RELATO
Artículo 32: El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica. La ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos.
En Florencia la primavera es luminosa. Durante el invierno, la ciudad toscana vive presa de la maldición de unas tinieblas que condenan su belleza a una irritante e imbatible oscuridad. Mas sin tardar, en torno al 21 de marzo, el hechizo se rompe con el repentino soplo de una brisa fresca. Se disipa la negrura y se abren los cielos, como si de la alegoría de Botticelli hubieran escapado ninfas para preparar su fiesta. Las calles, los puentes, el Arno, las colinas circundantes, las poquísimas avenidas, los mercados, las plazas y los puestos ambulantes se iluminan, al igual que los ojos, los oídos, las bocas, las narices y las yemas de los dedos de habitantes y visitantes, extranjeros, italianos o pobladores de otros mundos se transfiguran. Toda Florencia se hace otra. Las dos torres, la de la Signoria y la de la catedral, dejan de parecerse de cerca y lejos a las de la batalla por la Tierra Media. Los mármoles del Duomo, Santa Croce y Santa María Novella resplandecen con brillos rosáceos, verduzcos y amarfilados, vigilados desde lo alto por San Miniato al Monte. Las heladerías se repueblan, botellas de Chianti se descorchan a cada minuto y el tránsito urbano se colorea, por fin, abandonando el gris y revistiéndose de tonos alegres y desenfadados.
Elsa y Valero habían llegado a Florencia casi al mismo tiempo, quizás un poco antes él. Ella era restauradora y había obtenido un contrato temporal para formar parte del equipo que limpiaba obras escultóricas del cinquecento en la Galería de los Uffizi. Él era empresario y se había trasladado a Florencia a principios de año para abrir allí una tienda de la marca de ropa que desde hacía diez vendía por toda Europa. Elsa vivía en Piazza San Marco, en el número 10, en un primero antiguo y con jardín interior del que había hecho su hogar con facilidad y alegría. Valero, justo un poco más allá y en la contigua Piazza dell´Annunziata, había alquilado un apartamento reformado y de diseño, con calidades de semilujo en el ático de un palacio. Desde su casa se veía la basílica reconstruida por Michelozzo y la estatua ecuestre de Fernando I lo saludaba al abrir la ventana. Ambos se despertaban cada mañana oyendo música de campanas y piar de pájaros. Elsa estaba casada. Valero no.
Se conocieron, como ocurre a veces, de la manera más casual, comprando pan para desayunar, ella, y vino para cenar, él, en un supermercado de la via Ricasoli, medianera entre sus dos plazas. La pequeña cola que se formaba cada tarde para pagar, antes del cierre, los hizo coincidir. Siguiéndose el paso tras los turistas, que alojados en Bed and Breakfast circundantes se proveían de bresaola, queso, pan de molde y agua mineral, Elsa y Valero llegaron a la caja al mismo tiempo. Se sonrieron como si se hubieran visto por allí a menudo. Cuando se vive en el extranjero hay sitios que se hacen tan familiares, las tiendas habituales o los bares frecuentados, que invitan a tratar a quien se encuentra en ellos con una confianza no otorgada. Él quiso que ella pasara primero.
–Per favore. È solo pane –dijo Valero en su siempre improvisado italiano.
–Y usted solo lleva vino, no se preocupe –replicó Elsa resuelta y sin traducirse. Hablaba algo de la lengua de Dante, pero se resistía a dejar el español.
–¿Andaluza? –preguntó Valero, a quien el acento de Elsa le recordó al de alguna novia amortizada y perdida en la larga secuencia de su historial.
Elsa era sevillana de madre y cordobesa de padre. Desde hacía tiempo residía en Málaga, donde la apertura de nuevos museos había consolidado al fin su difícil carrera profesional. Valero era originario de Santander. Vivía en Barcelona, por sus negocios, pero en realidad lo hacía en ningún lugar y en todos. Llevaba años transitando de una ciudad del continente a otra, abriendo tiendas de Valero & Co.
