Por Rodrigo Ruiz Encina*

Los ocho días que transcurrieron entre el 18 y el 26 de octubre de 2019 marcaron la apertura política más importante que haya tenido lugar en la sociedad chilena desde 1990. El 18 fue el comienzo, la liberación repentina de la energía incontenible originada en un malestar heterogéneo y múltiple. Ese día se estableció la fuerza, la magnitud, y la absoluta incapacidad de los recursos institucionales de la posdictadura para contenerla. El 26, solo ocho días después, asistimos a la emergencia de la forma esencial de una nueva política. Los cabildos y las asambleas populares y ciudadanas abrían camino a la voluntad constituyente, e instalaban en ese mismo proceso la demanda de una nueva autenticidad democrática, basada en la participación efectiva de la gente, abierta e igualitaria. Entre la primera alma joven que saltó un torniquete del metro y el comienzo del primer cabildo siete u ochos días después, quedó establecido el fundamento principal de una nueva democracia.

Sin necesidad de una estructura central, los cabildos florecieron por todas partes. Pero no como una emanación repentina. Cualquiera que haya tenido alguna relación con las experiencias de lucha social en todos estos años, estudiantiles, sindicales, feministas, ambientalistas, y otras, sabe que fueron macerando en ellas una multiplicidad de formas organizativas y capacidades de acción, un saber, la reactivación de una memoria. Lo que la institucionalidad política experimenta como inadvertido y espontáneo, suele no ser más que el resultado de un aprendizaje popular que ha tenido lugar por años, más allá de los confines autorizados por la mirada vertical.

Asociados a esa poderosa capacidad telúrica destituyente, los cabildos comenzaron a poner en marcha rápidamente las claves de una nueva forma de organizar la sociedad, o, dicho de otra forma, un proceso constituyente. En ellos era tan importante lo que se decía, como la forma en que ese decir era posibilitado por procedimientos propios de una democracia igualitaria.

Para ello, la revuelta debió poner todo en riesgo. Tanto aquello que se ha llamado “vieja política” como forma de indicar las modalidades y objetivos de la institucionalidad neoliberal de la posdictadura: la Concertación y sus herencias, la derecha, la red de los poderes económicos que en buena medida gobernaron todo ese período; como así también aquello que desde las movilizaciones de 2011 y 2012 comenzó a reclamar el lugar de una nueva política. Ocurre así porque esa enorme liberación de energía no está preinscrita en ninguna orientación específica, no tiene definida una forma de articulación con la política, más nueva o más antigua, ni reconoce –aun cuando tenga evidentemente más cercanías con unos que con otros–, una frontera definida.

Ollas y la constituyente

La notoria impresión que produce esa fuerza destituyente no debe conducirnos sin embargo a pensar que allí se agota su carácter. Se trata, principalmente, de un sujeto que de formas aun disgregadas y en varios sentidos desarticuladas, se caracteriza por su capacidad de propuesta.

Es decir, se trata de un sujeto constituyente. Mas no por sus habilidades con la tecnología jurídica. Lejos de esa idea, que en algún momento supuso que la nueva Constitución era cosa de constitucionalistas, repro-duciendo un viejo hábito del saber vertical, este sujeto múltiple muestra su imaginación y una tremenda vitalidad propositiva práctica. Su potencia constituyente está asentada en muchas partes y se expresa de diferentes formas, aunque ciertamente aún carece de unidad. Los sin duda valiosos textos constituyentes que afloran en distintas partes de la intelectualidad comprometida son apenas una parte de ello, pero, a decir verdad, no la más importante. La nueva Constitución será la expresión condensada de luchas y demandas populares acumuladas, o será, de nuevo, un ordenamiento experimentado de forma ajena por la mayoría de la sociedad.

Pero, si no es en esos destacados esfuerzos escriturales, ¿dónde podría residir entonces la capacidad constituyente de la revuelta? En las ollas comunes. Es decir, en esos espacios comunitarios donde hoy se cocina y se despliega el cuidado del pueblo, y donde hasta hace muy poco se debatía democráticamente. Cabildos, ollas comunes, asambleas ciudadanas, centros solidarios de acopio de comida, comprando juntos y una amplia red de colectividades, más organizadas, menos organizadas, que se derraman por todos los territorios del país haciéndose cargo hasta donde pueden de la subsistencia de un pueblo en riesgo. Se debate y se come, se piensa y se cuida al semejante. Son los mismos espacios. Solo adoptan formas diferentes.

