Carl Sagan no sólo fue genial en su difusión de la cosmología sino que pudo sintetizar en su novela “Contacto” las claves de la experiencia humana y la cuestión acerca de la existencia de Dios.
Si hay un film que trasciende su tiempo, ése es “Contacto”. No sólo es hermoso por las imágenes, interesante por el argumento, sino tierno por su tratamiento de las relaciones y algo que nunca ví en cine: la graficación de la intimidad de la experiencia humana y de la discusión acerca de la existencia de Dios. Graficación dije, no discusión argumentada.
¿A qué viene esto ahora? Ya en notas anteriores vengo arrimándome desde distintos ángulos al intento de sintetizar una respuesta al dilema cognitivo que planteé ayer (“Sabemos tanto pero tan poco”). Si insisto es porque el recuerdo del film de Sagan me dio el pie para darle el remate al asunto y ver si puedo pasar a otros temas.
Lo que parecen ser anécdotas en el film que sólo servirían para delinear el personaje de la protagonista (una deliciosa Jodie Foster), ya desde el comienzo crean el trasfondo del tema. Después de un impactante paneo que se aleja de la Tierra, aparece una niña que trata de comunicarse por radio con otra estación. Huérfana, vive con su padre, y queda flotando en copresencia el intento de comunicación con su madre muerta. También muere el padre y se vuelca a su pasión por la astrofísica. De entrada se ha introducido la cuestión de los planos por que transita lo humano, entrelazados: la protagonista tiene una copresencia de necesidad de contacto con sus padres muertos que concreta en su búsqueda de señales de vida provenientes de más alla del sistema solar. Su paciente escucha de las señales de radio nos remonta de inmediato a su infancia.
En Arecibo conoce a un pastor con el que tiene relaciones pero cada uno está en lo suyo, sólo que él encontró: accede a Dios orando. Para ella, Dios no existe y se separan. En una sola escena queda planteada una discusión existencial antiquísima: ella necesita pruebas perceptuales, a él le basta con su experiencia para confirmar a Dios. Nótese que dije “confirmar a Dios”, no su existencia.
Ella pasa a ser voluntaria para un viaje interestelar en una cápsula de último diseño y le ajustan una cámara portátil para que grabe todo. Viaja por lo que parece ser un agujero de gusano, un concepto einsteniano que implica un atajo en el espacio-tiempo para recorrer enormes distancias espaciales (valga la redundancia). Va a parar a lo que parece ser una playa, fuera de la cápsula. Pero allí parece estar dentro de una suerte de burbuja gelatinosa en cuya superficie interna trasluce el paisaje y una figura se acerca: es su padre. Vuelve en la cápsula sin que jamás se explique cómo entró ni cómo salió y cuando la recogen resulta que nunca abandonó el planeta. Su “viaje” duró aproximadamente 10 segundos.
Tiene que rendir cuentas de su historia en una comisión del Congreso, sin que, por supuesto, le crean. Es un increíble contrapunto del diálogo con el pastor y ella sólo puede decir: “pero yo lo viví”.
Sí, efectivamente, está la cámara, que cierra la película. En la última escena el diputado inquisidor recibe el informe de la grabación: 16 horas de ruido. La cámara congela la cara de asombro y “the end”.
¿Cachai? En unas dos horas el film nos pasea por todas las dimensiones de la experiencia humana (etaria, familiar, amorosa, política, científica, teológica) con imágenes. No hay ninguna perorata justificadora de las posiciones que se juegan: la patencia, o sea la prueba perceptual de lo que se afirma, y la evidencia, esto es, la certeza de experiencia por la intuición o vivencia interna. (Sí, eso es la evidencia en su sentido puro).
Vistas desde afuera, las experiencias del pastor y la protagonista caen en la disyuntiva “creer o no creer”, pero claro, el espectador ha sido testigo de la vivencia de ella. Licencias tramposas del cine que le permiten hacer patente lo no manifiesto. Que se agradecen, claro.
La charla con el padre dentro de la burbuja sintetiza lo transparente, porque no es manifiesto a nuestro esquema de percepción corporal: estamos inmersos en un espacio de percepción que habilita el mundo como lo configuramos, hecho de materia imaginaria (sí, materia, así la nombró un materialista como Castoriadis). Transparente, intangible, insípida, inodora e incolora. Estaba por decir inaudible pero la naturaleza de los sonidos es tal en esa materia perceptual que es la menos perceptible de esas configuraciones. (El mismo film inaugura con el sonido de señales de radio que se expanden al espacio exterior y son el tema omnipresente.)
