CRÓNICA

 

 

Aníbal mira hacia adelante, siempre. Sentado en la sala de estar parece desconectado de todo. Mira a la pared, ni siquiera sabe que estoy cerca. Es la mañana de un verano abrasador.

–Tienes aire acondicionado, ¿verdad?
Respondí desconfiado –Sí, ¿por qué?

Así comenzó una secuencia de días en los que tomaba su almohada y una manta, las ponía en el suelo y se acostaba en mi habitación tratando de sobrevivir a los 42 grados de la Crown Heights en el corazón de Brooklyn. Antes de dormirse, me contaba algunas de sus historias.
Yo decidí escribir sobre él, no sobre las historias.

La primera vez que lo vi fue cuando llamó a mi puerta queriendo alquilar una habitación. Llevaba una camiseta roja, unos pantalones cortos blancos de jugador de baloncesto. Su brazo completamente tatuado exhibía los símbolos de las pandillas, cosa que descubrí –sólo después de que se mudó– durante el desayuno, desempaquetando sus cosas. Fue en ese momento cuando me dijo que salía de una tormenta. En esa época yo trabajaba en una organización de apoyo a la población carcelaria, por eso no tuve prejuicios sobre su origen o historial. De hecho, mi conexión con él comenzó como un experimento sociológico y terminó convirtiéndose en una relación fraternal de hermano mayor.

Aníbal es una de las personas más dulces que he conocido, y uno de los que posiblemente tenga antecedentes penales más largos. Cerca de dieciocho pasajes por pequeños robos o consumo de drogas. Los delitos cometidos más tarde, en peleas dentro de la prisión, alargaron su estancia en la misma, totalizando más de 15 años –la mitad de su vida– encarcelado. Negro y latino, hijo de padres que sucumbieron al SIDA en los años 90, Aníbal es seropositivo desde que nació. En todos estos años no he conocido a nadie que represente mejor que él los errores del sistema penitenciario, la exclusión, el racismo y el abandono. Al mismo tiempo, gracias a conocer su vida, he podido conocer también la complejidad del ser humano empujado a sus límites, en medio de un torbellino de emociones, mala suerte, amistades destructivas y abandono. Encontré similitudes en nuestras vidas, una infancia difícil y pobre. Soy consciente de que me salvé de su mismo destino por el color de mi piel y por haberme alejado de cualquier dependencia química, algo que mi padre, mis tíos y tantos amigos no hicieron.

Gracias a un programa del ayuntamiento dirigido a las personas con VIH, él recibe una ayuda para vivienda y comida, que le permite alquilar una habitación hasta que consiga un apartamento. Con sus antecedentes penales es difícil que un propietario o un trabajo lo acepten. Los trabajadores sociales lo visitan periódicamente y comprueban si está tomando los retrovirales. Parece que quiere recuperar el tiempo perdido: toda la juventud en la cárcel, sin conocer la Internet, y todo el cambio que vivió el mundo mientras él vestía un traje naranja y se distraía con peleas y disputas por drogas.

–¿Fumas marihuana? –me pregunta sonriendo.
En sus manos termina de liar un porrito, uno de los muchos que consume cada día. Como un niño, sin reservas, responde a cualquier pregunta, pero luego no lo hace de manera clara. Pausa para fumar, mira el techo. Para, se levanta, va hasta la cocina. Hace preguntas sin relación con lo que estamos hablando.

–¿Me tienes miedo? Pongo una cara similar a la suya, con la mirada perdida. Hago un gesto negativo con la cabeza.
–¿Por qué te tendría miedo?

Desde chico convivo con la violencia, sé navegar entre muertos y heridos. Me crié en un lugar en que ocasionalmente había muertos en las calles por la mañana, después de enfrentamientos con la policía. Una vez un delincuente con arma en la cintura saltó en mi patio trasero. Me miró a los ojos y se fue. No era la primera vez que visitaba el infierno de otro hombre. Él sonrió. «–Tú me entiendes».

Hace unos meses, Aníbal estuvo en Rikes, uno de los mayores complejos penales del país, donde se albergan 10.000 reclusos. Es una isla, al norte de Queens, cerca del aeropuerto La Guardia, visible al aterrizar. Pregunto cómo era la vida allí –el naranja no es el nuevo negro, seguro–, bromeo. Se pone pensativo otra vez. Mis preguntas despiertan curiosidad. Para qué pregunto tanto, qué estoy haciendo ahí… Él ya hizo muchos planes para el futuro. Ya no. Vaga por el apartamento. Tiene un hermano que no lo quiere cerca. Balbucea sobre el pasado. Tiene mañanas depresivas, no quiere ver la luz de la ventana, prefiere el invierno.

Hace una pausa para fumar.

–¿Eso fue una entrevista? Le respondí con una sonrisa: –No, fue una conversación. Provoco.

Y muchas conversaciones tuvimos hasta el final del invierno, cuando él se mudó. Consiguió un piso solo para él y dice que se va a casar con una mujer dominicana que conoció. Le deseo buena suerte. Volvió a visitarme un día en medio de la noche. Estaba delgado, tan delgado que lo abracé y sentí sus huesos.
–¿Estás tomando tu medicación? No me respondió.

Vino la Pandemia y nunca más me llamó. Un amigo común en una red social me dijo que fue arrestado de nuevo. Una llamada de la prisión me despertó un día y era él.

–¿Vamos a Coney Island?, me preguntó. –Voy a salir pronto de aquí. Quiero vivir, me dijo.

Cuelgo con la sensación de que no nos veremos más. Él todavía no lo sabe, pero su abogado me dijo que el juez le impuso una fianza impagable. Probablemente estará allí cada vez más tiempo y no sé si el mundo será el mismo. El confinamiento me dio la sensación de experimentar por un corto tiempo el aislamiento en el que vive, la cárcel es el lugar donde él pasó más tiempo en la vida. Él y miles de jóvenes negros que hoy pasan por mi ventana, aquí en el Bronx, reclamando justicia. Quieren una reforma penitenciaria, quieren el fin de la brutalidad policial.

Desde mi ventana veo proyecciones en el largo edificio de al lado. Cada noche alguien reproduce imágenes de Malcolm X hablando. Veo a un joven negro de unos trece años con un cartel en la mano y un trozo de madera. Ahí va otro Aníbal. Hijo también de esta tempestad.

Nueva York, bajo toque de queda, junio de 2020.