A pesar de todo lo que dicen, el mundo debe estar agradecido que sujetos como Donald Trump y Jair Bolsonaro no tengan tapujos para expresar lo que piensan. Es cierto que cada uno de sus cotidianos despropósitos hiere la sensibilidad de millones de personas, pero especialmente agreden a aquellos que están sufriendo los horrores de la pandemia, las guerras y conflictos sociales. No se puede negar que sus respectivos triunfos electorales están avalados por el voto ciudadano que no quiso tomar en cuenta los riesgos que implicaba elegirlos como mandatarios. Seguramente fueron apoyados en rechazo a las malas experiencias anteriores y otros fenómenos como el desempleo y la corrupción de las clases políticas.
Es sabido que este tipo de monstruos surge justamente del desencanto y la búsqueda de “salvadores” que muchas veces provocan más desgracias para los pueblos. De consuelo, puede servir ahora que es muy poco probable que ambos puedan continuar mucho tiempo más en la política, aunque todavía pueden llegar a causar otros graves trastornos.
Pero sin compararlos con estos verdaderos malhechores políticos no podemos sino reconocer que es la credibilidad de casi todos los gobernantes la que ahora está en entredicho. Ni siquiera los jefes de estado europeos, que por décadas son los que han gozado de mayor competencia, han escapado durante esta pandemia a las críticas y a las dudas expresadas por sus parlamentos, la prensa y el sentimiento popular. De esta forma es que gobiernos de Francia, España y otros países muy difícilmente podrán sortear los cambios que ya les son exigidos abiertamente. Es por esto que ya han caído varios ministros de salud, cuando no es el conjunto de los jefes de estado y gabinetes los que están en la cuerda floja.
A las cifras de infectados y decesos ya no hay quien les dé crédito. La misma Organización Mundial de la Salud (OMS) ha sido acusada reiteradamente de ocultar la verdadera realidad del COVID 19 y de estar coludida con algunos regímenes a fin de alterar las cifras y promover ciertas soluciones. Sabemos que cuando exista una vacuna o un fármaco que se demuestre efectivo para frenar el mal, vendrá una presión enorme por controlar la OMS y a las institucionalidades sanitarias de todos los países. Ya todos sabemos que entre las entidades más corruptas del mundo están los grandes laboratorios y los millonarios recursos que disponen para influir en las decisiones gubernamentales. Ciertamente, promete ser feroz la guerra que se avecina entre los países más ricos y hegemónicos que estarán en posición de venderle a todo el mundo la mitigación de esta nueva pandemia que tanto sobrecoge a la humanidad.
A Trump, como a Bolsonaro no les preocupan tanto las escandalosas cifras de infectados y muertos que exhiben sus países; ambos están seguros de que podrían estar entre las primeras naciones en hacerse de la vacuna y los fármacos como ya lo han advertido. Empeñados en que no sea China, Rusia ni otros los que se le adelanten en el gran negocio que se vislumbra.
En nuestro entorno geográfico y político no son halagüeñas las noticias que circulan. El gobierno de Sebastián Piñera ha evitado uniformar los datos de las víctimas de la epidemia, como de los recursos que dispone efectivamente el sistema de salud para encarar este mal. Después de cuatro meses, las cifras siguen muy inciertas y es la propia comunidad científica la que sospecha que las autoridades están mucho más empeñadas en salvar la situación de la economía que acometer las soluciones sanitarias. A cuentagotas va disponiendo de recursos económicos mezquinos, por supuesto, en comparación a las enormes reservas que el país dispone, cuando además somos uno de los países que más posibilidades tiene en la Región para endeudarse, si es que se hiciera necesario. Basta considerar al respecto que nuestra deuda externa no alcanza ni siquiera al 30 por ciento del PIB.
Lo cierto es que, después de haber sido uno de los primeros países en asumir la amenaza de la pandemia, hoy estamos entre las naciones peor calificadas en el mundo en cuanto al número de contagiados y muertos. Cuando tenemos, además, una población muy pequeña en relación a la vecindad latinoamericana y del Caribe. Y más nimia, todavía, respecto de los otros continentes.
Desgraciadamente también la pandemia impone restricciones a la investigación periodística y hay que reconocer que son muy extraños los balances que emiten otros países respecto de sus enfermos y fallecidos. La rigurosidad ética no nos permite poner ejemplos de esto sin tener datos plenamente constatables, pero todos pueden sospechar de qué gobiernos se podría dudar al respecto, cuando se sabe, además, de sus limitaciones económicas, bajo nivel de vida de sus pueblos y la forma en que controlan sus medios de comunicación.
Estamos seguros que la desconfianza es generalizada en todo el Continente. Que es la presencia de regímenes y gobiernos de escasa solvencia democrática lo que más alimenta las dudas de los pueblos y la extensión de un contagio que cobre muchas más vidas, todavía. Por lo mismo no será hasta mucho tiempo más cuando conozcamos fehacientemente lo acontecido con esta crisis sanitaria. Cuando no se cuenta con medios de comunicación libres ni solventes y la diversidad informativa sigue tan limitada. Cuando en la política lo que impera es la corrupción de las autoridades y la relatividad con que sus actores se toman los principios éticos. Cuando lo que se ha generalizado es la doble moral ejecutada por las derechas y las izquierdas y llegado a infectar todo el arco político.
La credibilidad está muy condicionada por la orientación política de los gobernantes de cada nación y ni siquiera en las Naciones Unidas existen entidades y funcionarios confiables que escapen a la pandemia de la corrupción. Por lo menos en Chile, podemos comprobar cotidianamente que hasta las más mínimas propuestas y soluciones son cuestionadas o respaldadas según la postura ideológica de quienes las proponen o implementan.
De esta forma, repugna ver que los ingentes recursos que Chile ha acumulado durante años gracias a la bonanza del cobre hoy estén predestinados por el gobierno de la derecha y de los grandes empresarios a la recuperación plena de sus negocios, como a la mantención de los rezagos sociales que tanto los han favorecido para acceder a mano de obra barata y pagar sueldos y pensiones deplorables. Así como nos avergüenza, en esta misma lógica, la resistencia de los gobiernos de toda la posdictadura a derribar las estructuras del capitalismo salvaje, negándose a aliviar la situación de los millones de chilenos que les demandaron trabajo digno, mejor educación pública y salud universal. Una renuencia sistemática y criminal que ocasionó estos inmensos bolsones de miseria que ahora se hacen más evidentes y que fueran disimulados por el dispendio y exitismo de una ínfima minoría de la población. La verdad oculta y segregada del inmenso hacinamiento, el hambre y la desesperanza que tienen prácticamente sin control al Coronavirus. Cuyas víctimas y cifras reales, como se ha señalado, siguen encubiertas.