Allí se sintetiza el espacio de percepción, desgranado de las prefiguraciones que derivan de las ciencias cognitivas en cuanto a que lo que vemos no es lo que es ahí afuera. Ya Jean Chateau habla del espacio imaginario en su Las fuentes de lo imaginario, y contemporáneamente Octave y Maud Mannoni hablaban de lo mismo desde el contexto psicoanalítico. Sartre, Lacan y otros (sí, Castoriadis entre ellos) se ocuparon de la imaginación. Así que la imagen de la burbuja sintetiza algo más que un recurso cinematográfico. Mucho más. Eso que quizá podría graficar lo que Silo expresó con la idea del espacio de representación.
Síntesis: el mundo es como lo veo. No es sólo que la imaginación modula lo que veo del mundo sino que soporta su misma existencia. Ni yo ni nadie puede afirmar cómo es el mundo que ve, ni si es. ¿Acaso no hablamos de estrellas que hace millones de años pueden haber desaparecido?
Las horas de ruido que grabó la cámara en el film, semejante a las señales de radio con las que ella había trabajado toda su vida y al ruido en la radio que se oye al comienzo del film, evocan el ruido de fondo del Universo, la radiación universal del origen. Pero son una prueba concreta, audible. Muestran un desfasaje enorme entre los pocos segundos percibidos por el personal de Cabo Cañaveral y las horas de ruido grabado. Son la prueba concreta de la divergencia entre la experiencia externa e interna. Y esto me hace acordar la teoría del desfasaje temporal cuántico de Garnier Malet.
El viaje no existió para todos los que presenciaron su frustración, pero sí para ella. Dios existía para el pastor en sus oraciones, pero no para ella.
Este dilema parecido al “ser o no ser” shakesperiano, en términos humanos normales, se reduce al estar o no estar. Si está ahí, creo; si no, no creo. Ese creer se da dentro de la burbuja, nos dice Sagan. Otra traspolación astrofísica: en un nivel, el planeta es una burbuja que condiciona nuestra percepción, pero lo dejo para otro día. Sabemos cómo son las cosas bajo nuestro cielo. Pero ese cielo cambia cuando transita el Sol por él y después, queda al descubierto. ¿Al descubierto? Si lo que vemos está a millones de años-luz ¿está ahí?
La imagen del mismo Universo es una burbuja que se contrae si aplicamos esa noción de distancia medida con tiempo, y todo eso, lo que se supone que es, se desvanece entonces, y este aquí se reduce a este ahora.
No es casualidad que Dios haya habitado los cielos hasta que los astrónomos lo desalojaron. Y bien que hicieron, porque no era más que una imagen. Ya antes del principio de nuestra era, el Buda corrió el telón y mostró los otros mundos (es bueno leer el Majjima Nikkaya). Después, Cristo pateó los íconos, algo para recordar porque los curas lo iconoficaron a él. Mahoma los barrió de los templos. O sea que nuestra era, pese a ser cristiana y teísta, destronó a Dios en imagen. Lo sacó de su trono celestial. Sin embargo, allí se mantuvo. Hasta que apareció Galileo que hizo cría y la existencia de Dios fue negada rotundamente. Porque no lo vemos. Tuvieron razón en abolir los íconos, porque no son lo que representan. Y confunden.
El alma, en consecuencia, tampoco existe ¿recuerdan el joven cirujano que en las tertulias de Villa Crespo afirmaba que el alma no existe porque después de abrir cientos de cuerpos nunca encontró una? (Vale la pena leer el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, otra novela pluridimensional atemporal). Bueno, allí está el alma con su “materia”, graficada en la escena comentada.
Es que la discusión pivotea en torno de la existencia (mejor no meterme con la esencia), que sí, sólo se prueba perceptualmente. O sea, si algo está ahí, es; si no, no es. Pero lo que define la cosa es el estar, el percibir externo.
En este punto Sagan pone el dedo en la crisis de nuestro tiempo, cuya clave está en el destronamiento de Dios y la entronización del inconciente por Freud. Esto, es, en la experiencia interna. Todo el siglo XX es un largo tránsito que aparentemente se corona en el subjetivismo posmoderno. No por nada entre las guerras mundiales el arte se libera con el cubismo de las ataduras de las formas perceptuales, que tímidamente había adelantado el impresionismo.
Como no es posible probar contra la experiencia personal y hay enorme cantidad de testimonios de experiencia interna a favor, no vale negar a Dios. Sí es posible negar su existencia porque no es posible afirmarla. Porque no está ahí. Está aquí.
¿Dónde es ese aquí? Adentro, en el corazón. Un Corazón que es mío y puede ser tuyo, que es lo mismo y no es igual, diverso para cada uno. Esto, claro está, podría ser una chicana de autor para saldar la discusión a favor diciendo que sí existe. NO. No lo es. Reitero: Dios no existe y es un error teológico. Toda la teología es una enorme construcción sin fundamento lógico porque no se puede convertir en objeto de la Lógica lo que no está sujeto a categorías, por su propia definición. Y ésta es una vieja discusión entre teólogos y místicos.