–¿Es tuya esa cadena? ¡Vaya! –se sorprendió Elsa. Me encantan tus diseños. ¡Enhorabuena!¿Y ese es tu nombre?¿De dónde viene? –quiso saber. Nunca lo había oído.
–Es el nombre que me pusieron, bueno, no mis padres, sino el funcionario del registro civil cuando dejó una errata al escribir Valerio, que era el de mi abuelo. A mi padre le sentó fatal, pero a mi madre le gustó y, como mandaba ella, ya nadie hizo por cambiármelo. ¿Y el tuyo? Muy andaluz no es. ¿De dónde viene? ¿Del reino del hielo?
–¡Qué dices! –sonrió Elsa divertida.
–Es que ese pelo rubio te delata, te falta la trenza –se mofó Valero–. Y tienes los mismos ojos saltones de la muñeca… Ya notaba yo que el invierno estaba siendo demasiado largo aquí. ¿No tendrías tú algo que ver con eso?
–¡Venga ya! –se sonrojó Elsa. No era la primera broma que le hacían con el personaje de Frozen, pero sí la primera que le hacía gracia.
Valero, notando el efecto que hacían sus lisonjas, se envalentonó.
–Venga, dime la verdad. Seguro que los cubatas te los enfrías de un vistazo.
–Sí –respondió Elsa, rompiendo a reír–. Y con mis superpoderes congelo a los graciosos con nombre de establecimiento, así que ten cuidado.
Ambos reían. Se miraban como si se reconocieran en el presente desde algún pasado que no lograban reconstruir. Finalmente bajaron la vista y la desviaron. Elsa pagó el pan y esperó a que a Valero le dieran la vuelta del vino. Fuera, en la via Ricasoli, los visitantes que cada día formaban fila en la puerta de la Galería de la Academia para ver el David de Miguel Ángel ya se habían dispersado. Las campanas de la catedral avisaron: las ocho. Valero hubiera querido invitar a Elsa a acompañarlo en su solitaria cena casera. Le gustaba cocinar, para él y para otros. Pero el anillo en la mano derecha de ella frenó el deseo. A Elsa le hubiera encantado alargar aquella conversación. Tenía facilidad para las personas, un don para hacer nuevos amigos. Pero casi todas las tardes en torno a esa hora se veía por videollamada con su marido, desplazado como ingeniero a Emiratos por una importante obra. Se despidieron, hasta pronto, sin intercambiar señas ni números de teléfono, nada. Los campanarios de San Marco y de l´Annunziata cesaron en su replique para callar hasta la nona. Florencia se recogía. Cada uno se fue hacia un lado.
***
Todo lo que sucedió después fue tan azaroso como evitable. Frente al azar poco puede hacerse, pero una vez que este actúa nadie deja de ser libre para elegir cómo afrontar sus consecuencias. Elsa y Valero se habían conocido y su encuentro había sido intrascendente. Pero habían reído juntos con la excusa de sus nombres y eso había removido en ellos la ignota energía, esa que el turco Sabahattin Ali llamara “alma” en Madona con Abrigo de Piel y que diera a Raif Efendi, su personaje central, un sentido de vida y muerte. Desvelada con el eco de las risas, solo hizo falta que esa tenue onda magnética condujera los pasos de ambos hacia una misma esquina.
Fue la mañana del sábado de aquella misma semana. Dieron de bruces el uno con el otro en el cruce de la via degli Afani con la dei Servi. Ella se dirigía a las taquillas del teatro La Pergola. Esa tarde había un concierto, un cuarteto de cuerda del que sus colegas del taller de restauración le habían hablado muy bien. Él se encaminaba a visitar, después de varios meses en Florencia, la Galería de los Uffizi. Se había hecho un propósito, pues a menudo el tiempo en las ciudades se le iba en los negocios y las abandonaba sin haberlas visto a fondo. En Florencia eso no le podía pasar.
–Pero, ¿has reservado? –preguntó Elsa divertida cuando Valero le comentó su plan. Ir a los Uffizi sin entrada previa podía suponer, un día normal, tres horas de espera. Hacerlo un sábado era una misión para valientes.
