Por Jorge Elbaum
La maldicen hasta sentirse mal. Les produce escozor su nombre y pueden llegar a arruinarse el día si acaso escuchan su voz o la ven en una mínima ráfaga televisiva.
Ella representa todo lo que temen de manera exasperada: concentran en su imagen toda posibilidad horrorosa de que algún día puedan llegar a ser igualados con aquellos que desprecian.
Ella expresa – advierten – la horrorosa probabilidad de que se pierda una jerarquía instituida durante siglos, estabilizada por guturales compartimentos de inferiorización hacia los sectores populares, hacia lxs pobres, hacia la chusma, hacia lxs cabecitas negra, hacia lxs choriplanerxs.
El pánico que les produce la potencial horizontalidad y paridad los reconvierte en portadores de una aversión irracional.
La aborrecen hasta el límite de descomponerse. Les puede caer mal la comida si se ven sorprendidos con alguna de sus precisiones políticas caracterizadas por una justeza quirúrgica a la hora de la cena.
Lxs atormenta el hecho de que sea insumisa y rompa con el hábito estilizado de la politicidad correcta. Sienten que les rompe los platos apilados de su íntima costumbre normalizada. Y que los hace astillas –incluso– con un dejo de desdén altanero.
Pero no hay nada que lxs perturbe más que verla en su formato iracundo. Su escenificación de espíritu sublevado, instalado en el lugar de las profundas convicciones, lxs transforma en sujetos capaces de cometer crímenes. Los angustia porque lxs enfrenta al contraste absoluto de su identidad (la de lxs privilegiadxs) que creen ser parte de una superioridad indubitable.
Para peor, esa convicción es declarada sin pedir permiso, sin respetar las formalidades modosas de una actuación decorosa. Esa realidad objetiva puede llevarlos a sufrir dolores estomacales agudos ni bien asumen que, además, no acepta los designios previstos de ninguna claudicación. Su orgullo e integridad son parte de los atributos que más los descompone.
Tampoco soportan que sea bella, incluso en los marcos de lo que ellos mismos han instituido como belleza. No pueden procesar el hecho de que su fortaleza contenga hebras de algunas historias que han buscado solapar, silenciar y ocultar: les resulta indigesto comprobar que una parte de su mirada siempre estuvo habitada por ese ancho y entrañable subsuelo de Patria.
Ellxs creyeron que las estructuras del sometimiento debían permanecer impolutas y garantizadas. Y que sus víctimas siempre estarían dispuestas a aceptar su destino. Pero ella –asumiendo rebeldías a veces deshilachadas– siempre les cantó retruco.
También la detestan porque le temen. Asumen que es la referencia de algo irreprimible. De una pasión (que en sus percepciones) es siempre peligrosa. Lo popular debe ser limitado, encorsetado –apuestan– porque de lo contrario las mayorías pueden irrumpir como desorden. O peor aún, con otros orden. Uno que no los beneficie.
La denigran, además, por su capacidad para resistir tejiendo futuros: saben que una gran parte de los líderes populares anteriores fueron despojados por Golpes de Estado (Yrigoyen y Perón). Pero con su tenacidad no pudieron.
La difaman porque no se llama silencio. Porque no responde a los cánones que siempre han esperado de una profesional universitaria. Lxs saca de eje. No pueden negar que es lúcida, pero esa capacidad analítica la hace doblemente odiable. La racionalidad no es un atributo que deba/pueda asociarse al lego: sienten que la disposición a la inteligencia les ha sido escamoteada en aras de algo que no coincide con su concepción de la civilización. Aquella donde el orden y las inferiorizaciones construyen un entorno civilizado.
La ultrajan, cada vez que la nombran, porque no soportan que sea peronista, eso que sigue siendo la maldición de su civilidad pretenciosa.
La insultan porque ser indomable la vincula a Evita y eso es una piedra enorme en el zapato de la estabilidad emocional de lxs intelectuales orgánicos biempensantes adscriptos a las diversas formas de autoridad mediática y neocolonial.
Recelan de ella porque les resulta incontrolable. Y les resulta intolerable su autonomía. Ella se les escapa. Y además instituye una verdad que rompe con las pretendidas creencias de superioridad incuestionada. «¿Acaso lxs negros, lxs pobres, los desarrapados llegarán a ser similares e iguales que nosotros?, –se preguntan— ¿Nos tendremos que confundir con ellos como si fuésemos de la misma especie?»
La denigran porque ella expresa la posibilidad del fin de su privilegio naturalizado. La consumación de algo que fue desafiado por las generaciones del 60 y el 70, cuando unos jóvenes irredentos arrancaron a tomar el cielo por asalto, a costa de sí mismos, de sus cuerpos, de sus vidas.
Por la misma razón les resulta antipática su convergencia con/hacia el feminismo. Eso completa el malestar de quienes la ofenden: ella se mueve y no para el lado que esperan.
El resentimiento que le deparan incluye la asunción resentida de que ella no es solamente ella: viene acompañada de un amor que sopla multitudes, hecho que la hace más estigmatizable aún. Para más disgusto no dejan de asumir, desde hace décadas, que además de testaruda es incomprable. Y esa certificación los enfrenta a sus fraseologías serviles respecto a que “todos los hombres tienen un precio”. Pero ella, no. Es mujer.
Para más retorcijones, la abominan visceralmente porque insinúa algo que fue previamente soñado por generaciones de simples trabajadores: lo que identifican en ella es un fantasma ancestral cuya fortaleza radica en que fue un deseo forjado por compasiones varias, todas ellas dispuestas a reconvertirse algún día en Derechos. Y eso es una de las cosas que les resulta más intolerable. Lo que puede quedar instituido. Una pesadilla Inconcebible. Por todo eso, la odian.