Es más, confirmo que Dios tampoco es, ni Uno (por más mayúscula que le pongan) ni Todo (cosa que se dice en el vano intento de abarcar el Universo en ese concepto).
Si algo puedo conceptualizar es que la vivencia de lo divino está en el centro de mi experiencia, tan adentro que se han perdido las referencias. Es un punto cuyo encuadre es el vacío que lo rodea, por eso no baila como cuando dibujo un punto en una hoja en blanco. Porque no es experiencia externa sino (una vez más) interna. El centro no tiene, desde sí, otra referencia que sí mismo, así que no compara, no mide, no se piensa. Nosotros, pobres humanos, podemos pensarlo y calcular. Pero ése no es el centro de la experiencia de cada uno. Porque al estar adentro no es perceptible más que en la vivencia del que lo siente. Y ese sentir es interno. De modo que tampoco puede nadie calcular nada sobre el centro de la experiencia. Ni siquiera el propio.
Esto de reducir al centro de la experiencia todas las discusiones sobre las existencias, no sólo la de Dios (lo escribo con mayúscula por una convención epocal, nada más), no sólo tiene utilidad en esta cuestión sino que es aplicable a toda experiencia humana. La presencia o ausencia de un centro en cada uno es lo que define cada destino. Porque, como dije, el centro es referencia. Porque cuando estoy emplazado en mi centro, no juzgo, simplemente observo. Todo baila a mi rededor y yo, no. Las cosas se mueven en torno a mí mientras estoy emplazado allí, en el centro. Cuando me corro del centro, bailo con ellas. Ellas son mi referencia, y no el centro. Sin embargo hablo de mí. Pues bien, hablo de la imagen o idea de mí que me formo a partir de la experiencia con las cosas. Por eso bailo con ellas. Ellas marcan con su ritmo, el mío; su tiempo es el mío. Cuando me emplazo como centro, eso cesa.
Desde el centro no hay diferencias humanas, esas que solemos hacer basados en la piel, creencias, etc. Porque para llegar al centro he tenido que reconocerme humano y en consecuencia, reconozco lo humano en el resto. Y ese centro no tiene porqué ser Dios, porque si es Dios no es el centro. Si pretendo que Dios sea el centro, hablo de su imagen, la idea que de Dios tengo. Por tanto, ni es dios ni es centro. Como toda imagen, se emplaza en la periferia perceptual, como en la burbuja del film.
Sí importa que lo humano sea mi centro porque está más acá de toda diferencia y eso lo habilita como centro. Carece de figura, color, cualidad perceptual. Se distingue por un registro interno, de ahí que siempre esté o pueda estar presente frente a cualquier variación externa. Por supuesto que esto coincide con las cosas que se han comentado de la experiencia de lo divino. Sí, bueno, cuestión de nombres. Más acá de mi piel está eso que comento, eso que llamo humano porque me define existencialmente, me pone en una región de los fenómenos que es distinta a la habitual. No es fenómeno por sí misma, no es perceptual. Pero cuando lo percibo en mí, lo alumbro en otros. Es otra dimensión, ajena a las diferencias perceptuales, reitero.
Por eso el centro es referencia sólo de sí mismo, porque cuando creo ver o percibir el centro, eso no es, (no está de más reiterar) es una imagen del centro que se ha corrido del registro y no puede ser referencia válida.
Ésto que afirmo es mi experiencia, que no puede valer más que la tuya porque sólo vale para mí. De modo que no puedo avanzar sobre tu experiencia pretendiendo justificar esa agresión en que la experiencia profunda es “superior” a nada. En tanto Centro y sólo punto de registro, no es más que referencia para mí. Tú tendrás la tuya, te lo deseo, y no tiene que ser lo divino. Simplemente, vivir sin referencia interna te convierte en un punto sin encuadre: bailas al ritmo del tiempo.
Y sí, ésa es la clave profunda del drama humano: tener referencia o no tenerla, esa es la cuestión. Y no importa cuál, alguna basta, que sea lo más interna y duradera posible. Si te intriga la región de lo profundo que Castoriadis llamó lo “Sin Fondo” y otros lo Sagrado, bienvenido. Pero no hacerlo no es condición para vivir una vida digna.
Digna quiere decir, compartiendo la dignidad de lo humano. Que sería respetar la experiencia ajena. Allí radica el principio de la no-violencia.
Bueno, no creo haberte estropeado (eso de espoilear es un anglicismo que no me gusta) el film y, si no lo viste, te aseguro que vale la pena aunque ya tengas una idea del argumento. Impacta y conmueve por sí mismo. No importa cuántas veces lo veas. Lo afirmo por experiencia.