–¿Cómo? –Valero no sabía de qué le hablaba. Reservar le sonaba a restaurante y a hotel de vacaciones, desde luego no a museo.
Elsa se echó a reír y la risa, de nuevo, abrió otra grieta. La extraña energía tomó fuerza, ocupando con firmeza un hueco inescrutado entre sus emociones. Ella se ofreció a acompañarlo. Entrarían en los Uffizi sin coste y sin colas. Lo guiaría por aquel recorrido infinito, compuesto por decenas de salas contiguas y galerías superpuestas. Le enseñaría lo más conocido, lo más publicitado, lo más valioso y también las obras que casi pasaban desapercibidas, pero que para ella eran auténticas maravillas, tanto más por poder ser admiradas casi en soledad. Valero aceptó, pero como condición le exigió que lo dejase invitarla a almorzar. La introduciría en la mejor gastronomía toscana, lejos de las estereotipadas Osterie del centro y de los menús para turistas confeccionados sin pasión. Después iría con ella al concierto, pues a pesar del tiempo que ya llevaba en el apartamento de l´Annunziata, todavía no sabía que tenía aquel teatro a un tiro de piedra.
Ese día fue el principio de una gran amistad. Y si para que surgiese hicieron falta aquellas dos azarosas coincidencias, a partir de ahí, ninguna más hizo falta. Estaban solos en Florencia. Eran españoles. Se caían bien. Enrique, el marido de Elsa, estaba lejos. Valero no tenía a nadie. Desde aquel sábado se buscaban, conducidos por aquella energía muda, para pasear y tomar algo juntos, como lo más natural. Hablaban de cosas vacuas, de otras que no lo eran tanto, pero jamás de alguna seria. Hacían bromas, de continuo. Algunas tardes iban a tomar el aperitivo al borgo la Croce y otras, si les daba pereza caminar hasta allí, paraban en un bar de la Annunziata donde dejaban sacar fuera las sillas y las cervezas. Se trataban como camaradas y la suya era una amistad de película, pero sin romance, al modo de la de Rick Blaine y el capitán Louis Renault en Casablanca. A veces, sin embargo, la energía susurraba, los cogía desprevenidos y se desplegaba entre ellos de forma sutil. Sin que se dieran cuenta, el guion de sus encuentros se trastocaba y los obligaba a retroceder, dejando que pasaran dos o tres días antes de volver a verse. Cuando tal cosa ocurría, los espíritus rotos del mismo Rick Blainey de la bella Ilsa Lundse instalaban en ellos y entre ambos el de ese Víctor Lazlo malagueño que algún día reaparecería para reclamar a su esposa. A Bogart y Bergman siempre les quedaría París, a ellos siempre Florencia. Pero eso solo sucedía a veces. Las otras veces, no.
***
Un mediodía de domingo la energía acechante dio un firme paso hacia fuera. Degustaban un vino siciliano y unos crostini en un café de Piazza Santo Spirito, frente a la iglesia. Hacía calor. Unos niños jugaban con pistolas de agua. Elsa se había vestido de verano. Valero hacía por no mirarla demasiado fijamente, pero Elsa estaba radiante y le era muy difícil resistirse a hacerlo.
–Lo estarás pasando mal con estas temperaturas, reina del hielo –le dijo por fin para aliviarse–. Pero veo que no te derrites. Muy corta esa falda. ¿Qué pensaría de ti tu marido si te viera vestida así?
Elsa saltó al instante. O fue la energía, avanzando, la que la hizo saltar.
–Pues que le encantan mis piernas –respondió.
Valero notó una punzada en el estómago. No se esperaba esa contestación.
–No te pega estar casada –se atrevió a decirle.
–¿Por qué no me pega? –respondió ella–. Todas las princesas Disney se casan.
–Todas menos Elsa –puntualizó Valero.
No tuvo más remedio que quedarse callada. Era verdad. La reina de Arendelle no tenía ni novio. Valero tomó impulso.
