Por Alfredo González Núñez
Püchijiiraa´ma jouya jünain asaaja wüin (Despierta, vamos a buscar agua) dice Samuel a su hermano Pablo, dos niños indígenas Wayuu de 10 y 9 años respectivamente. Los hermanitos todos los días deben levantarse entre 4 y 5 de la mañana para emprender un largo recorrido de 8 kilómetros, con el fin de abastecerse en el único pozo artesanal de agua salobre con el que cuenta su territorio, y que ha resistido a la fuerte sequía que afecta a la alta Guajira. Pablo, aún con sueño, es obligado por Samuel a hacer lo mismo que hacen todos los días desde que tienen uso de razón, sin embargo es una actividad a la que no se logran acostumbrarse. Dispuestos con los envases y acompañados de su abuela de setenta años y su burro Matuna inician lo que se ha convertido en un rito obligatorio para cientos de niños y familias Wayuu quienes subsisten en medio de la pobreza extrema que viven los indígenas más numerosos que habitan en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela.
Esta situación cotidiana, ilustra las enormes brechas que se viven en tierras indígenas, la cual pone de manifiesto las desigualdades que se viven en el mundo, principalmente entre los grupos más vulnerables que incluyen los pueblos originarios causadas por factores históricas derivadas de la colonización, la falta de asistencia y reconocimiento de sus derechos por parte de los gobiernos, brechas que han mantenido a los pueblos indígenas en una situación de desventaja multidimensional. Los pueblos originarios enfrentan problemas de salud, pobreza y marginación, que se manifiestan de diversas formas. A ello se suma ahora la amenaza de la COVID-19, que afecta a muchas comunidades de la región poniendo en peligro su pervivencia. Por ello urge la necesidad de acciones conjuntas entre gobiernos, organismos de cooperación internacional, líderes, autoridades tradicionales y, población en general. que permita detener la desaparición de los mismos.
La marcha diaria por la vida que emprenden Samuel, Pablo y su abuela, junto a otras decenas de familias Wayuu en todo el extenso territorio de la Guajira, cobra diversas manifestaciones a lo interno de los diferentes pueblos que habitan el planeta, sin embargo hay puntos comunes entre todos, la extrema pobreza y la falta de oportunidades que brinden garantías de bienestar, especialmente a los niños, ancianos y mujeres gestantes.
De regreso a su humilde vivienda, Samuel y Pablo deben esperar que su abuela prepare chicha con el último reducto de granos de maíz que un familiar, logra enviar mensualmente desde la capital colombiana, producto del pésimo sueldo que obtiene trabajando como empleada doméstica en condiciones de esclavitud. Sin acceso a educación, los niños en la Guajira esperan que caiga la noche para encontrarse nuevamente, al amanecer, en el camino tras la búsqueda del vital líquido que les garantiza vivir sin esperanzas.
Realidad continental de los pueblos amerindios.
Según datos del más reciente informe del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe (FILAC), en la región, la población indígena supera los 45 millones de personas. Muchas comunidades presentan una “alta fragilidad”, pues están en peligro de “desaparición física o cultural”, y todos se encuentran en situación de extrema dificultad. Según este mecanismo de la ONU, “La propagación de la COVID-19 ha exacerbado y seguirá exacerbando una situación ya crítica para muchos Pueblos Indígenas: una situación en la que ya abundan las desigualdades y la discriminación. El aumento de las recesiones a nivel nacional y la posibilidad real de una depresión mundial agravarán aún más la situación, causando un temor de que muchos indígenas mueran, no sólo por el virus en sí, sino también por los conflictos y la violencia vinculados a la escasez de recursos, y en particular de agua potable y alimentos”
La vida familiar de Samuel y Pablo, es la radiografía viva de una realidad silenciosa y dolorosa que, por siglos, ha ido menguando a los pueblos indígenas en toda la extensión de sus territorios hoy, llamada América. Pese a los grandes avances que en materia jurídica y de Derechos humanos se han alcanzado en los últimos tiempos, especialmente desde el 23 de diciembre de 1994, año en que se celebró el Decenio Internacional de las Poblaciones Indígenas del Mundo, asamblea que estableció el 9 de agosto como el Día Internacional de los Pueblos Indígenas para alertar a los gobiernos y a la comunidad internacional para que desarrolle acciones conjuntas y sostenibles, con el fin de garantizar el pleno respeto de la dignidad, el bienestar y las libertades fundamentales de los grupos indígenas, hoy considerados unos de los más vulnerables del mundo.
Sin embargo, hoy en pleno desarrollo del siglo XXI, el panorama es desolador y desesperanzador. El 9 de agosto es una fecha que al interior de las comunidades no reviste importancia y valor alguno, debido a los retos y desafíos que significa poder tener acceso a algo tan básico y elemental como el agua potable diariamente por ejemplo, los pueblos indígenas la asumen como una fecha para que los alijunas (no indígenas) de los gobiernos envíen mensajes y saludos celebrativos que, en nada impactan sobre la calidad de vida en sus comunidades; cabe destacar, que la pandemia agrava la situación que enfrentan de pobreza, mortalidad materna e infantil, desnutrición y múltiples enfermedades infecciosas ya superadas en muchas sociedades como la malaria, la tuberculosis o el dengue. El acceso ilimitado a servicios de salud, instalaciones adecuadas de agua e higiene, además de enfrentar obstáculos frecuentes para poner en práctica sus tradiciones, usos y costumbres se suma la indiferencia del estado para atender las demandas de los Pueblos Indígenas.
El despojo territorial sigue su curso aún en pandemia, especialmente a través de la violencia de actores armados y también por vías administrativa, desde los estados. La militarización de sus territorios, aparte de provocar violencia e inseguridad entre los miembros de las comunidades, suma la presencia de bandas criminales organizadas y grupos armados que viola los derechos colectivos a las tierras y recursos tradicionales propios, que representan su más sagrada herencia por parte de la madre tierra. La extracción y minería voraz por transnacionales es la más dramática forma de reflejar la orquesta que hay, para seguir allanando el camino para un despojo absoluto de sus territorios, sin mencionar todas las consecuencias colaterales que esto ocasiona en el sistema de vida propio de los pueblos indígenas.
Sin duda urgen acciones contundentes que permitan la vida y dignidad de los primeros habitantes de estos territorios.
Hermanos indígenas, avancemos por encima del discurso de la opresión y la victimización que solo nos ha servido para generar dádivas, compasión y aprovechamiento de fuerzas para su propio beneficio. Pasemos a la participación y ejecución que permita asumir roles en respuesta a los documentos, tratados, leyes, sentencias y convenios que jurídicamente nos otorgan garantías frente a este momento histórico que tenemos ante nosotros. No sigamos permitiendo que sistemas políticos colonizadores engañen y utilicen para sus fines hegemónicos, asumamos nuestro rol de protagonistas en la construcción de mecanismos para nuestra pervivencia en el tiempo, pero en condiciones de dignidad, convirtiendo esta fecha del 9 de agosto en un ensordecedor grito a quienes tienen el poder político de garantizar nuestros Derechos como habitantes primigenios de la tierra.