La cuarentena, aquí en la capital de Argentina, nos ha sumido en una larga pausa que lleva más de 120 días. Aquello de “paren el mundo que me quiero bajar” fue atendido. Esto llenó las redes sociales y medios de comunicación (como esta web) de reflexiones, críticas al sistema e incitaciones al cambio del modo de vida de cada uno y de las sociedades que nos contienen. Así que, redondeando un poco lo que he venido escribiendo en notas anteriores, me ocuparé de los abordajes para el cambio personal.
La tradición clásica está llena de consejos “para vivir” que se reparten en tres líneas de actitudes frente a lo temporal.
La que ha logrado una mayor difusión a través del tiempo es la que se sintetiza en el aforismo Carpe Diem. O sea, aprovechá el día, viví el presente. Liberáte de la ansiedad que provoca la incertidumbre de un futuro que todavía no llega y del peso de un pasado que no tiene solución. Lo que fue, ya fue; lo que no es todavía ¿para qué preocuparse?
La otra línea, más espontánea y afirmada en las corrientes psicoterapéuticas, postula que no habrá felicidad posible si no se resuelven los conflictos pasados. Entonces se hace hincapié en una mirada vuelta al pasado, que queda como trasfondo. Una suerte de mirada de mecánico que busca los defectos en la construcción pasada para meter mano y arreglarlos, como si eso fuera posible.
Por fin, una tercera línea privilegia el futuro y hace radicar la problemática en la desorientación y el des-propósito que deja siempre en el círculo cerrado del sin-sentido. Es cierto lo que se postula en cuanto a que sólo se avanza “tracción a imagen”, ya que sólo teniendo una imagen de lo que se quiere, se puede avanzar, pero eso tiene una cantidad de detalles a contemplar porque ¡es tan fácil caer en el ensueño!
Cada una de las líneas tiene sus fundamentos, en principio, válidos en apariencia, así que será cosa de dejarlas de lado y ver en qué tramo de realidad se asientan.
Lo que no se puede negar es que los “tiempos” no existen. Lo único que existe es el presente. Lo que estoy viviendo ahora, en este preciso instante en que escribo, es lo que es. Lo que es afuera, el mundo de las cosas y personas que me rodean, es ahora. Y yo mismo soy ahora. Así que, de manera incuestionable, todo lo que soy es ahora. Lo que fue, ya no es y lo que será, no es todavía. Perogrullo lo ha dicho. Pero no es tan simple.
Cuando estoy lanzado en la acción, estoy más en presencia de lo que quiero lograr (eso que todavía no es pero va siendo) que en presencia de mí, ésto que soy, y es como si desapareciera en lo que estoy haciendo.
Cuando me toma lo pasado –porque siempre es algo que ya fue, no “el” pasado por sí mismo- lo que estoy viviendo se ve nublado, opacado por un paisaje que puede llegar a sustituir el actual
De modo que la “acción de los tiempos” sobre mi vivencia es bien palpable.
Es cierto que el presente es más que fugaz, porque esta palabra que escribí ya no es más en el modo del ”escribiendo” sino del “escrita”, y ni siquiera ésa que quise señalar al mencionarla (fugaz) sino esta última (mencionarla), que tampoco es ya.
Es como estar parado en una cinta sin fin que corre hacia atrás, tratando de mantenerme siempre en el mismo punto, saltando de placa en placa. Nunca podré estar a la misma altura porque habrá momentos en que me lleva hacia atrás y otros, en que me adelanto para evitar ir hacia atrás. Pero más o menos, me mantengo en el mismo lugar.
Otra alegoría: soy como una pelotita sostenida por un chorro de agua o una corriente de aire, sólo que en este caso no cabe la posibilidad de un desbalance y que la pelotita caiga fuera del chorro. O sí, y entonces el viento de la historia o de mi biografía me lleva a los tumbos de un lado a otro.
Esta visión es consecuencia de la lectura de las Lecciones de la conciencia interna del tiempo, de Edmund Husserl, donde con terminología propia de la Fenomenología que creó, describe con precisión la dinámica temporal de la conciencia. Veré si puedo traducirla a un lenguaje entendible, apelando a las nociones básicas de la Psicología del Nuevo Humanismo.
El presente es un “punto ahora” constante, a cada momento se da el “ahora”. Pero ese ahora queda retenido de manera sensible. Sus efectos, las sensaciones que despierta, se mantienen en la vivencia mientras nuevas sensaciones o las que parecen ser las mismas por su contenido pero en realidad es la sensibilidad “refrescada” (por usar términos informáticos), van sirviendo de referencia para las que ya fueron. O sea, para las que se van convirtiendo en pasadas. Simultáneamente, hay una expectativa respecto de “lo que viene”, de lo que surge como futuro posible en el momento siguiente, determinado por la memoria de mi experiencia y por la presencia de lo retenido.
