Europa y Estados Unidos en el espejo de los empresarios argentinos.
por Jorge Elbaum para El Cohete A La Luna
Los grupos concentrados de la Argentina se especializaron en impedir, tergiversar u omitir la difusión de las políticas públicas de estatización, implementadas por los países a lo que históricamente catalogan como la cuna de su civilización. Las corporaciones locales se han caracterizado por estatizar sus deudas, exigir subsidios o sumarse a los listados de quienes reciben ayuda para pagar salarios, sin aceptar que el conjunto de la sociedad obtenga beneficios vinculados a la participación de las ganancias futuras, del paquete accionario o a la gestión participada de las decisiones empresariales por parte de los trabajadores o del Estado. Techint y Clarín, entre otras grandes empresas, se acogieron al programa de ayuda gubernamental para el pago de sueldos pero no aceptan que esos recursos se transformen en una deuda hacia el Estado. Los empresarios pretenden socializar los costos de las etapas pandémicas pero se resisten a compartir los réditos posteriores. Le piden a la sociedad que financie –con su esfuerzo tributario– los salarios de sus empresas lucrativas, para luego negarle una recuperación futura de dicho aporte.
Los gobiernos de los Estados elogiados por las elites dirigentes locales parecen tener otra concepción. En marzo pasado, el gobierno de Italia anunció la nacionalización de la compañía aérea Alitalia, constituyéndola en una nueva sociedad íntegramente controlada por el ministerio de Economía y de Finanzas. En Alemania la canciller Angela Merkel –primera mandataria desde hace 15 años– informó durante ese mismo mes de marzo el rescate a la aerolínea Lufthansa por unos 10.000 millones de euros. A cambio la empresa le cederá el 25,1% de su paquete accionario al gobierno. La nacionalización parcial de Lufthansa se suma a la participación accionaria estatal en dos de las empresas más tradicionales de ese país, como Volkswagen y Daimler Mercedes Benz. Desde la irrupción del virus Alemania ha otorgado el 50 % de todas las ayudas de Estado proporcionadas por la UE, que suman alrededor de 1000 billones de euros. Por su parte Francia, que ya es accionista de referencia en empresas clave de diferentes sectores estratégicos (como las energéticas Engie y EDF, la teleco Orange, la automovilística Renault o la aerolínea Air France-KLM), adelantó que inyectará liquidez en dichas empresas, de las que controla gran parte del capital accionario desde antes de la pandemia.
A mediados de marzo el primer ministro irlandés, Leo Varadkar, dispuso la nacionalización temporaria del sistema de salud privado incorporando 2000 camas al sistema público integrado, para afrontar la emergencia sanitaria. Además de los centros de atención, se decidió gestionar –en forma centralizada, bajo la tutela del gobierno– los 9 laboratorios farmacológicos relacionados con la provisión de medicinas para el tratamiento del Covid-19. El 23 de abril los integrantes del Parlamento Europeo comenzaron a debatir un proyecto consensuado referido a los salvatajes de empresas y las intervenciones en el mercado de los respectivos países miembros. En su artículo 24, dicho proyecto señala: “Toda la ayuda financiera (del Estado) a las empresas privadas debe garantizar la inexistencia de despidos (…); se insta a los Estados miembros a que prohíban temporalmente la distribución de dividendos entre los accionistas por parte de las empresas y congelen cualquier aumento de los ingresos y bonificaciones de los directores; se manifiesta que cuando el Estado rescata a empresas privadas en sectores estratégicos, debería convertirse en copropietario como una forma de garantizar la sostenibilidad y la eficiencia, así como garantizar que el dinero de los contribuyentes pueda recuperarse después de la crisis”.
