaciones y que, en la mayoría de los casos, han tocado techo.
La pandemia de la COVID-19 está generando una crisis de grandes proporciones que está golpeando en un terreno ya muy maltratado por la anterior crisis del 2008 y por las políticas de austeridad desarrolladas por los gobiernos del PSOE y del PP. Unas políticas que nos dejaron contrarreformas laborales aún intactas y de las que se están pagando las consecuencias con un mercado laboral altamente precarizado y con unos índices de paro altísimo y, para vergüenza de cualquier gobernante, de desempleo juvenil que ya bate todos los records europeos: más de un 41,7%. Muy por encima de Grecia con un 37,5%. ¡La cifra más alta de la UE de los 27! Esto también es responsabilidad de las políticas económicas de los últimos años. Del PP, pero también del PSOE.
Recientemente también se ha publicado que tres de cada cuatro trabajadores en economía sumergida han perdido sus ingresos con la COVID-19 con lo que ello supone de inseguridad económica y vital.
Todo ello hay que sumarlo a una situación en la que las colas por la obtención de comida crecen en todas las ciudades y algunos bancos de alimentos ya han anunciado que no podrán continuar mucho más tiempo con esta situación.
En multitud de países, diversas instituciones, personas de la academia, intelectuales y activistas están empujando desde sectores muy dispares (cultural, LGTBI, trabajo social, movimientos sociales, sindicalistas…) para que esta adecuación de nuestro sistema de protección social se haga a través de la herramienta más eficaz tanto económica como técnicamente: una renta básica incondicional. Además, son ya numerosos los proyectos piloto que se han puesto en marcha en los últimos años en geografías y economías muy alejadas entre sí, lo que nos ha permitido observar y analizar la evidencia empírica que nos ha demostrado algunos de los beneficios que una renta básica comporta en las personas que la perciben: aumento del bienestar y la seguridad económica así como de la salud mental, mayor confianza en sí mismas, en las demás personas y en las instituciones y una mejora en la oferta laboral, por ejemplo.
La situación actual no nos advierte solamente de un problema de desigualdad creciente, de pobreza creciente, de paro creciente, de degradación de las condiciones materiales de existencia de la gran mayoría de la población no rica. Nos alerta de la amenaza a la libertad para la ciudadanía.
En medio de la pandemia y de abundantes debates sobre la renta básica, el 15 de abril de 2020, el Comité Ciudadano Europeo por una renta básica incondicional entregó a la Comisión Europea una propuesta de Iniciativa Ciudadana Europea (ICE) para la implantación de una renta básica incondicional en toda la Unión Europea. Iniciativa que fue aprobada el 15 de mayo de 2020. ¿Qué significa esto? Que para que esta ICE sea debatida, y quién sabe si aprobada, en el Parlamento Europeo, a partir del 25 de septiembre de 2020 empieza la cuenta atrás para conseguir 1 millón de firmas en el periodo de un año. Esta recogida de firmas, que también se podrá hacer presencialmente, se realizará básicamente online y será una ocasión inmejorable para dar un empujón más al debate sobre la renta básica, ayudando a que éste se haga con rigor y fuera de la demagogia tan extendida de sus opositores.
Una renta básica implantada a nivel europeo sería un mecanismo redistributivo que, más allá de garantizar la existencia material de la ciudadanía, permitiría que todas las personas que aquí vivimos nos beneficiemos por igual de la riqueza generada gracias a la integración europea. Un mecanismo de solidaridad en forma de transferencias fiscales transnacionales necesarias para que la zona euro reduzca las asimetrías y desequilibrios económicos y sociales. Además, reduciría de manera significativa algunos de los factores para la migración dentro de la Unión Europea, evitando así el efecto negativo de la “fuga de cerebros” en determinados países, a la vez que ahondaría en una mayor legitimidad y apoyo ciudadano al resquebrajado proyecto europeo. Finalmente, y habiendo observado la evidencia empírica de los proyectos piloto, la renta básica posibilitaría que mejoraran considerablemente las condiciones materiales de la gran mayoría de ciudadanos y ciudadanas europeas, quienes tendrían derecho a unos ingresos incondicionales, sin obstáculos administrativos ni el riesgo de estigma social asociado a las rentas condicionadas. Condición para la libertad de toda la ciudadanía.