De modo que el “presente” puede ser imaginado como un punto en la sucesión de las vivencias, al que llamo “ahora” y sirve de referencia para orientarme en esa corriente que discurre constantemente. Y al mismo tiempo, la vivencia presente tiene un residuo de lo que acabo de vivir y todavía parece vivo, y un anticipo de lo que voy a vivir. Anticipo que ya deja de serlo para “realizarse” o “concretarse” en la percepción, para presentarse, o sea, convertirse en presente. Que ya va pasando.
Todo esto es teórico porque en la vivencia no hay ni pasado ni presente ni futuro. Estoy inmerso en un paisaje que es actual y se llama así porque corresponde al “acto” o conjunto de actos que configuran mi vivencia. Yo existo en ese paisaje, soy con ese paisaje (y aquí vienen Heidegger con su Da Sein y Ortega y Gasset con su “yo soy yo y mi circunstancia” para apoyarme).
Un paso más íntimo me pone en presencia del puro ser que se encuentra indiferente (teóricamente) y dispuesto (prácticamente) frente a los estímulos sensoriales. Es el cogito cartesiano, un puro acto de sensibilidad (teóricamente) vacía en actitud de sopesar (evaluar/valorar) el mundo. Y eso, con todas su facultades: sensibles, imaginativas, afectivas y racionales. El cogito (pese a la tradición cartesiana y racionalista occidental que lo redujo al mero cálculo) es la vivencia, lo que vivo en situación. Por eso es co-gito, cuya traducción más precisa sería ésa: vivenciar, ser afectado por el mundo en todas mis franjas sensoriales y responder, primero valorando eso que siento, para luego poder actuar en consecuencia. Claro está que esa valoración nada tiene que ver con “los valores” establecidos, aunque influyan desde la copresencia.
De modo que el paisaje es lo que pasa y dentro de él, el objeto de mi interés, que lo organiza. Porque el mundo se dispone en función de mis intereses, aunque no sea manifiesto.
Entonces, no existe ni el pasado ni el presente ni el futuro. Lo que sí existe es lo pasado, presente y futuro, que en la dinámica vivencial suele coincidir en la unidad sintética de lo percibido.
Al estar en una situación que transcurre, que sufre modificaciones, éstas son mi referencia directa para el paso del tiempo y a ellas me remito cuando expreso que “el tiempo pasó”. Porque el presente dura.
Esto es, claro, una forma de decir si tomamos en cuenta lo que acabo de dejar sentado, que no hay tiempos sino paisajes que transcurren.
Yo siento que lo presente dura mientras la situación mantiene aproximadamente su configuración original, aquélla que presentó cuando entré en ella. Y dura porque los objetos del paisaje continúan, dándole continuidad. De ese modo, aunque en la dinámica temporal de mi conciencia mis vivencias del paisaje se asomen, surjan y pasen, mientras los elementos del paisaje que dan continuidad a la situación se mantengan ahí, no sentiré que el tiempo pasa.
Si miro con un poco más de detenimiento, puedo preguntarme ¿cómo es que las cosas pasan? ¿Cómo aparecen y las retengo?
Ahora serán las ciencias cognitivas las que acudan en mi sostén y los Apuntes de Psicología de Silo. Yo no veo ni oigo, por recurrir a los sentidos más inmediatos y aparentemente con mayor contacto con el mundo. Los distintos tipos de estímulos llegan a mis sentidos que los traducen en señales homogéneas neurobiológicas. A su vez, estimulan la memoria y la conciencia aportando la materia necesaria para configurar la imagen perceptual, que se me aparece ya debidamente formada y clasificada, o sea, reconocida en lo pertinente (o desconocida, pero si aparece, siempre algo habrá sido reconocido).
Por tanto, lo que percibo es una imagen. La percepción no me da la presencia directa del objeto sin intermediarios sino una imagen compuesta por lo sentido y mi experiencia, o sea, ya valorada. Simultáneamente, se forma una representación que se emplaza en una suerte de entorno, ya sea del objeto o en mi copresencia pero, en todo caso, siempre es en ella. A partir de esa re-presentación propiamente dicha comienzan los procesos de pensamiento que orientarán mi acción.
De modo que cuando la situación transcurre, lo que pasa es su representación, que inicia su camino hacia su archivo en memoria. Y lo que espero, también es una representación del paisaje presente, quizás modificado por las expectativas que tengo en copresencia. Que pueden incluir un cambio de situación. De modo que cuando afirmo que el paisaje es el que pasa, son sus representaciones las que se mueven en su modificarse, no los objetos. Por supuesto que los objetos pueden moverse y en ese caso, las representaciones acusarán recibo.
En todo esto hay un dato científico: la configuración de un objeto externo tarda unos 70 nanosegundos, de modo que siempre estoy viendo lo que ya pasó.
Así, ese yo que soy en la constancia del ahora puedo figurarlo como un capullo de imágenes retenidas unas y esperadas (protendidas) otras, que coalescen en la imagen perceptual que constantemente se renueva.
Y ese borbotón constante de imágenes, que soy yo más acá del yo que soy, no para nunca.