–El matrimonio es el fin del amor –soltó para provocarla.
–¿Y qué sabrás tú del matrimonio, don fundador y presidente honorario de solteros sin fronteras? –se burló ella.
–Mucho –afirmó él intentando mantenerse serio.
Valero había estudiado Derecho. Hubiera querido ser escritor, solía tomar notas en folios sueltos y componía pequeños relatos, alguno había leído Elsa, pero al terminar la carrera con brillantes notas saltó a un máster en finanzas y de ahí al mundo de la empresa. Nunca había ejercido como abogado. Recordaba, eso sí, gran parte de la Constitución por haberla memorizado para los exámenes.“El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica. La ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos”, recitó. El matrimonio estaba en la Constitución, y era un derecho, pero se resolvía en el Código Civil con una trama de obligaciones. No era más que un contrato, expuso Valero ante la actitud interesada de Elsa, un orden del patrimonio, una cuestión de seguridad jurídica innecesaria para el amor.
–Eso es lo que le da valor, amigo, que no es necesario. Yo no me casé con Enrique por obligación o necesidad como tenían que hacer las mujeres en otros tiempos, sino porque quise.
–Venga, reina del hielo… confiesa que lo hiciste por el vestido. Te imagino con una trenza rubia y un traje blanco, como el de Cenicienta al final de la película, yendo del brazo de tu padre al altar mientras un coro canta gregoriano.
–¿Ahora soy Cenicienta? –se burló Elsa.
–Eres todas las princesas –dijo él.
Se hizo un silencio.
–Se equivoca, míster leyes. Nada de gregoriano –intervino Elsa.
–¿Violines?
–Nos casamos por lo civil. El matrimonio no es patrimonio de las religiones. Tanta Constitución, tanta Constitución y te has quedado anclado en la época de Franco, cuando solo había bodas por la Iglesia y todo estaba mezclado: creencias, familia, hijos, dinero, amor…
–Amor no, contrato –la corrigió Valero, deseando oírla replicar.
–Amor y te callas –protestó Elsa–. ¿Por qué crees que los gays y las lesbianas han luchado tanto por conseguir el derecho al matrimonio? ¿No tendrá algo que ver con el amor?
–¿No tendrá algo que ver con la declaración de la renta? –cuestionó Valero aguantando la risa–. Sale mejor si la haces conjunta. ¿Vuestro asesor fiscal no os lo ha explicado? Las parejas de hecho pagan mucho más. Eso sí es amor, lo otro es un contrato.
Elsa le tiró la servilleta encima. Había intentado mantenerse seria, pero acabó por rendirse. Rieron y la energía invisible afianzó los lazos que hilaba e hilaba. Tiraba de ambos, sin que lo notaran, cada vez con mayor potencia.
Elsa quería a Enrique, mucho y muy de veras. Había sido su novio desde los veinticuatro años. Se habían casado a los treinta y tres de ella, treinta y ocho de él. Y había sido, prácticamente, su único amante. Le gustaba. Era un hombre fuerte y bueno. La trataba bien, se entendían. Lo echaba de menos. De vez en cuando, en el taller, mientras limpiaba con instrumental de restauración alguna de aquellas esculturas atléticas, imitaciones renacentistas del arte grecorromano, jugaba con el recuerdo del cuerpo de su marido. En esas ensoñaciones lo deseaba ardientemente. Contaba el tiempo que faltaba para que llegara a Florencia, en verano, cuando él pudiera coger vacaciones. Aquel periodo de separación, Enrique en Emiratos y ella en Italia, daba solidez a su compromiso. En cuanto volvieran a Málaga se pondrían manos a la obra, a buscar niños. Lo tenían muy hablado. Elsa ya había dejado de tomar la píldora, era el momento. En otra época casarse la hubiera obligado a abandonar su carrera profesional para convertirse en madre de inmediato. Por suerte, ni Enrique había esperado eso de ella ni ella hubiera elegido a un hombre con esa mentalidad. La igualdad en los matrimonios no se daba siempre, por más que lo proclamaran las leyes, y muchos eran infelices, en eso Valero tenía razón. Pero en su caso había amor, igualdad, respeto y contrato, todo. Elsa no podía pedir más, así lo creía.
