Por Gloria Arias Nieto*
Los números no tienen alma, pero las historias sí. Por eso –y porque tiene razón el relator de Naciones Unidas Michel Forst al afirmar que Colombia es uno de los países más peligrosos del mundo para defender los derechos humanos– varios columnistas quisimos unir nuestras palabras para honrar la voz de quienes dieron la vida por defender la dignidad de sus pueblos.
Comienzo por decirles que Aquileo Mecheche Baragón está muerto, pero no enterrado. A él lo sembraron, entre una planta de borojó y unas palmas de Cristo, allá, en la misma montaña donde llevan los ombligos de los recién nacidos.
Aquileo vivió y murió en el Chocó, un departamento lleno de ríos, selvas, mares y niños, porque traer al mundo nuevas vidas es su forma de apostarle a la resistencia, es su grito para no dejarse derrotar por la muerte.
Fue rector del colegio indígena Jagual, presidente del Cabildo Mayor Indígena del Bajo Atrato, y uno de los emberas líderes de la Minga del Chocó. Vivía en el resguardo del Río Chintadó, que significa río de estrellas. Y eso es lo que él era: luz de la palabra, de la sabiduría ancestral, luz de su gente. Sabía que estaba en la mira de las Autodefensas Gaitanistas y que lo iban a matar. Sabía que, en ese gran corredor para el tráfico de drogas, maderas, influencias y tierras, por todas partes había elenos y paramilitares.
La comunidad, que es valor y resiliencia, intentó protegerlo con sus bastones; pero la violencia es terca y devastadora, y el 12 de abril de 2019 le apagaron su vida.
Las tractomulas cargadas con cientos de troncos de árboles, la devastación del territorio, amenazas, asesinatos y desplazamiento, hacen pensar que allí, donde las barcas y las puestas de sol tienen los colores más bellos del mundo, eso de truncar la vida es una constante.
Como la muerte es una contradicción, al comunero Éder Cuetia Conda lo mató un sicario en el barrio La Paz. A él, que siempre había defendido los derechos humanos, los recursos naturales y la seguridad campesina, un encapuchado le pegó dos tiros en la cabeza, el último domingo de febrero de 2017. Sucedió en Corinto, municipio del Cauca donde la intimidación puede más que el calor, y las casas permanecen con las ventanas y las puertas cerradas, para que no entren el dolor y la violencia. Éder pertenecía al resguardo indígena López Adentro y a la Junta de Acción Comunal de la vereda La Siberia. Su papá y la comunidad Nasa encabezaron la marcha fúnebre. Sólo en el Cauca, en ese par de meses del 2017 ya habían asesinado a tres líderes sociales y en el 2016, a 22. Como siempre, negar la tragedia es el primer requisito para perpetuarla.
Holmes Alberto Niscué, maestro y secretario del Resguardo indígena Gran Rosario en Tumaco, Nariño, no vio crecer a sus dos hijos awá. “A ese cabildo hay que arrinconarlo” decían los panfletos. Holmes trabajaba en prevención del reclutamiento infantil y estudiaba 9º semestre de Licenciatura en Educación; había recibido tantas amenazas contra su vida, que en Pasto le dieron un chaleco antibalas y un celular. Pero alias Guacho lo había sentenciado, y en agosto de 2018, mataron a Holmes, ahí, en el billar de la Guayacana, a 200 metros de la estación de policía.
Desde el 2016 han asesinado en Colombia a 627 líderes sociales; 56, desde el 1º de enero hasta el 19 de abril del 2020. No pudimos detener las balas, y quienes podrían haberlo hecho no lo hicieron. Escribimos como una denuncia que interrumpa el silencio y detenga el olvido.
* Médica y periodista, columnista de El Espectador. Promotora de procesos de paz y reconciliación. Miembro del movimiento Defendamos la Paz (DLP) @gloriariasnieto
Este artículo es parte de una serie escrita por columnistas colombianos, en memoria de los líderes sociales asesinados en su país. Lea otras columnas ya publicadas en Pressenza, en este enlace.