Por Manuel Acuña Asenjo
Las formaciones sociales entregan, constantemente, a la humanidad, los mejores resultados de su producción social. Por eso, no puede sorprendernos sino maravillarnos, la irrupción, en el teatro de la vida, como aportes suyos al acervo hereditario universal de, entre otros, músicos, poetas, cronistas, científicos, pintores, cantantes, matemáticos, inventores, para deleite de las generaciones posteriores. Por eso nos emocionamos con la música de Mozart, Beethoven, Schubert, Bizet, Puccini; por eso nos deleitamos con las obras de Walter Scott, Gustave Flaubert, Émile Zola, Miguel de Cervantes, y podemos contemplar con admiración los cuadros de Leonardo, Boticelli, Van Gogh, Pïcasso y tantos otros. Como formación social, también Chile lo ha hecho con personajes tan importantes como lo han sido y lo son Gabriela Mistral, Oscar Castro, Pablo Neruda, Violeta Parra, Roberto Bolaño, Baldomero Lillo, José Maza, Humberto Maturana, Francisco Varela, por nombrar, solamente, algunos.
La naturaleza, no obstante, actúa ciegamente. Cuando no se la comprende y respeta, no sólo malogra sus productos sino, también, cada cierto tiempo, entrega resultados que no pueden ser más deplorables. Un conjunto de seres anómalos, la generalidad de ellos con sus facultades mentales gravemente alteradas —aunque, desde el punto de vista penal, absolutamente imputables—, perversos, degenerados, hace igualmente su aparición. Es el caso, hoy, de Hugo Bustamante Pérez, hasta el momento —porque el proceso se encuentra en curso—, asesino de la joven Ámbar Cornejo Llanos; no sabemos quién lo será mañana, pero conocemos la identidad de quienes lo fueron ayer.
Hugo Bustamante no es solamente en la actualidad un ser perverso: lo fue antes, cuando degolló a su ex pareja y mató al hijo de ésta, niño de apenas nueve años; lo fue cuando desmembró sus cuerpos para introducirlos dentro de un tambor y ocultarlos, en el patio de su casa. Lo es hoy cuando, luego de matar a Ámbar, de apenas 16 años, pone fin a su vida y desmiembra su frágil cuerpo en pequeñas porciones para ocultarlo, también, bajo el piso de su casa habitación.
Buceamos en busca de una explicación de esos hechos. Queremos conocer los llamados ‘móviles’ de una conducta, de por sí perversa. Queremos encontrar la razón de una sin razón. Nuestra búsqueda tiene éxito: en el primer caso, hay una disputa entre Bustamante y su pareja por dinero que suponía suyo y que no le es entregado por parte de su víctima; dinero también, en el segundo. Dinero siempre. Bienes materiales que se le escapan de las manos. En uno y otro caso, deseo de poseer, de hacer suyo algo que se le escurre entre los dedos. Ese mismo deseo compulsivo del que Freud hablaba —tan propio de los infantes—, al describir el carácter anal, el deseo de poseerlo todo, de acaparar lo que nos rodea, de no soltar, siquiera, las heces del propio cuerpo para no desprenderse de algo que se supone propio. Como si el universo hubiere sido creado para que el avaro pudiese reclamarlo como propiedad suya y no lo contrario.
En esas condiciones, Hugo Bustamante no puede representar solamente a un criminal, a un sujeto que es necesario juzgar y encerrar toda la vida, algo que en modo alguno discutimos por estimarlo obvio. Debemos estimar, igualmente, que, si hoy lo encontramos libre y pudo, otra vez, ejercer su instinto de matar ante la amenaza de perder lo que creía suyo, no es sino porque representa lo que es la sociedad chilena, el poder ilimitado de quien o quienes se autoconceden los privilegios y están dispuestos hasta matar a su propia madre con tal de no desprenderse de lo que consideran propio. Hugo Bustamante está en ellos, en el corazón de las personas que imparten justicia en Chile, dictan las leyes en el Parlamento, ejercen la Presidencia de la nación u ocupan los cargos que ofrecen mayores remuneraciones en empresas y servicios estatales. Hugo Bustamante está en el alma de quienes, en los institutos armados, han ocupado el dinero de todos los chilenos en darse los lujos y prebendas que a otros se les niegan, en las fuerzas policiales mutilando visualmente a la población que sale a reclamar por sus derechos o se niegan a aceptar que, en el transcurso de una pandemia, un presidente, tanto o más perverso que quienes le acompañan y asesoran, privilegie la economía por sobre la salud de la población.