A Valero el matrimonio siempre le había parecido un error. Sus estudios de Derecho se lo habían desmitificado, no veía romanticismo alguno en una boda, solo una industria muy lucrativa. También le era difícil consolidar una relación con tantos cambios de residencia. Quizás nunca había querido a nadie lo suficiente o quizás sí, pero “casarse no es obligatorio” y era lo que solía contestar cuando alguien le preguntaba por qué seguía soltero. Y en eso Elsa tenía razón: los cambios legales, desde el 78 hasta sus días, habían hecho del estar casado una forma diferente de libertad. Debía admitirlo. Era posible que una boda no fuera el fin del amor, aunque siguiera siendo un negocio. Pero a Elsa no se lo pensaba reconocer. Valero albergaba una esperanza, muy pequeña, pero al fin y al cabo una esperanza.
***
El tiempo pasó en Florencia y la primavera empezó a anunciar el verano cada vez con temperaturas más despiadadas y un implacable castigo del sol. Enrique iba a llegar en breve. Valero se tenía que ir. La tienda que había abierto en el borgo San Jacopo, allá en Oltrarno, ya iba sola. Los empleados cumplían los protocolos corporativos y las ventas iban mejor que bien. No hacía falta su presencia allí. Un nuevo proyecto, un nuevo local, lo llevaba a la vetusta y bohemia Berlín, pasando antes por unas vacaciones en Ibiza. Se iría en un par de semanas.
Elsa, por su parte, esperaba a Enrique con cierta desgana. Se había acostumbrado a vivir sola en su acogedora casa de Piazza San Marco y le costaba hacerse a la idea de verlo allí. En Málaga tenían su hogar común, pero el de Florencia se había hecho demasiado suyo, le pesaba tener que compartirlo. Confiaba en que esas emociones cambiaran una vez lo tuviera allí, pero se había habituado a estar sin él y no conseguía echarlo en falta.
Unos días antes de irse, Valero se armó de valor para invitar a Elsa a cenar en su apartamento de l´Annunziata.
–Pero no te hagas ilusiones, majestad del on the rocks, solo voy a cocinar para ti, no esperes nada más. Ya sabes que me reservo para el matrimonio.
–¡Idiota! –le dijo ella. Los dos se rieron.
Elsa aceptó, pero propuso ser parte activa. Si él ponía el arte culinario, ella pondría la casa. Tenía una buena cocina, le aseguró, y podrían cenar en el pequeño jardín, le hacía ilusión que Valero lo viera. Chocaron manos, trato, y se repartieron las compras: él comida y vino, ella cervezas, aperitivos y una serie de especias que Valero le indicó.
Fue una noche serena, de luna creciente y brisa liviana. Elsa iluminó el jardín sin estridencias, con la sencilla luz de la bombilla de la puerta que le daba entrada y con la que salía desde el salón de la casa. Valero preparó una deliciosa receta de pasta. En aquellos meses en Italia, Elsa no había probado nada igual. Era de poco comer, pero se terminó el plato que él le había servido y luego repitió. Abrieron tres botellas de Chianti y una cuarta de un vino del Trentino. Charlaron hasta bien entrada la madrugada. Repasaron todos los paseos y visitas que habían hecho juntos, “¿te acuerdas de…”, todas las tascas y restaurantes a los que habían ido. Y en un momento de la velada, la energía volvió a tirar una flecha.
–Deberías pensártelo, artista –dijo Valero.
–¿El qué? –preguntó Elsa.
–Lo del divorcio.
–¡Anda ya! –rio ella.
–¿Una única vida y un único matrimonio? Estás pasada de moda. En Estados Unidos no se es nadie si uno no se ha divorciado al menos una vez.
–Por suerte vivo en Europa –recogió el guante Elsa–, la cuna de la civilización.
