Es tema de todas las democracias del mundo el desapego existente entre las decisiones que adoptan las clases políticas y las reales aspiraciones del pueblo. Cada vez más se ha consolidado el voluntarismo de los gobiernos, parlamentos y partidos políticos a la hora de legislar sobre asuntos que obviamente tendrán consecuencias en la vida de sus naciones. Son muy pocos los regímenes que gobiernan consultando a los ciudadanos, al menos en aquellos tópicos más trascendentales.
Los plebiscitos y consultas populares más bien incomodan a los llamados “representantes del pueblo” y cualquiera que busque interpretar el sentimiento ciudadano habitualmente es motejado de populista a fin de desbaratar aquellas que pudieran afectar los intereses que defienden las clases dirigentes. Esto explica que más de un 52 por ciento de los ciudadanos muestren insatisfacción con sus democracias, según una encuesta realizada en 34 países. Un sondeo que también consigna que al menos seis de cada diez ciudadanos piensan que “los políticos simplemente no se preocupan de lo que piensan sus ciudadanos”.
El caso de Chile es, en este sentido, muy extremo. En toda nuestra historia política jamás alguna de sus constituciones ha sido definida por el pueblo o siquiera refrendada por el sufragio universal. Para colmo, desde 1980 nos rige una Carta Fundamental diseñada por un dictador y que, en su época, fuera ampliamente denunciada como ilegítima, antidemocrática y autoritaria. Lo curioso es que en más de 30 años de pospinochetismo los diversos gobiernos y parlamentos apenas le hicieron algunos retoques a su contenido, y cada uno de los políticos que ha llegado a La Moneda o al Parlamento ha jurado respetarla irrestrictamente. Renunciando o postergando, en la práctica, las más importantes demandas de la población.
Tal es lo ocurrido con la reforma previsional que recién ahora encontró quórum en el Poder Legislativo para disponer que los millones de trabajadores cotizantes puedan retirar el 10 por ciento de sus ahorros para enfrentar la tragedia del desempleo, el hambre y todos los trastornos sociales provocados o evidenciados por la pandemia del Coronavirus. Una iniciativa que se explica en los magros recursos dispuestos por el gobierno de Sebastián Piñera para encarar la emergencia sanitaria, pese a las ingentes reservas monetarias de nuestro país como hemos repetido insistentemente. Y de lo cual se hacía gala.
Tan grave es la crisis social y el descontento, que más de un 80 por ciento de los chilenos ha apoyado la idea de disponer de sus propios fondos de pensiones, a sabiendas que la merma de sus ahorros previsionales les va a disminuir sus ya escuálidas pensiones al momento de jubilarse. Una solución a todas luces escandalosa porque le arrebata a los trabajadores los recursos que debiera disponer el Estado, o, mejor aún, podría expropiárseles a las onerosas utilidades de las AFP, las empresas que especulan con la administración de los ahorros previsionales. Todos sabemos que esta reforma constitucional ha alcanzado mayoría gracias a algunos votos de legisladores de la derecha temerosos del desastre electoral que podría ocasionarles negarse a una demanda tan mayoritaria de la población.
Sin embargo, opera a favor de que esta iniciativa prospere la advertencia de sindicatos y movimientos sociales de toda índole en cuanto a que están dispuestos a reeditar con más fuerza que antes la explosión social de octubre y noviembre pasado, la que llevó al borde del precipicio a la institucionalidad vigente como a sus mandamases. Los que finalmente se salvaron, qué duda cabe, gracias justamente a la irrupción de la pandemia. Un virus que, además de sus horrores, explica que por seis meses el país, sus ciudades y pueblos hayan sido puestos bajo control militar y sus habitantes constreñidos, otra vez, por la violación sistemática de sus derechos humanos. Incluso con la realidad de la tortura y el encarcelamiento de miles de chilenos, según lo denunciado internacionalmente.
Justo es reconocer que la llamada oposición política poco o nada hizo en sus respectivos gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría para encarar la ya antigua demanda de reemplazar el sistema previsional. Renuencia que se explica en el encantamiento que les produjo el sistema neoliberal y la corrupción que en tres décadas se hizo transversal a toda la política. En los aportes que las mismas AFP, bancos y otras grandes empresas les han hecho a las contiendas electorales, como sobornando directamente a muchos políticos, ya sea incorporándolos a sus planillas de pago o a los propios directorios de sus sociedades anónimas.
Con lo anterior, lo que se constata actualmente es el miedo al pueblo: es lo que explica este primer remezón al sistema previsional y que también auspicia la posibilidad de que otras transformaciones puedan imponerse en los próximos meses para evitar, como se reconoce públicamente, el alzamiento popular y la demolición del “orden establecido”. En materia de salud, por ejemplo, donde las inequidades también son tan flagrantes.
De hecho, no son pocos los políticos de derecha que ya apoyan la realización del plebiscito a sabiendas que, sí o sí, esta consulta de octubre próximo va a derogar la Constitución. Pero ello, insistimos, no significa que de pronto los políticos chilenos se estén fidelizando con los objetivos “del gobierno del pueblo y por el pueblo”; es solo el pavor a que la voluntad soberana de la nación pueda imponerse al voluntarismo de quienes se sienten iluminados y designados para imponer al país lo que les place. Asegurando, con desparpajo, que lo que le conviene al país es lo que le interesa a los grandes empresarios e inversionistas extranjeros.
Queda claro que la tolerancia es un bien democrático que tiene muy pocos adeptos en nuestros febles regímenes republicanos. Ya sea por la herencia de lo que constituyó entonces el “verticalismo revolucionario” o, también, por los resabios del autoritarismo y el resurgimiento de las consabidas frondas tutelares. Malas prácticas que han hecho crisis en todo el espectro político y ahora provocan la rebelión de las bases partidarias y las consecuentes “cazas de brujas” al interior de los partidos y otras agrupaciones en Chile. Cuando una reciente encuesta hecha a simpatizantes de derecha nos indica que más de la mitad de estas bases es partidaria de ponerle término a la Constitución actual; un 53 por ciento le atribuye al descontento social la crisis y la violencia política y, por supuesto, más del 65 por ciento es partidario de aprobar la reforma al sistema de pensiones. Negocio tan celosamente resguardado por el gobierno de Piñera y las cúpulas de la alianza oficialista en el poder; así sea que tenga actualmente apenas un 22 por ciento de adhesión ciudadana y aún pretenda completar todo su período presidencial.
Lo que en una democracia seria, sería imposible.