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Fármacos, mitos, sectas y negocios

(Imagen de Alexandra_Koch/pixabay)

por Rafael Alonso Solís para Canarias Ahora

¿Cómo se descubre y se desarrolla un medicamento efectivo y por qué ocurre? ¿Cómo se financia la investigación y para qué sirve? ¿Cuánto cuesta y quién decide la inversión? La realidad es que las vías por las que transcurre el proceso científico que finaliza en la disponibilidad de un medicamente son variadas, y no siempre como resultado de un plan de trabajo específico para alcanzar los objetivos deseados, tras un riguroso análisis de los procedimientos más adecuados. Pero así ha sido, en buena medida, el desarrollo del conocimiento científico. Puede que el ejemplo más evidente sea el de un fármaco tan universalmente utilizado como la penicilina, cuya acción antibacteriana fue observada por primera vez por Alexander Fleming en el hospital Saint Mary de Londres. La historia es suficientemente conocida. En otoño de 1928, tras haber estado ausente durante varias semanas de su laboratorio, Fleming observó que un moho había invadido sus cultivos de estafilococos. Al observar con más atención, y casi a punto de desechar las placas, Fleming y su ayudante comprobaron que en la zona que rodeaba al moho se veía un halo transparente, indicativo de destrucción de las bacterias. Esa fue la primera evidencia de que una sustancia, previsiblemente producida por el hongo penicillium, era capaz de ejercer una acción antibiótica.

A pesar de la importancia del hallazgo, debido a las dificultades para fabricar el penicillium en cantidades aceptables para el desarrollo de estudios clínicos, la investigación se frenó durante una década, no siendo hasta 1938 que Howard Florey, Ernst Chain y Norman Heatley, en la Universidad de Oxford, tomaron el testigo y continuaron el trabajo del microbiólogo escocés, hasta conseguir penicilina purificada en forma estable. Dos años más tarde, el mismo grupo consiguió demostrar que el fármaco era eficaz en ratones infectados con estreptococos, lo que indicaba un tremendo potencial frente a las infecciones bacterianas. En 1941, Albert Alexander, un policía desahuciado por una infección mórbida tras haberse pinchado con la espina de una rosa, que yacía cubierto de abscesos en estado terminal, se convirtió en el primer paciente tratado con penicilina. Desgraciadamente para él, y a pesar de que había comenzado a recuperarse, falleció un mes después, al no disponerse del fármaco en cantidades suficientes para continuar el tratamiento. La necesidad de un antibiótico efectivo en plena guerra mundial se unió al azar inicial, y la colaboración entre Florey y Heatley continuó en Estados Unidos, promoviendo la producción a gran escala del antibiótico

La demostración del efecto curativo de la penicilina aún tuvo que esperar un año y depender también de una cierta coincidencia casual. En 1942, Anne S. Miller esperaba la muerte por neumonía estreptocócica en un hospital de New Haven. A pesar de lo sugestivo del descubrimiento de Fleming y de la pronta comunicación del hallazgo en una revista especializada, hasta ese momento se habían realizado muy pocos estudios experimentales. En una habitación del mismo hospital se encontraba ingresado John F. Fulton, uno de los fundadores de la neurofisiología y autor de uno de los primeros tratados sobre la Fisiología del Sistema Nervioso. Fulton era amigo de Florey, quien le proporcionó una pequeña cantidad de penicilina, suficiente para tratar la septicemia de Anne con éxito, quedando completamente curada, hasta su fallecimiento en 1999 con 90 años. Su recuperación, resultante de una serie de casualidades, sirvió a la incipiente industria farmacéutica americana para acelerar los ensayos clínicos que estaban en marcha, generándose suficiente cantidad de penicilina para atender las necesidades de los combatientes durante la Segunda Guerra Mundial, reduciendo la mortalidad por neumonía hasta un 1%, frente al 18% de la Primera.

