Sería deseable que después de la pandemia que ha asolado a la humanidad los países se propusieran construir un mundo mejor. Es el deseo y la exigencia que expresan las personas más visionarias y calificadas de la política, la economía, la ciencia y otras actividades. Sin embargo, mucho nos tememos que lo que prospere sean las malas prácticas del pasado, como puede derivarse de los ingentes recursos que ya han dispuesto Estados Unidos y algunos gobiernos europeos para recuperar sus economías, fomentar el consumo y recuperar el orden económico y social preexistente. Con poca voluntad de destinar gastos para acelerar, por ejemplo, el cambio de sus matrices energéticas, frenar el consumismo insensato y lograr mayor equidad en las relaciones internas e internacionales. De las noticias que recibimos, pareciera que la mayor urgencia de algunos líderes mundiales es fortalecer los sistemas bancarios, salvar a las grandes empresas y, en general, volver a la vida que antes llevaban sus habitantes.
Por algo es que Greta Thumber, la famosa ambientalista adolescente, advierte que sería bueno aprovechar estas circunstancias para tomar medidas que frenen el cambio climático a fin de salvarle la vida a los cientos de miles de seres humanos que son víctimas de la degradación ambiental. En nuestro continente, sin embargo, tenemos dos jefes de estado -Trump y Bolsonaro- que abogan por “recuperar” la economía al costo de que otras miles de personas caigan abatidas por el Covid 19. Sin duda, se trata de dos gobernantes que no admiten, siquiera, que los pobres que abundan en sus naciones merezcan una oportunidad de justicia social y de una vida más digna. Lo que ambos se proponen, por sobre todo, es inyectarle más recursos e incentivos al capital y recuperar la confianza de los inversionistas privados y de las transnacionales.
Aunque hay muchas semejanzas entre lo sucedido en todas las latitudes, en Chile la pandemia nos ha servido para obtener certeras lecciones, partiendo por el redescubrimiento del insustituible rol del Estado. Para convencernos que los gobiernos no son solo recaudadores de impuestos, sino que deben cumplir un papel decisivo en la inversión pública, el control de las actividades más estratégicas y en la morigeración de gastos que en la Defensa, por ejemplo, alcanzan millonarias cifras que debieran destinarse a resolver los problemas más urgentes de la población. Bochornoso nos ha parecido que, en medio de la crisis sanitaria, nuestra Armada haga gala de recibir otras dos naves de guerra compradas a Inglaterra, cuanto que haya también oficiales que piensen que debe realizarse de todas maneras la dispendiosa parada militar de septiembre próximo.
Luego de lo anterior, al menos en Chile hemos tenido la oportunidad de comprobar, una vez más, la insolvencia moral de los más poderosos empresarios. Afanados ahora en obtener ventajas de la pandemia, lucrar con las necesidades de los chilenos confinados, obligar a sus empleados a continuar trabajando, pese a los riesgos que ello implica. Todo lo cual provoca que haya cientos de miles de personas que se obliguen a burlar las cuarentenas y arriesgar su salud para no perder su empleo y darle sustento a sus hogares. A no dudarlo, esta presión empresarial se hace cómplice de muchas muertes entre sus empleados. Así como el actual gobierno que persigue leoninamente a los que escapan de su confinamiento y no a los que los obligan a asistir a sus trabajos y vulnerar las medidas sanitarias. Por fin ahora se están demostrando los diversos delitos cometidos por muchos empleadores que el país espera sean drásticamente sancionados
El país percibe nuevamente la mezquindad de los llamados “hombres de negocios”, su fría disposición a despedir masivamente a los trabajadores y, más encima, apelar a las autoridades públicas para obtener créditos y bonificaciones para salvar sus inversiones y peculio personal, toda vez que no han mostrado disposición siquiera a un impuesto patrimonial para que el Estado pueda asistir a las víctimas de la pandemia. Vergonzoso nos parecería la implementación de nuevos rescates a la Banca, además de la entrega de recursos a empresas como Latam, sin que el fisco, al menos, pase a controlar parte de su propiedad y administración.
Del fracaso flagrante de algunas cuarentenas y otras medidas se debe concluir que el país debiera ahora dar pasos sustantivos y prioritarios para lograr mejores índices de equidad social. Objetivo que solo se consigue fundamentalmente elevando los ingresos de los trabajadores y poniéndole fin a las escandalosas utilidades de los administradores de los fondos de pensiones. Es evidente que se hará prioridad acabar con el sistema de AFP, así como, en la salud, frenar el lucro abusivo de las isapres, los laboratorios y las principales cadenas farmacéuticas. Actividades que, por supuesto, debieran restablecer la propiedad o el control estricto del Estado, tal como las empresas de luz, agua y gas, junto con las autopistas que hoy cobran tarifas más que desmedidas por obra y gracia de quienes desde La Moneda y el Parlamento les otorgaron estas concesiones
Es obvio, además, que la educación deberá retornar al control del Estado para ponerle fin a las inequidades en la formación de nuestros niños y jóvenes, garantizando para todos el cumplimiento de uno de los más elementales derechos humanos. Se deberá, por supuesto, terminar con aquellos establecimientos que, para colmo, se benefician de asignaciones fiscales, así como acabar con el sistema de créditos con “aval del Estado” para estudiar en las universidades. Una práctica que le permite a la banca recibir ingentes utilidades sin correr riesgo alguno por estas operaciones.
Justamente para estos objetivos es que el pueblo chileno se movilizó y dio origen a multitudinarias manifestaciones desde octubre del año pasado. Una protesta que tuvo a punto de tumbar al actual gobierno si es que no hubiera irrumpido la pandemia. Una demanda masiva que quedará pendiente, pero que en estos meses está reforzando sus razones al evidenciar las enormes brechas entre ricos y pobres , la feroz incompetencia de los actores políticos y los millonarios caudales económicos que los gobiernos de la posdictadura prefirieron celosamente atesorar en el extranjero, antes de darle satisfacción a las demandas populares. Recursos que hasta aquí apenas se han tocado, pero que ya se sabe son muy abultados y debieran ser destinados para erradicar la pobreza, fortalecer la educación pública y la cultura, así como sustentar inversiones no codiciosas y que garanticen los derechos de los trabajadores.
Puesta con más evidencia la verdadera realidad del país, ya surgen las más cínicas voces de quienes afirman que, a propósito de la pandemia, el Plebiscito y las elecciones pendientes ya no constituyen urgencia, y que “habría que explorar caminos alternativos para el logro de una nueva Constitución…” Es decir, en la búsqueda descarada de una solución cupular en que los políticos y las patronales empresariales definan nuestro orden institucional, bajo la tuición de las FFAA y la represión policial.
De allí la necesidad de que el pueblo se mantenga alerta y disponible a reeditar el estado de malestar y movilización para conseguir las demandas pendientes. Además de proponerse la construcción institucional de una democracia genuina, con más injerencia del pueblo en la toma de decisiones, como en la urgentísima recuperación de un medio ambiente tan altamente deteriorado por la voracidad empresarial y la criminal condescendencia de la abyecta clase política. Fenómeno que nos tiene en riesgo de un colapso ecológico que cause muchas más muertes que el Covid 19. Un virus que, por lo demás, ni remotamente es más letal que otras enfermedades y contagios presentes cotidianamente en las defunciones de Chile y el mundo.