En el periodismo político está permitido especular sobre el futuro de las naciones y sus gobiernos, como también sobre las razones y consecuencias de sus convulsiones sociales. A esta altura del gobierno de Sebastián Piñera no es exagerado decir que éste le deberá siempre a la pandemia del coronavirus su continuidad en La Moneda después de aquella rebelión popular explosiva y multifacética iniciada en 18 de octubre del año pasado.
La epidemia de Covid 19 se hizo presente en marzo de este año cuando el estallido social iniciaba una segunda fase de protestas destinada a abatir no solo al Ejecutivo sino a todo el sistema institucional y económico chileno. A la fecha, ya estaban en entredicho la Constitución Política, el Poder Legislativo, la administración de la Justicia, como de prácticamente todas las instituciones del Estado. Además del desprestigio que afectaba a los partidos políticos, los tribunales de Justicia y al conjunto de las entidades previsionales, de la salud y educación.
De esta forma, y para evitar el consecuente desenlace, es que la clase política se obligó a convenir una solución que urgentemente pusiera a Chile en el camino de definir una nueva Carta Fundamental y aprobar un conjunto de leyes que acabaran con las agraviantes inequidades sociales. Que pusieran término, también, a la corrupción desembozada de los más altos “servidores” públicos, especialmente los parlamentarios, las autoridades municipales como de las altas jerarquías de la Defensa Nacional y policías.
Desde fuera de Chile costó asumir la descomposición política y económica del país y menos, todavía, entender que las movilizaciones se hicieran tan radicales en la que se suponía era una nación democrática y emergente. Recién ahora todos concluyen que lo que prevalecía en el país era un acentuado autoritarismo, un régimen ultra capitalista, la más escandalosa concentración de la riqueza y discriminaciones de toda índole. Esto es, un régimen tutelado por la misma Constitución de Pinochet y en el que se habían sacralizado las prácticas e impunidades de los grandes empresarios y de las FFAA, y en que el derecho a la educación, a la salud y el trabajo digno eran sistemáticamente conculcados.
Acosada nuestra población con la irrupción del Coronavirus, es que en estos meses se han ido ejecutando drásticas medidas restrictivas que prácticamente tienen bajo un verdadero confinamiento domiciliario a más de la mitad de la población, además de estar bajo la amenaza de una serie de normas y decretos de un “Estado de Catástrofe”, que le da poder a las autoridades para detener, encarcelar y condenar con desmedidas sanciones pecuniarias y de privación de libertad a quienes infrinjan las medidas sanitarias que, hasta aquí, no logran avances sustantivos en la detención de la epidemia.
Contrariamente a lo que se predijo, hoy se comprueba lo que advirtieron no pocos especialistas en cuanto a que las obligadas cuarentenas no serían la mejor solución para nuestro país y que el virus podría propagarse aun más por las condiciones de pobreza y hacinamiento en que vive parte importante de la población. Situación de atraso y miseria que el Ministro de Salud ni siquiera sospechaba cuando adoptó éstas y otras medidas en nombre del Presidente de la República. Tal como lo reconociera poco tiempo después cuando las cifras de infectados y muertes se elevaron drásticamente justamente en las comunas y barrios más pobres de la Capital.
Tanto así que estamos entre las naciones del mundo con peor desempeño en la materia, además de provocar la masiva desocupación y la irrupción del hambre en cientos de miles de chilenos que de la noche a la mañana lo han perdido todo y están obligados a enfrentar uno de los inviernos más severos de nuestra historia. En la negativa del Estado, para colmo, de una ayuda digna y eficiente que justifique su encierro y pérdida de libertad. Víctimas, todos, de un régimen mezquino y cicatero, que prefiere seguir destinando ingentes recursos a los militares y a las policías; en el temor, seguramente, que el estallido social vuelva a reeditarse todavía con más fuerza después de estos meses de tanta ineptitud y falta de escrúpulos de los gobernantes.
Millones de chilenos que se sienten especialmente atropellados por la forma en que las grandes empresas siguen pisoteando los derechos de los trabajadores con la complicidad de los poderes del Estado y de todas las “instituciones que ya no funcionan”, como se reconoce ampliamente. Salvo las contadas excepciones de aquellos jueces que han entrado en rebeldía con el llamado Estado de Derecho y que reaccionan contra la voracidad manifiesta de la banca, las grandes tiendas comerciales y de aquellos políticos cuya insensibilidad explica su denodada resistencia, incluso, a disminuir sus ingresos y escandalosos privilegios.
De esta forma es que hoy, si todavía algunos abogan por prolongar la vigencia de la Carta Fundamental, hasta la Presidenta del Senado, varios de sus colegas legisladores y algunos miembros del propio Tribunal Constitucional vienen desahuciando su legitimidad y normativas, propiciando que lo más rápidamente posible se lleve a cabo un plebiscito que promete, sí o sí, el reemplazo de la Constitución por un texto que sea definido mediante una asamblea popular ad hoc, en que se excluya la participación de los actuales legisladores como del Ejecutivo.
Salvo algunas cúpulas políticas de ultraderecha y de los otrora concertacionistas se atreven todavía a sugerir la postergación o modificación del itinerario institucional pospuesto unos meses por la Pandemia. En la idea, como coinciden, de que sea el actual Congreso o miembros de éste los que se ocupen de esta tarea, para lo cual se proponen darle aire al gobierno de Piñera, mayores atribuciones y armas a las policías y militares hoy desplegados por todo el territorio nacional a fin de vigilar y “disuadir” al pueblo. Incluso en la Araucanía, donde los tambores de la insurgencia mapuche vuelven a retumbar con fuerza contra de los empresarios enseñoreados en sus ancestrales tierras.
Apenas cedan las restricciones que hoy pesan dramáticamente en los hogares de los más pobres y de la llamada clase media lo que vendrá no será solo una demanda por una nueva Constitución, sino por un conjunto igualmente explosivo de demandas que se propongan recuperar el empleo, exigir justas remuneraciones y pensiones, echando abajo a las AFP, el sistema de isapres, como esas entidades más emblemáticas que provocan el estado de malestar del país.
En estas últimas semanas, la fecha del natalicio de Salvador Allende ha ocasionado toda suerte de homenajes y reminiscencias a lo largo de Chile en muy diversas y valerosas expresiones. A ello se suma la creciente rabia por la suerte de miles de chilenos que no debieron fallecer por efecto del Covid 19 y los rezagos del sistema sanitario chileno. Todo esto, sumado a la cada vez más deteriorada imagen de Piñera y de su decreciente séquito de empresarios y esbirros políticos, nos permite especular con mucho fundamento y optimismo que Chile vivirá momentos difíciles y complejos. Aunque inevitables si esperamos un futuro más justo.
Porque ya no se resiste tanta injusticia social e insolvencia política. Tampoco el dolor que hoy padecen tantas familias y deudos deseosos de cobrarle la cuenta a los abusos, a los dirigentes políticos, como a las corruptas cúpulas empresariales que los digitan. Acostumbrados en Chile a comprar las leyes, burlarse de los consumidores y vulnerar los Derechos Humanos de la población. Incluso en tiempos de pandemia.