Pasado el primer golpe, se relajan las precauciones y aumentan las víctimas mortales.
La estupidez humana no parece tener límites. En especial, cuando se apodera de quienes administran las instituciones de las cuales depende la seguridad y la supervivencia de millones de seres humanos. Nunca esta falencia se había manifestado de manera tan clara como ante la presencia de una pandemia que casi ningún gobierno ha logrado controlar y a la cual los pueblos menos favorecidos –como los nuestros- enfrentan con una carga inmensa de engaños, ignorancia, escepticismo, miedo y rechazo. Pero no es un cuadro exclusivo de los países subdesarrollados, está presente también en aquellas naciones cuyos líderes se encuentran fuertemente atados a compromisos inmorales con un sistema neoliberal deshumanizante y controlan una emergencia sanitaria desde una perspectiva eminentemente empresarial.
Este virus vino a revelar de golpe la verdadera dimensión de la miseria humana; pero también de la poderosa maquinaria desde cuyos engranajes se manejan las redes de influencia planetaria, los acuerdos secretos de grupos de inmenso poder económico, las presiones de complejos corporativos de los cuales depende la vida humana y la integridad del entorno natural. En fin, de todo ese conjunto de factores cuya presencia ubicua y, en muchos casos anónima, condiciona hasta el más mínimo aspecto de nuestra existencia. En estos meses, pero muy puntualmente en las últimas semanas, la falsedad de un discurso político comprometido marca una ruta llena de peligros para una población enfrentada sin herramientas a un enemigo invisible y altamente letal.
Ha llegado la hora de la resaca y se empiezan a ver los bordes deshilachados de un tejido institucional débil: falta de infraestructura hospitalaria, carencia de recursos para el personal sanitario, incapacidad para manejar las emergencias y un sistemático ocultamiento de las cifras verdaderas con el absurdo objetivo de presentar una cara un poco más decente ante la comunidad internacional. Sin embargo, ese afán de ocultamiento terminará por estallar cuando las consecuencias de la falta de estrategias sensatas y orientadas al servicio público sean tan abrumadoras que resulte imposible ocultarlas.
A todo esto, y debido al caótico y poco eficiente desempeño de las autoridades, se empieza a vislumbrar un relajamiento de las medidas. En parte, por las presiones de los grupos corporativos cuya incidencia en las políticas públicas es de larga data y cuyos intereses comerciales empiezan a mostrar cierto desgaste, y en parte porque la falta de información oportuna y veraz hacia la ciudadanía se traduce en un total desconcierto y, consecuentemente, en una toma de decisiones poco afortunadas y de alto riesgo. No acostumbrada a mantener una rutina de confinamiento durante un tiempo prolongado, la gente se arriesga, sale de su encierro, retoma rutinas normales, desquita su ansiedad en reuniones sociales irresponsables y, finalmente, termina por ocasionar un aumento descontrolado del índice de contagios sin experimentar culpa alguna por el impacto de sus acciones.
La inveterada costumbre -siempre presente en nuestros ámbitos políticos- de otorgar posiciones de enorme responsabilidad a personajes carentes de los conocimientos y la experiencia necesarias para desempeñarlas, ha llevado a nuestros países a una situación cada vez más vulnerable y al fracaso sistemático de los gobiernos de turno. Si esto, en situaciones normales, ya es una tragedia para millones de ciudadanos en situación de pobreza, en estos tiempos de pandemia será una catástrofe humanitaria de proporciones inimaginables. Qué nos depara el destino, es algo imposible de predecir.