Con la incertidumbre como telón de fondo y la precariedad como amenaza.
Así estamos. Acechados por la amenaza de la opacidad de los gobiernos, en cuyos cuadros no parece reinar el sentido común y, menos aún, la sensibilidad humana. Nos ocultan datos para obligarnos a vivir en una especie de limbo, gris y engañoso, cuya superficie se quiebra en pedazos cuando la enfermedad y la muerte nos toca de cerca. Entonces, aun si nos esforzamos por escarbar en la escasa información disponible, sabemos muy bien cuánto se nos oculta y entonces la amenaza que nos mantiene en estado de alerta se transforma en un peligro mucho más inmediato y real.
Las autoridades ya ni siquiera intentan disimular sus incapacidades para enfrentar una pandemia que sin duda se llevará a la tumba a millones de personas cuyo único pecado es ser pobres, vivir bajo regímenes económicos y políticos en los cuales la corrupción es la norma o en Estados capturados por un sistema económico voraz. Entre estos países no solo entran los más vulnerables y subdesarrollados. Están algunos tan poderosos e influyentes como las ricas naciones de primer mundo en donde la administración de recursos para enfrentar la pandemia se rige por los intereses corporativos y las ambiciones políticas, relegando a sus ciudadanos al papel de meros espectadores, sin voz ni voto en las decisiones de las cuales depende su supervivencia.
Durante estos meses he concentrado mi atención en los dos países que marcaron mi vida de manera indeleble: Chile y Guatemala. Uno, con reputación de haber alcanzado un alto grado de desarrollo y, el otro, en el foso del más crudo abandono. Ambos, ricos en recursos y ambos también, experimentando el golpe certero de un sistema político y económico que –a pesar de las distancias aparentes de sus realidades- los equipara. Solo faltaba un ataque viral de enormes proporciones para que se cayeran los velos que cubrían sus fachadas y pudiéramos observar cuánto camino les falta para convertirse en auténticas democracias, con todo lo que de superior en respeto por los derechos humanos eso implica.
Tanto en uno como en el otro, las autoridades han decidido ocultar los alcances de los contagios y de las muertes por Covid19. Y ambos han decidido hacerlo no por evitar el pánico colectivo, sino por mantener una imagen de falso control hacia una comunidad internacional la cual, al fin de cuentas, tampoco los ayudará a salir del paso. En Guatemala y también en Chile, las autoridades se han negado –como hace Trump, su patrón- a escuchar a la comunidad científica, a los expertos en control de epidemias y a los especialistas en manejo de datos. En ambos casos también, han abandonado la infraestructura sanitaria estatal para beneficiar a sus sectores económicos con privatizaciones y convenios altamente sospechosos y perjudiciales para el Estado.
A estas alturas y después de varios meses de confinamiento –cuando se puede- y de trabajar en condiciones de riesgo –cuando no queda otra opción- la población se encuentra sometida a decisiones políticas carentes de bases sólidas y, en la mayoría de casos, surgidas de consideraciones ajenas al bien común. ¿Qué nos espera en el horizonte? Después del impacto de la pandemia en la situación laboral y económica de millones de familias, de la precariedad en la atención sanitaria, de la falta de alimentos para satisfacer las demandas de una población castigada desde todos los ángulos, no se puede esperar una recuperación milagrosa e inmediata. Pasarán meses y probablemente años para recuperar todo lo que la situación nos ha quitado. Con la salvedad, claro está, de quienes ya no lograron sobrevivirla.