El 11 de mayo la Unión Europea aprobó la propuesta consensuada por los bloques mayoritarios e informó a los gobiernos que la disposición incluye la potestad de los Estados para nacionalizar todo tipo de empresas –grandes, medianas y pequeñas, coticen en bolsa o no– pero deben notificar a Bruselas las intervenciones estatales superiores a los 220 millones de euros. La norma estipula además que existe una limitación estricta respecto al aumento de los honorarios de los directivos de dichas empresas (adquiridas, salvadas o rescatadas por la compra de paquetes accionarios), hasta que la inversión dispuesta por el erario público sea amortizada por lo menos en un 75 % de la suma otorgada. Para evitar las ventajas monopólicas que pudieran profundizarse durante la pandemia, las autoridades europeas dispusieron la prohibición de adquirir más allá del 10 % de empresas competidoras. La regulación, además, invita a los gobiernos a profundizar regulaciones que eviten la evasión fiscal y a garantizar que el esfuerzo público se vea suficientemente remunerado por el esfuerzo y los riesgos asumidos en la recapitalización de las empresas intervenidas, rescatadas o expropiadas. Para el caso de la recompra futura de las acciones por parte de las empresas, se estipula la devolución total de los aportes públicos, más el equivalente a los intereses anuales establecidos.
Al norte del Río Bravo
El nacionalismo de las elites estadounidenses merece una periodización más retrospectiva, dada la admiración acrítica de las elites locales. Una apretada síntesis muestra que fue un Presidente demócrata, Woodrow Wilson, quien nacionalizó los ferrocarriles, la telefonía y el telégrafo, entre 1913 y 1921. Y fue otro demócrata (el único Presidente que fue elegido 4 veces) Franklin D. Roosevelt, quien estatizó las empresas mineras más prominentes, entre 1922 y 1945. Además –para espanto de las almas liberales biempensantes– durante su gobierno se impuso la confiscación del oro en posesión de las empresas y de personas físicas (Orden Ejecutiva 6102 del 5 de abril de 1933). Esta disposición obligó a todos los ciudadanos a entregar a la Reserva Federal el oro acopiado, tanto en forma de monedas lingotes o joyas, a cambio de 20.67 dólares la onza.
El demócrata Harry Truman nacionalizó entre 1946 y 1950 la mitad de la red ferroviaria, expropiando 537 compañías. Para legitimar dichas intervenciones, en septiembre de 1950 promovió la Ley de Producción para la Defensa (DPA) que desde entonces ha sido renovada medio centenar de veces. La DPA afirma que «la seguridad de los Estados Unidos depende de la capacidad de la base industrial nacional para suministrar materiales y servicios para la defensa nacional y para prepararse y responder a conflictos militares, desastres naturales o causados por el hombre”. La próxima renovación de la DPA tiene fecha de renovación en septiembre de 2025. En diciembre de 1950, Truman creó la Oficina de Movilización para la Defensa (ODM) afirmando que “el acero es un material clave en todo nuestro esfuerzo soberano”. Dada las reticencias de los empresarios para conceder los aumentos salariales solicitados por el sindicato (United Steelworkers of America), el Presidente decidió nacionalizar la totalidad de las acerías. Como justificativo señaló: “El sindicato ha aceptado las reglas –afirmó Truman en una conferencia de prensa– pero las empresas se niegan a aceptarlas”. Un año después la Corte Suprema anuló la nacionalización. En apoyo a Truman los 600.000 se lanzaron a una huelga. Dos meses después los empresarios aceptaron las condiciones exigidas por el Presidente y los trabajadores sindicalizados.
Fue otro republicano, Richard Nixon, quien estatizó los servicios ferroviarios de pasajeros, la Penn Central Railroad (PCR), una de las empresas más grandes del país que a fines de los años ’60 contaba con 100.000 empleados. Para legitimar su nacionalización el Congreso aprobó Ley de Servicio al Pasajero y dio origen a Amtrak, de propiedad pública, que empezó a operar el 1 de mayo de 1971. También durante la administración de Nixon se realizó el rescate de la empresa Lockheed con un aporte de 250 millones de dólares. En aquella oportunidad el entonces Secretario del Tesoro, William Simon declaró –luego del salvataje– que “siempre, esos caballeros empresarios proclamaron su devoción a la libre empresa y su oposición a la intervención arbitraria en nuestra vida económica por el Estado. Excepto, por supuesto, para su propio caso, que siempre fue único y que estaba justificado por su inmensa preocupación para el interés público”.
