Por Nacho Levy
Ayer, volviendo de la redacción, pasé por el Anticuario de San Telmo y me asomé para pispear una muñequita de la Chilindrina que me había pedido mi niña, en una casa de juguetes usados, donde formaban la fila cuatro personas con bolsas que se dejaban ver: ninguna para comprar, todas para vender.
«A fin de año, serán pobres 9 de cada 10 niños en las asambleas de La Poderosa», dice Unicef.
«Unos 300 mil ingresarán al trabajo infantil», dicen la Cepal y la OIT.
Y sí, che, al principio decíamos que «la pandemia vino a desnudar la desigualdad», pero no, al final no, vino a incrementarla salvajemente, naturalizando este modelo educativo virtual, sin conectividad, ni luz, ni cuadernillos, ni nada: la ciberescuela de los pobres está cerrada. Y no, seguramente no habrá tiempo de volver a detener el planeta para que los «menos pudientes» recuperen las clases que ahora mismo están teniendo los «más pudientes», cómo no, cada vez más y más, sobre quienes cada vez menos y menos. Pues cursando ya el cuarto mes de cuarentena, la falta de respuestas a la brutal desescolarización que viene arrasando con las infancias clandestinizadas de los barrios populares, no sólo duele, no sólo indigna, no sólo enoja. También deja miles de pibitos afuera de la escuela obligatoria y adentro del mercado laboral, ésos que ya no pueden seguir compartiendo el celu de mamá con 8 hermanitos para bajar sus tareas, «una horita cada uno», porque hace rato que literalmente se morfaron los datos. Y se quedaron con hambre. También arroja cientos de nenitas a calles oscuras, que van burlando el aislamiento y esquivando los femicidios durante interminables cuadras, para poder copiar a mano los deberes en la casa de alguna amiguita, rezando que algún docente con fuerza de voluntad logre romper el círculo que perpetúa la precariedad. También aplasta miles de futuros bajo el tetris humano del aislhacinamiento. También tolera compañeritos chaqueños de 6 y 7 años, consumiendo nafta y poxirrán, en las esquinas de Castelli. También tira compañeritas entrerrianas a la basura del Volcadero, donde la hilera para buscar algo de morfar o algo que reciclar, ahora incluye a los hijos que nadie tiene dónde dejar. Pero también vomita golosinas vencidas por acá, en el estómago del porteñismo ególatra que gobierna la grilla, a espaldas de la villa y de sí mismo, mientras el periodismo celebra la situación «controlada» en los barrios donde la educación continúa intubada, en la terapia intensiva del derecho y la dignidad.
Acá todos tienen un techo, es la falta de conectividad.