28 de julio 2020. El Espectador
Gris. Tarde gris. Sin lluvia. Ni siquiera hay viento que lleve la contraria. Cada árbol parece un monólogo. Creo que el aire quedó así después de una semana en la que demasiadas cosas importantes recibieron amenazas, fuego amigo y disparos externos.
A las herramientas creadas para implementar la paz, cada día le dan más duro. Unos, porque forma parte de una aciaga cruzada, sombría y sistemática, dispuesta a arrasar con la esperanza; otros, porque los códigos del antes, en y después de la guerra, serán siempre inmensamente difíciles de construir y asimilar.
La democracia está enferma. La elección del presidente del Congreso, además de ser la crónica de una vergüenza anunciada, implica un alto riesgo, y para esto no hay más unidades de cuidado intensivo que la conciencia de la ciudadanía. El país –en pandemia y con el tema social vuelto añicos; la economía sumida en la incertidumbre; el espíritu de la posguerra vulnerable y vulnerado, y los territorios en la efervescencia de los asesinatos de líderes y firmantes de paz– deja el mando de la legislatura en manos del que dijo el innombrable, para allanarle el camino a lo que no nos puede pasar: el cuarto capítulo de la saga de la ultraderecha. Fatal.
Por otro lado, llevamos más de cuatro meses mirando a la familia, a los amigos, al mundo y al tiempo, desde una pantalla; o desde una carrera desbocada, hacia el aumento de la pobreza.
En medio de todo este grisor traumático y multilateral llega –como una tabla de salvación tallada en 154 páginas de experiencias, ilustraciones y conexiones cerebrales y emocionales– un libro delgadito, negro y amarillo, con un tachón rojo en la carátula. Y pienso que así estamos muchos de nosotros: tachados, para tratar de enmendar algunos de los tantos errores que hemos cometido; y librarnos de los que otros cometieron en nosotros, y durante años o instantes nos secuestraron la alegría.
“Pedir y recibir ayuda es el acto de valentía más contundente que podemos tomar de cara a la depresión”, dice Juan Carlos Rincón en su libro, bello y genuino, ilustrado por La Ché (Cecilia Ramos) y escrito por él.
“La depresión no existe” es una obra trazada en el corazón, desde la vivencia y los espejos rotos. Desde la urgencia de explicar que no se trata de comparar desolaciones, a ver quién gana el campeonato de “la persona más triste del mundo”, porque esto sería tan inútil como abrir esa ventana que da contra un muro de cemento.
Es un libro de amor y resistencia, para aprender a no juzgar, a saber que lo invisible sí existe, y que no podemos seguir con la asignatura de empatía, tan borrosa y pendiente, en nuestras escuelas y en el alma.
“La depresión no existe” es un libro sobre el valor, la soledad no buscada y los diálogos que, sin quererlo, causan daño; los consuelos que matan, la reconciliación con nosotros mismos, y la humildad propia y ajena, imprescindible para enfrentar la vida.
Es un libro que, de verdad, puede evitar naufragios; y eso es mucho decir, en un país en el que se suicidan seis personas al día; y en el mundo, uno cada 40 segundos. Ochocientos mil suicidios al año y 16 millones de intentos de quitarse la vida, son un devastador triunfo de la tristeza y un evidente problema de salud pública.
“La depresión no existe”, un libro que nos ayuda a ser ese viento que no niega el dolor; y sabe cómo dar la mano a quien más amamos, a quien nos busca o a quien intuimos, y que pueda estar bien, ahí, al otro lado de la tormenta, a este lado del refugio.