Hugo Bustamante, en consecuencia, no fue liberado solamente porque ‘tenía derecho’ a solicitar esa libertad que, finalmente, le fue concedida. Dejémonos de tonterías. Fue dejado libre porque representaba —y representa— la libertad del zorro en el gallinero, la libertad de la cual el poderoso quiere gozar para seguir esquilmando al débil, la libertad que ejerce el dominante sobre el dominado. Hugo Bustamante debía salir a matar, nuevamente, de la misma manera que los que ejecutaron los execrables crímenes cometidos durante las protestas siguen realizando su sucia labor al amparo de las instituciones armadas. Porque en Chile —algo que no se quiere reconocer—, el ‘Nunca Más’ jamás estuvo en la mente y propósito tanto de quienes abandonaron el Gobierno en 1990, como en la de quienes, en nombre del ‘pueblo’, tomaron el mando de la nación ese año. Las amenazas del suboficial mayor de la 24° Comisaría de Carabineros de Melipilla, Juan Marcelo Muñoz Pizarro, al técnico en electricidad que lo grabó el 04 del presente —por no portar su identificación en un procedimiento policial—, (‘Te pueden desaparecer, podí pasar a ser un detenido desaparecido’) no deben estimarse casuales; el caso de José Huenante (desaparecido en Puerto Montt, en manos de carabineros), de José Vergara (en Alto Hospicio, también desaparecido a manos de carabineros) y los ‘suicidios’ en diversas celdas de las comisarías del país constituyen una clara advertencia que, tarde o temprano, tales amenazas dejan de ser tales para transformarse en una espantosa realidad. Por eso, la excusa dada, según la cual se otorgó la libertad a Hugo Bustamante para disminuir el hacinamiento en las cárceles, más que considerarla como tal, confirma ante todo la victoria en Chile de una burocracia política y funcionaria inaceptable, y la inequívoca voluntad de la autoridad en orden a buscar la solución al problema de la delincuencia— y al consecuente aumento exponencial de los delitos— a través del uso de la ley del mínimo esfuerzo o, lo que es igual, la necesidad de levantar más cárceles para encerrar en ellas a los infractores. No nos parece que, para arribar a tales conclusiones, sea necesario realizar estudios académicos ni contratar a mentes privilegiadas.
Ámbar es nuestra sociedad, abandonada de todos, crucificada, inerme, desmembrada, escondidas las humildes partes de su cuerpo bajo el piso de la casa de emergencia de su verdugo, en un cerro de Villa Alemana. Si… Allí estamos, sepultados, envueltos en bolsas de plástico. Nuestro verdugo está libre. Tal vez un tribunal internacional lo condene y una policía uniformada más diligente y menos comprometida lo capture. Horroricémonos de lo sucedido. Somos Ámbar, la niña ultimada por un pervertido, la víctima de una sociedad que otros han construido para sí y que amenaza proyectarse hacia el futuro, de la mano de los mercaderes, de los financistas y de quienes creen que la única manera de ganarse la vida es vendiéndose a esa élite. A diferencia de esa pobre niña, cuya protesta fue acallada por el verdugo, tenemos aún la posibilidad de rebelarnos, de alzar nuestra voz y nuestras manos en demanda de los derechos que nos han sido conculcados. Podemos aún poner atajo a las arbitrariedades, tenemos tiempo. O, también, desgracia amarga, dejar esta sociedad en calidad de legado a nuestra descendencia. Es la lección que nos entrega el espantoso caso de Ámbar, luego de cuya inmolación muchos rasgan, hoy, vestiduras.