El mundo ha cambiado mucho desde entonces, y la búsqueda de fármacos se ha dotado de una impresionante capacidad para acelerar el proceso de descubrir nuevas sustancias con poder terapéutico, sintetizarlas en el laboratorio, producirlas en cantidades industriales y llevar a cabo, en poco tiempo y con la participación de diferentes hospitales, ensayos clínicos que evalúen su seguridad y su eficacia. Al mismo tiempo, ese proceso se ha convertido en un potente instrumento del negocio basado en la salud, generando una industria en la que, inevitablemente, conviven áreas iluminadas con zonas oscuras, lo cual afecta al proceso de la generación del conocimiento biomédico y al mercado de las publicaciones científicas.

Es indiscutible que la investigación biomédica se ha visto impulsada por la colaboración entre los centros de investigación y las compañías farmacéuticas, lo que ha conseguido acelerar el conocimiento de los mecanismos básicos de las enfermedades, el desarrollo de métodos diagnósticos más precisos y específicos, y la generación de fármacos que salvan vidas y aumentan su calidad y su duración. Sin embargo, el sistema de innovación biosanitaria no está exento de críticas, al estar afectado por alguno de los aspectos más indeseables del modelo neoliberal característico de esta fase del capitalismo. Uno de los argumentos más duros contra dicho modelo sostiene que su maquinaria no tiene como objetivo prioritario la curación de las enfermedades y el mantenimiento de la salud, sino la creación de un cierto estado de cronicidad, lo que obliga a fabricar medicamentos y patentarlos, generando plusvalía para la compañía. Sin negar la presencia de estos elementos en el sistema y aceptando, incluso, que la descripción de los grandes síndromes puede hacer olvidar el valor real del bienestar, no cabe duda de que quienes padecen diabetes, hipercolesteronemia o hipertensión, pueden vivir más y mejor gracias a un uso inteligente y bien dirigido de su pastillero. Frente a eso, existen posiciones defensoras de otra forma de vida como elemento creador de salud, razonablemente críticas hacia un modelo de negocio capaz de generar fármacos que no alcanzan a toda la sociedad y contribuyen a incrementar las desigualdades.

La emergencia sanitaria provocada por la COVID-19 constituye un ejemplo palpable, que podría servir para analizar críticamente dónde estamos y qué hacemos. Ahí está el precio desmesurado de un antiviral patentado, con efectos demostrados muy modestos. Si la penicilina fue un caso de referencia en el siglo pasado, hay quién se pregunta si con el dióxido de cloro –un gas que, disuelto en agua, tiene un potente efecto desinfectante al aplicarlo sobre superficies– podría darse una situación similar en el actual. En los escasos estudios experimentales existentes, a bajas concentraciones parece tener efectos antivirales en cultivos celulares. Por otra parte, mientras algunos médicos sostienen su eficacia, en privado y con precauciones, un estudio preliminar de un grupo de facultativos de Guayaquil –ingenuo, considerablemente mejorable, pero de buena fe–, ha reportado su utilidad en fases iniciales de la COVID-19, lo que justificaría investigaciones posteriores, al tiempo que, de demostrarse cierta efectividad, tendría un indudable interés como terapia alternativa en comunidades de estructura sanitaria precaria. Lamentablemente, buena parte de la historia del dióxido de cloro proviene de la secta creada por Jim Humble en 1996, cuando “descubrió” su capacidad para sanar enfermos de más de 40 patologías –desde el autismo al SIDA, pasando por el cáncer, las alergias, la hipertensión o la disfunción eréctil, entre otras–, calificándolo de “solución mineral milagrosa”. Autonombrándose obispo de la misma, Humble ha fundado la iglesia Génesis II, que ha adoptado la ingestión de dicha sustancia como sacramento; lo cual, por otra parte, no difiere demasiado de las prácticas religiosas de otras creencias. A él se han unido, como seguidores destacados en España, una monja antivacunas, un agricultor valenciano, un supuesto doctor alemán –que se presenta como “biofísico natural”–, y un biólogo canario, desconocido en la universidad donde se dice que obtuvo su licenciatura. Aunque en los primeros años tras su descubrimiento, también la penicilina fue considerada como una “medicina milagrosa”, uno diría que aún existe una cierta distancia entre Fleming y Humble.

El artículo original se puede leer aquí

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