por Fernando Montalbán
Eran las 21 horas de España del 24 de Agosto de 2020.
En el jardín de mi casa, sentado en un balancín y sumido en mis divagaciones y ensueños, nada nuevo.
Notaba algo, un ruido molesto que me impedía ensoñar. Eran los perros de los vecinos, sobre esa hora se ponen todos de acuerdo y empiezan con su concierto de ladridos.
Miré el móvil y vi una imagen que había enviado hacía poco a una amiga. En ella se veía un Neanderthal y en sus hombros una niña pequeña vestida con pieles que podría ser su hija o no, quién sabe.
Por un momento sentí que estaba en aquellas cuevas, aquellos abrigos naturales, oyendo a los perros ladrar y avisando de posibles fieras al acecho. Entonces me sentí bien, protegido.
La criatura que antes llevaba en mis hombros, jugaba con un cachorro de lobo mientras se reía y se revolcaba en el suelo de la cueva. Sentí que ese ruido de ladridos me servía ya desde muy antiguo para eso, para no tener que estar en guardia, que eso había sido un plus ganado con el tiempo y observación de mi especie.
Me relajé y agradecí tanto ladrido. De alguna manera, aunque ahora era molesto y aquellos lobos que nos avisaban ahora eran meras mascotas, también seguían cumpliendo su cometido, sentí que todo estaba bien, la tarde, el verano, la suave temperatura, los ladridos y ese viaje en el tiempo hacia un padre Neanderthal que disfrutaba de su nena jugando con cachorros.
Al tiempo y mirando al cielo en busca de la eterna compañera, la Luna, pasó un avión que me devolvió de pleno al momento actual.
¡Basta de ensoñaciones y divagaciones, estás aquí y ahora!
Sentí que alguien muy cercano, pero dentro, me decía, el tono era burlón, de regañina divertida y amable.
Y ahí estaba yo viendo el avión volando muy bajo y recordando a los lobos, al Neanderthal y a su hija como si todo se estuviera dando en el mismo momento, como si pasado y presente fueran lo mismo y uno.
Un avión que llevaba gente que hacía poco, en tiempos geológicos, estaba cazando, recolectando y viviendo en frías cuevas al abrigo del fuego recién robado a lo natural y cuidado por lobos que ya eran amigos.
Y de fondo una luna creciendo como testigo mudo e impasible de tanto andar y tanta peripecia por un planeta azul que había sido, no me cabe la menor duda, un regalo de los dioses.
Recordé en ese momento que lo mejor de la especie está en todos y cada uno, que no basta con recordar lo mejor de uno, también estamos acompañados por una dirección que viniendo de muy lejos, nos proyectaba a futuro y quién sabe qué nuevas andaduras y qué planetas pisaremos.
Me alegraba mucho este pensamiento y sentía que dentro de todos y cada uno de nosotros hay un gran ser con, sin saberlo, una gran propósito y un destino escrito en las estrellas.