El senador chileno Allamand acusó de populistas a la mayoría de los senadores y diputados, de oposición y también de gobierno, que apoyaron el retiro del 10% de los fondos de las AFP. Estos parlamentarios se identificaban con una ciudadanía que intentaba recuperar los fondos ahorrados en las AFF, frente a un gobierno que había cerrado las puertas a una protección efectiva de la familia chilena. Hizo lo mismo José de Gregorio, decano de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, al sostener: “la oposición está cubierta por el populismo” (El Mostrador, 23-07-2020).
Populismo se ha convertido en una mala palabra. Se usa actualmente en los debates políticos y en los medios de comunicación para descalificar adversarios. A los que piensan distinto. Como el comunismo ha pasado de moda, ahora la clase dominante, y sus protectores, califican de populista cualquier iniciativa que se aparte del neoliberalismo, atacando con ello las demandas mayoritarias de la población.
Los populistas rusos existieron en la época zarista, los naródniki. Fue un interesante movimiento revolucionario que se identificaba con el pueblo, intentaba aprender del pueblo, antes que erigirse en su guía. Sus líderes pensaban que los campesinos eran los principales sujetos de la revolución y que a partir de las comunas rurales podría construirse la sociedad socialista del futuro. Lenin los veía como sus adversarios, pues concebía a la clase obrera como el sujeto de la revolución y a los intelectuales marxistas como los responsables de introducir en el proletariado la conciencia socialista.
En el siglo pasado, la crisis económica mundial de los años treinta puso de manifiesto los límites del modelo exportador de materias primas en América Latina. Se instaló así una estrategia de desarrollo fundada en la actividad industrial, un Estado activo y en políticas redistributivas. Se constituyeron nuevas alianzas sociales, con presencia activa del mundo popular, que se dieron en llamar movimientos nacional-populares o simplemente populistas. Se utilizó el término populismo, con un signo positivo, para nombrar a esos movimientos transformadores, con arraigo popular y cuya inspiración, en el plano económico, fueron Keynes y, posteriormente, la CEPAL.
En los años ochenta, el filósofo argentino Ernesto Laclau dio un paso adicional. Propuso reemplazar la noción marxista de “lucha de clases”, reconociendo la pluralidad de los antagonismos existentes en nuestras sociedades. Laclau convierte al Pueblo y no a la clase obrera en el sujeto transformador para enfrentar a las minorías privilegiadas. Y, según él, la tarea política desafiante era articular la diversidad de demandas democráticas y populares contra la ideología del bloque dominante. No se trata de algo terrible. Es un planteamiento bastante convincente y realista para los tiempos que actualmente vivimos.
Sin embargo, populismo se ha convertido hoy día en palabra peyorativa, en un concepto acusador, que tiene la connotación de algo demagógico y peligroso. Pero, en realidad, es una construcción cultural, cuyo propósito es la descalificación de cualquier iniciativa transformadora. Y, toda propuesta que cuestione el poder dominante, se considera populismo.
Los economistas de la plaza, servidores del mundo empresarial y convencidos de las bondades del neoliberalismo, hablan de “populismo económico”, cuando se proponen iniciativas que disgustan al statuo quo. Por ejemplo, el aumento del salario mínimo, mayores impuestos, el fortalecimiento de las organizaciones sindicales y, ahora, el cuestionamiento a las AFP.
La misma confusión se produce cuando se atribuye populismo a Trump o a Marine le Pen, en vez de denominarlos directamente demagogos, extremistas de derecha o xenófobos. El historiador Ezequiel Adamovsky nos dice que es incorrecto asociar demagogia, racismo y vulgaridad con populismo. Agrega, que constituye un manifiesto error contraponer la democracia liberal con populismo, como si éste fuera “…. un solo monstruo… en cuyo cuerpo indiscernible conviven neonazis, keynesianos, caudillos latinoamericanos, socialistas, charlatanes, anticapitalistas, corruptos, nacionalistas y cualquier otra cosa sospechosa” (revista Anfibia, junio 2017)
En consecuencia, la palabra populismo se encuentra ideologizada. Sirve para desacreditar a enemigos, pero no para comprender la realidad. La derecha y sus economistas la utilizan para proteger el sistema que defienden. Pero se equivocan al calificar de populismo las iniciativas populares que buscan profundizar la democracia y que proponen nuevas estrategias de desarrollo económico y políticas públicas progresistas.
El populismo no existe. No hay ninguna “amenaza populista” al acecho de nuestras democracias. Lo usa la derecha para que cerremos filas en torno al neoliberalismo. La verdadera amenaza es el propio neoliberalismo, con sus valores individualistas, desigualdades y su compromiso irrestricto con los intereses de los empresarios. Como se ha visto en Chile esta es la principal amenaza para nuestra democracia.
Es preciso advertir, que, a la hora de modificar la actual Constitución, probablemente la extrema derecha acusará de populistas a todos aquellos que propongan terminar con el Estado subsidiario, universalizar derechos sociales y nacionalizar el agua y otros recursos naturales. Estas propuestas, y otras similares, como el término de las AFP, no son populistas, sino apuntan a democratizar la política y la economía. No son demagógicas ni irresponsables. Son medidas que buscan modificar una economía caracterizada por agudas desigualdades y un régimen político de democracia limitada.