Renacidas en la pandemia, las ollas comunes son el símbolo principal de un conjunto de iniciativas alimentarias que anidan en la memoria popular, cuya repetida aparición en la historia social responde a los momen-tos más crudamente fallidos del Estado burgués. Se recuerda, por mencionar algo aun relativamente fresco en el recuerdo, la gran crisis de 1982, con sus enormes consecuencias de hambre. En ese momento, tal como hoy, el Estado neoliberal muestra con tintes dramáticos su absoluto desinterés por la vida concretamente vivida de la gente común. Allí donde emerge una olla común hay un colectivo que ha comprendido que debe to-mar la reproducción de la vida propia en sus manos. Mal que le pese al columnista-rector y sus colegas liberales, que piensan que la economía es cosa de ministerios y estructuras productivas siempre ajenas al común, las ollas establecen una economía de la vida efectiva y concreta, las más de las veces puesta en marcha por mujeres que, en cientos y cientos de comunas, entregan diariamente miles de platos preparados con los productos que los propios vecinos recolectan entre sus pares.

Con la misma velocidad aparecieron cuadrillas de vecinas y vecinos que recorrían sus barrios sanitizando paraderos de micro y espacios comunes, o agrupaciones de costureras fabricando mascarillas, grupos de psicólogas y psicólogos voluntarios que se ofrecieron para escuchar personas con dificultades para pasar la cuarentena, matrones y matronas para atender por teléfono las preguntas de mujeres gestantes, preocupadas por las difíciles condiciones en que hoy reciben atención en el sistema público. Toda una red de lo que, junto al trabajo encomiable del personal de salud, podemos llamar ciertamente “atención primaria”.

La revuelta de la gente excluida del lugar de la política, entonces, no intentó ocuparlo. No quiso. Primero en la revuelta, luego en la pandemia, su política ha sido otra. Primero y ante nada, ha consistido en la redefinición de los bordes, las prioridades y los modos de la política misma. Su capacidad fundacional es aun embrionaria, pero la fuerza de su rebeldía es suficiente para sellar el fin de las formas posdictatoriales de la política. Hay cosas que ya no se pueden hacer, hay modalidades de lo institucional que ya no son toleradas, por más que la mayor parte de la vieja y la nueva clase política no se hayan enterado de ello.

Las voces que recorren las comunidades indican la prioridad de la alimentación y de la salud en su más auténtico sentido público. Habría que ser muy miopes para no distinguir la enorme potencia constituyente, la verdadera democracia de la vida, concretamente refundacional, que se respira en las cuadrillas de sanitización y las ollas comunes.

Territorios y vida en común

La política popular del último tiempo ha tomado un marcado carácter territorial. Con seguridad, ello se relaciona con el debilitamiento sistemático de las organizaciones sindicales, que como se sabe, corresponde a la necesidad de disminuir el valor del trabajo que es propia de la instalación y reproducción del orden social neoliberal. Es un proceso histórico, en definitiva, que describe las concretas condiciones para la acción del mundo subalterno. No cabe, por tanto, ninguna esencialización de lo territorial que lo eleve a una condición de superioridad sobre otro tipo de organización de la base de la sociedad.

Dicho eso, hay que afirmar que hoy es en los territorios donde se juega la principal acción política mayoritaria. Allí donde las fuerzas políticas institucionales, las alternativas, las de oposición, incluso las emergentes, han priorizado en los hechos por una especie de realismo adaptativo de acción principalmente institucional, alejándose del sentido destituyente que exige la revuelta, las organizaciones y las redes del debate en cabildos y la producción de la vida en las ollas comunes abren las posibilidades de una política nueva. Lo que ocurre en los territorios no puede ser pensado como una cuestión homogénea, carece de unidad y no tiene aún capacidad de actuación nacional. Pese a ello, en esas redes y colectividades múltiples anida hoy la posibilidad de perfilar una política donde el sentido democrático recupere una referencia efectiva a la vida concreta de la mayoría de la gente.

 

*Antropólogo