Fue un demócrata, Jimmy Carter, quien se encargó de impulsar el salvataje de Chrysler por un monto de 1.200 millones de dólares a cambio de 14,4 millones de acciones. Su administración impuso, además, la renuncia del directorio de la empresa, la participación de los trabajadores en la gestión y la opción estatal de decidir arbitrariamente sobre la venta de activos. Su opositor político, Reagan, exportó neoliberalismo, pero a nivel doméstico no se privó de intervenir el Continental Illinois Bank, en julio de 1984, mediante un rescate de 2.000 millones de dólares a cambio del control del 80 % de su capital accionario. Además, en 1986 estatizó la Corporación Federal de Ahorros y Préstamos (FSLIC), que integraba la red de créditos hipotecarios más extendida de Estados Unidos, compuesta por 4.000 pequeñas cajas de ahorro y préstamo.
Fue otro republicano, George W. Bush (hijo), quien llevó a cabo el salvataje de las principales aerolíneas luego del ataque a las Torres Gemelas, en 2001, aportando 5000 millones de dólares. Como contrapartida el gobierno se apropió de paquetes accionarios parciales de todas ellas. El senador republicano promotor de la Ley de rescate, Peter Fitzgerald, subrayó en el Congreso que “si los contribuyentes están asumiendo el riesgo, entonces deben participar en los futuros beneficios”. En noviembre de ese mismo Bush firmó la Ley de Seguridad de la Aviación y el Transporte con la que se nacionalizó la gestión de todos los aeropuertos. Al final de su segundo mandato, en 2008, se estatizaron las compañías hipotecarias Freddie Mac y la Fannie Mae, que hasta ese momento controlaban el 40 por ciento de todas las hipotecas de su país. Esta intervención se amplió aún más en 2008 cuando se adquirió el 77 % de una de las aseguradoras más grandes del mundo, la AIG y el 36% del Citigroup.
El 1 de junio de 2009, General Motors se declaró en quiebra y fue expulsada de la Bolsa de Nueva York. El gobierno del demócrata Barack Obama decidió aportar 30.100 millones de dólares para socorrer a los acreedores, a cambio de la propiedad del 60,8 % de la empresa. Además, el 11 % quedó en propiedad del gobierno de Canadá y el 17 % en manos de los Trabajadores Unidos de la Producción Automotriz (UAW). Meses después Chrysler fue a la quiebra y el Estado repartió las acciones: los Trabajadores Unidos de la Producción Automotriz (UAW) se quedaron con el 67 % del paquete accionario y los gobiernos de Estados Unidos y Canadá con el 13 por ciento cada uno. Para ese salvataje el Departamento del Tesoro aportó 1.900 millones de dólares. Y fue el demócrata Barack Obama que le dio continuidad a esta política que llevó a exigir la renuncia del CEO de General Motors, Rick Wagoner. En 2018 el republicano Trump plateó la necesidad de subsidiar a los proveedores de materiales ligados a la energía nuclear a cambio de la adquisición de paquetes accionarios. Aunque su propuesta fue momentáneamente desechada, varios analistas consideran que de ganar las próximas elecciones podrá recurrir a una orden Ejecutiva para controlar ambos resortes estratégicos de la economía.
Los grupos privilegiados de Argentina y de América Latina suelen admirar, de los países centrales, aquello que no cuestiona sus privilegios domésticos. Y suelen ser ciegos a la hora de observar el espíritu soberano que sustentan muchas de sus regulaciones. Por eso intentan transformar toda vinculación con lo estatal como una mala palabra. Habrá que volver a leer a Philip Dick: “La herramienta básica para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras. Si puedes controlar el significado de las palabras, puedes controlar a la gente que debe usar las palabras”.