La muerte de un jornalero, Eleazar Blandón, ha evidenciado las condiciones infrahumanas en las que trabajan miles de personas en España y el trato que reciben de sus empleadores. Ello ha generado indignación y numerosas voces, como la de Augusto G. Pérez -autor de este  «requiem»-, no están dispuestas a que su vida y el trato recibido queden en el olvido. Reclaman su vida como semilla de un nuevo mundo.

Eleazar Blandón, nicaragüense y padre de cuatro hijos, ha fallecido por un golpe de calor mientras trabajaba en el campo (Murcia-España) y su jefe le dejó abandonado en el centro de salud al que le acercó. Después de declarar ante la policía, su empleador ha quedado en libertad sin cargos.

Eleazar no tenía papeles para trabajar, algo que nos vuelve a plantear la necesidad de regularizar a todos los migrantes, por una parte, y de exigir que se cumplan los derechos laboralespara todos los trabajadores, por otra.

A continuación el «requiem» por Eleazar…

 

Por Augusto G. Pérez

Ha muerto Eleazar pero, aún más, han muerto las ilusiones y esperanzas que tenía de un futuro mejor para sus seres queridos.

Quizá su empleador como jornalero en España, por su condición de inmigrante sin papeles, miró a Eleazar como a un ser casi indigno, un ser sin aspiraciones ni ilusiones en su vida. Quizá llegó a creer que un individuo que aguantaba bajo temperaturas infernales, jornadas de once horas de trabajo, en condiciones paupérrimas, con una remuneración por su trabajo más propia de la esclavitud que de un supuesto intercambio de esfuerzo por dinero, como se supone que fuera y, además, sin rechistar por todo ello, no llegaba a reunir las condiciones mínimas para ser considerado ser humano.

Quizá llegó a creer que Eleazar no podría querer a su mujer y a sus cuatro hijos, a quienes tuvo que dejar en Nicaragua, tanto como él quiere, seguramente, a los suyos. ¿Cómo separarse tan lejos de ellos, si no?

Quizá hasta se haya sentido altruista este señor cuando abandonó, anónimamente, después de las horas laborables, para así no afectar la producción, el cuerpo moribundo de Eleazar, frente a un centro médico, cuando ya poco se podía hacer por él.

Eleazar ha muerto, pero se resiste a morir el viejo patrón de la explotación del ser humano a manos de otro ser humano. Incluso se ha vuelto más fácil hoy. Hace unos siglos, el explotador tenía que embarcarse en una dilatada y arriesgada empresa que le llevara hasta las riquezas y los recursos de los pueblos a quienes, una vez bendecidos, explotaba, saqueaba y esquilmaba.

Hoy, la víctima busca al verdugo. El pobre inmigrante, que no encuentra posibilidades de subsistencia en su tierra, ni acierta a vislumbrar un futuro decente para sus seres queridos, invierte todas sus ilusiones en el viaje hacia el futuro prometedor, pero incierto.
La dirección en que los actores de la historia se mueven ha cambiado, pero no la historia misma.

En aquellos días, las poblaciones locales, ya fueran indígenas, negras o de la raza que viviera en la tierra en cuestión eran vistos por sus colonizadores como “casi” personas, algo entre un animal y un ser humano. Y esta visión justificaba la barbarie y el trato hacia el nativo como si de un objeto se tratara, un objeto a “mi disposicion”, “a mi servicio”, un objeto exento de humanidad, como el que tiene un perro o una mesa.

Puede que el ser humano haya cometido atrocidades peores durante su historia pero, ¿Habremos protagonizado muchos episodios tan vergonzosos como el de la esclavitud? Y, si bien es vergonzoso recordar ese episodio, ¿no lo es aún más mirar alrededor y darse cuenta que en el 2020 aún existe, en infinidad de formas y lugares alrededor del planeta esa misma esclavitud?

Sí, es cierto, Eleazar ha muerto, y quizá con él, sus ilusiones de una vida mejor para sí y para los suyos, pero cada vez que mueren las ilusiones de un Eleazar, infinidad de voces de esperanza surgen y se alzan, brillantes entre la oscuridad del sinsentido, anunciando el despertar de un nuevo mundo y de un nuevo ser humano. Un ser humano que siente el dolor ajeno como suyo, que entiende su individualidad como aquello que tiene y puede aportar al bien común, que valora como sus máximas riquezas esa bondad y ese amor que siente en su corazón.

Estas voces son cada vez más fuertes y suenan cada día mejor.

El alba del nuevo día ya está clamando y, aunque Eleazar hoy no va a ir al campo, sus ilusiones y esperanzas de un mundo mejor no se van a quedar durmiendo en la oscuridad de la noche, porque ya están despiertas entre muchos de nosotros.