Por León Valencia

Michel Forst, relator de Naciones Unidas, sostuvo en febrero de este año que Colombia es uno de los países más peligrosos del mundo para la defensa de los derechos humanos. Las cifras solas no muestran la tragedia que hay detrás de cada caso. Es necesario contar quiénes eran, qué hicieron.

Gloria Arias, una mujer que lleva la ternura y la energía pintada en el rostro, me invitó a que participara en el homenaje que un grupo de columnistas le harían a los líderes sociales asesinados en Colombia en esta devastación que asombra y duele en lo más profundo del alma.

Dije que sí y de inmediato, de manera extraña, mi memoria dio un enorme salto hacia atrás para traer los rostros de dos personas entrañables que fulguraron en los tiempos en que empezaba a meterme en la borrasca de las luchas sociales en Colombia.

Pedrito Ortiz era un campesino bueno como el pan que laboraba en la finca “Caja de Oro”, en el municipio de Pueblo Rico, Antioquia. Tenía siete hijos y los mayores lo acompañaban en las duras faenas agrícolas. Fuimos a verle un día con Ignacio Betancur, el sacerdote del pueblo, que estaba empeñado en formar sindicatos para buscar justicia para miles de trabajadores que en los municipios de esa zona cafetera trabajaban de sol a sol sin acceso a mínimos derechos laborales.

Empezaban a correr los años setenta del siglo pasado y yo salía de la adolescencia salpicado por el fervor revolucionario que un grupo de sacerdotes repartía entre los jóvenes de la región. Esa noche, oyendo al cura conversar con Pedrito en el corredor de una humilde casa campesina, avizoré mi destino. Nunca pude olvidar el entusiasmo que agitó a este campesino cuando escuchó que era posible conquistar la dignidad y el respeto, que era más que justo buscar una mejor vida mediante la organización y la lucha de él, de sus hijos y de un poco más de cuarenta trabajadores que vivían en aquella finca.

Vivió dos años para ver el fruto de su esfuerzo. Alcanzó a fundar el sindicato. Encabezó la primera huelga. Conquistó el primer pliego de peticiones que estos labriegos imaginaron en sus noches de reunión y alegría. Murió poco después de esa primera lucha en un atentado urdido por el dueño de las tierras y ejecutado por un desalmado sicario en la oscuridad del camino que todos los domingos recorría para llegar a su casa con la comida de la semana.

También en ese tiempo compartí mi vida con otro Pedro, -Pedro Nel Osorno- fuimos amigos en la escuela primaria, compañeros de pupitre. No fue a la secundaria y dejé de verlo por mucho tiempo. Lo reencontré en una de las reuniones que propiciaba el sacerdote. Era ya un hombre hecho y derecho con el don especial de la palabra. Había cultivado con esmero el arrojo y la valentía y esto lo transmitía con facilidad a sus interlocutores.

Hicimos un camino juntos en ese mundo campesino. Volvimos a separarnos cuando decidí irme a Medellín para comerciar con las letras y explorar la revolución en predios urbanos. Nos veíamos de cuando en cuando en los bares de la ciudad para hablar de la agitada vida politica que llevábamos. Él, dedicado siempre a promover la organización de los campesinos en los pueblos del suroeste de Antioquia y yo, tomando el rumbo incierto de la guerrilla.

Desapareció con su compañera a finales de los años noventa en esas tierras. Luego la encontraron a ella con brutales señales de tortura, pero el cuerpo de Pedro no apareció. Se supo, eso sí, que habían sido detenidos por una Unidad del Ejército sin mediar formalidad alguna.

Los recuerdos de los dos Pedros se agitan en mi corazón con la fuerza de un huracán cada cierto tiempo. Lo hicieron en enero de 2018 en Buenaventura. Asistía al entierro de Temístocles Machado, un reconocido líder comunitario de la ciudad. Machado había participado en la dirección de un gran paro cívico en el puerto y en el proceso de las comunidades negras que se manifestaban por la grave crisis humanitaria de ese rincón del pacífico. Fui hasta allí para abrir un oficina de mi Fundación y me encontré con este evento desgarrador. Un sicario le disparó en el barrio Isla de Paz, como para que la grave ironía fuera mayor.


* Politólogo, analista y escritor.  Cofundador y director de la ONG Nuevo Arco Iris.

 

Este artículo es parte de una serie escrita por columnistas colombianos, en memoria de los líderes sociales asesinados en su país. Lea otras columnas ya publicadas en Pressenza, en este enlace.

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