–Venga, que luego puedes volverte a casar, tontilla, incluso con el mismo Y te perdiste lo del vestido. ¿Qué tipo de princesa eres tú?
–¡Déjalo ya, pelmazo!
Rieron. Se miraron. Se oyó un ruido en las enredaderas.
–Lagartijas –dijo Elsa.
–¿De las que hablan o de las normales, muñeca Disney?
–De las que se comen a los bichos como tú.
Y cambiaron de tema.
Llegada la hora que no calcularon, se despidieron en la puerta del apartamento de Elsa con un amistoso abrazo. Ella le dio las gracias por la cena y él por recibirlo, precioso jardín. Aún quedaban unos días para que Valero se fuera, antes de eso se llamarían para un aperitivo, pasado mañana o el otro.
***
A la mañana siguiente Elsa despertó con cierta resaca. Le pareció que la luz de su casa florentina había cambiado, que las estancias eran mucho más amplias de lo que hasta entonces habían sido y que un rumor inaudito recorría el techo y los muros, entrando desde el jardín. Mientras desayunaba miró hacia la cocina, los cacharros de la cena por limpiar apilados en orden. Sonrió. Luego salió al patio, le dio al riego, y se quedó unos minutos mirando la mesa y las sillas vacías. Se vistió y se fue al trabajo. Sentía diferente, era innegable. Pensaba en Valero con una nostalgia anticipada que era distinta de la del echar de menos. El abrazo de él se le había quedado pegado y una emoción alojada en un lugar nunca habitado hasta entonces.
Pero no lo supo hasta bien entrada la tarde, en el taller, al repasar con un trapo el cuerpo esculpido de un general romano. La misma rutina, repetida cientos de veces, le vino acompañada de una fantasía, pero no de la habitual. Tocaba un cuerpo nuevo, uno que solo había intuido hacía unas horas y que por fin deseaba con vehemencia. La energía silente había estallado. Desde aquel lugar recóndito en el que había estado agazapada, había emergido en raudal y le había puesto a Elsa el alma viva en las manos, esa alma que todo ser humano tiene y pocos conocen, esa que solo aparece cuando encuentra a su gemela y entonces, como contara Sabahattin Ali, “da un paso al frente sin consultarnos, ni a nosotros, ni a nuestra razón, ni a nuestros planes”.
Al salir del trabajo, Elsa se fue directa a l´Annunziata. Llamó al telefonillo de Valero, pero nadie contestó. Lo intentó con el móvil, tampoco dio con él. Le envió un mensaje: “estoy en el café de tu plaza con una cerveza”. Lo esperó durante una hora y dos cañas. No recibió respuesta. Volvió a llamar, fuera de servicio. Se resignó. Lo localizaría después o él le devolvería la llamada. Dirigió sus pasos hacia San Marco, mirando a todos lados cada uno y volviéndose cada dos, por si él aparecía o se cruzaba por la otra acera. En tres minutos ya estaba dentro del portal y, al encender la luz de la escalera, vio que en su buzón había un sobre grande. Lo cogió. Estaba sin franquear. Recordó levemente haberlo visto allí esa mañana al salir. La dulce resaca del vino, cierta embriaguez de emociones y la prisa por la hora tardía le habían impedido reparar en él.
Nada más cerrar la puerta del apartamento, Elsa abrió el sobre, nerviosa. Tenía una intuición gozosa y funesta. Debía ser de Valero. Y lo era. Sacó de dentro un juego de unos diez folios, arrancados de un cuaderno y escritos a mano. Reconoció la letra, una dedicatoria: a la Reina del Hielo. Un título, subrayado, se leía justo encima: Primeras Nupcias. Y el texto comenzaba así: “En Florencia la primavera es luminosa. Durante el invierno, la ciudad toscana vive presa de la maldición de unas tinieblas que condenan su belleza a una irritante e imbatible oscuridad. Mas sin tardar, en torno al 21 de marzo, el hechizo se rompe con el repentino soplo de una brisa fresca…
Florencia, abril de 2018