Por: Luis Mesina*
Sólo faltan 56 días para que se lleve adelante el plebiscito que podría acabar con la Constitución pinochetista y abrir camino para que, por primera vez, el pueblo de Chile escriba una nueva carta magna en la que puedan plasmarse los intereses y derechos de las mayorías.
Algo tan propio de una república democrática, para nosotros reviste todo un acontecimiento: nunca los habitantes nacidos en este territorio hemos podido ejercer verdaderamente el derecho de elaborar una Constitución política; las tres que han regido los intereses de nuestra historia, llamada republicana, han sido elaboradas por la oligarquía y los sectores dominantes. El pueblo siempre ha debido conformarse con ser solo un espectador.
Llama la atención que, siendo un proceso tan importante para nuestro país, las organizaciones políticas no le asignen la relevancia que se merece, o al menos así se observa y es quizá la expresión más nítida de la desafección que con la realidad y las personas tienen estas instituciones.
No se discute política, sólo banalidad. No se escuchan propuestas respecto de cuál será, por ejemplo, el carácter del nuevo Estado que surja de una nueva Constitución; mucho menos, se escuchan ideas o propuestas respecto de cómo se organizará política y geográficamente nuestro territorio; si continuaremos reproduciendo la idea de un Estado unitario y centralizado defendido por la oligarquía o, abriremos el debate hacia una nueva conformación del territorio nacional, que permita reorganizarlo desde Arica a Magallanes optimizando los variados recursos de los que nuestro país dispone. No se oye de algún partido una propuesta concreta, por ejemplo, respecto de la indiscriminada explotación de nuestros recursos naturales que contaminan el ecosistema. Salvo intervenciones individuales de uno u otro congresista, no hay una postura sobre el Código de Aguas, mucho menos respecto del modelo extractivista al que se ha conducido a nuestro país. Y cuando alguien osa sugerir cambios, se desata la furia, típica de las jaurías, encabezadas por “economistas” reproductores de dogmas.
Una nueva Constitución debiera responder a esas grandes preguntas, pues se trata de rediseñar un nuevo Estado para nuestro país. ¿Sino para qué?
La derecha hace lo suyo. Intenta, y con bastante éxito, asignarle a este hecho político inédito una importancia menor, convertirlo en un mero trámite que, incluso, puede nuevamente ser suspendido y postergado, total las instituciones sobre las que descansa el régimen político actual –todas decadentes– siguen ejerciendo el predominio y el control del Estado y resguardan eficientemente los intereses y privilegios de las minorías. La derecha no requiere pensar un nuevo Estado: el actual es su modelo en lo político, económico, social y cultural. Y hará todo por preservarlo. No en vano son 47 años de predominio casi absoluto sobre el Estado chileno. Defenderán el carácter unitario y subsidiario de él y sus principios de libertad, propiedad y familia que siempre los superpondrán a los derechos sociales que las mayorías reclaman.
La izquierda, atomizada y carente de ideas, seguirá repitiendo el discurso de la igualdad y la justicia, aunque jamás se les escuche señalar con energía y luminosidad cuáles son las propuestas concretas para conseguir tan preciados bienes. Y, claro, es que después de tantos años dirigiendo el Estado heredado de la tiranía terminaron acostumbrándose sólo a administrarlo, con los réditos que ello generó para muchos.
Esa izquierda sobre representada en el Congreso, zigzagueante, es la responsable directa de consolidar el actual modelo económico que acrecentó la desigualdad social y extremó groseramente la concentración de la propiedad y la riqueza en pocas manos. Es la que siempre tendrá a flor de labios la respuesta de que en estos 30 años aumentaron el gasto público en salud y educación ocultando decir que una considerable parte de ese gigantesco caudal de recursos públicos ha sido transferido al sector privado. Es esa izquierda carente de ideas la que se acomodó y acostumbró a dirigir un Estado capitalista salvaje, que hoy nos tiene huérfanos de conducción.
Y la otra izquierda, esa de nóveles dirigentes que llegaron a la política generando expectativas de que las cosas cambiarían, no ha estado a la altura de las demandas que la historia exige. Salvo honrosas individualidades, han terminado reproduciendo muchas prácticas de la vieja política.
Nuestro país requiere con urgencia dotarse de una nueva conducción, quizá surgida de formas no tradicionales de hacer política, no exclusivamente de los partidos históricos. Tal vez, ha llegado el tiempo de que el movimiento social, con sus diversas y genuinas organizaciones sociales, asuma el rol de conducir este proceso presionando para correr el cerco que pusieron otros y que busca imponer la vieja política gatopardista.
Superar el momento histórico es urgente. La derecha retrógrada no permanece inmóvil, lo vemos en estos días; incrementa lo que sabe hacer, la represión contra el pueblo mapuche y el movimiento social y seguirá recurriendo a prácticas cada vez más reaccionarias, desempolvando las viejas herramientas de antaño, como el paro de los camioneros, de triste pasado y que hoy sólo buscan generar incertidumbre y desconcierto.
El terror y el miedo son sus armas; las nuestras, la movilización social. Un pueblo que cede al miedo y al terror jamás podrá alcanzar la justicia. Son cientos de ejemplos a lo largo de la historia.
Los y las chilenas hemos pagado un alto precio por llegar a este momento histórico. No ha sido fácil. Se ha pagado con vidas humanas y es preciso entonces redoblar nuestros esfuerzos y compromisos para alcanzar la victoria que tanto merecemos y por la que dieron su vida muchos hombres y mujeres después del estallido social de octubre pasado.
*Vocero de la Coordinadora Nacional de Trabajadores y Trabajadoras NO+AFP.