Esta semana comenzó mi distracción. Cada vez con más frecuencia, olvido el barbijo. Me doy cuenta cuando me cruzo el tercere o cuarte embarbijade que me mira admonitoriamente. Y tengo que volver a buscarlo. Cuando vuelvo, olvido lavarme las manos (porque me restregué con alcohol diluído que tengo en el hall para poder agarrar el atomizador con que rocío el trapo de piso, etc.). Tal parece que se fueron aquellos días en que en una semana me lavé las manos más veces que en el último año.

Ahora empiezo a sentir que no puedo tantas cosas que antes podía. Parece que se me está agotando el ensimismamiento y necesito recuperar mi radio de acción, que era muy amplio. Cualquier cosa que pienso hacer topa con él, el maldito virus que se ha cobrado tantas vidas. Bendito para mí, pero ése es un efecto paradojal en lo mío que en modo alguno compensa el daño global.

Pero ese daño no fue inevitable. Sólo la ignorancia, sea en la forma de imprevisión o la aparente idiotez que caracteriza a algunos gobernantes y a muchos ciudadanos, son los verdaderos responsables de la tragedia.

Otres amigues se han ocupado en estas páginas de las bondades y responsabilidades que alumbró la pandemia. Me interesa destacar lo que nos afecta a todes: el peso de nuestra “civilización” que, además, es el precio que pagamos.

Lo más grueso a considerar es que un bicho nos ha sometido. Un microscópico ente con la fuerza suficiente para multiplicarse exponencialmente y batir nuestras defensas, tanto las biológicas como las sociales.

Al menos yo y un par de generaciones que me siguen (podría hablar de los que me anteceden, pero la punta de las pirámides siempre se angosta, tornándose estadísticamente irrelevante, y estoy cada vez más cerca de la punta, ese agujero negro que nos espera inexorablemente), los del tiempo “de la penicilina” diría, crecimos en un ambiente a prueba de bichos malignos. No totalmente a prueba, pero con las debidas vacunas y mínimos cuidados de higiene, podíamos garantizarnos una larga vida. Claro que para salvarnos de semejante “condena” teníamos la ayuda del tabaco. Una pandemia aceptada. La otra es el alcohol, que tiene la bondad de sacarte al momento las penas. Después vino la TV, etc, como paliativos para amenizar lo agridulce de la vida, hasta casi sustituir el espacio físico, eso que tomábamos normalmente por realidad.

En nota anterior mencioné que “creamos espacio”. Vale aclarar que el plural es literal. Antes de la percepción humana no había espacio. Sólo un vacío, por decir algo, que necesitaba ser nombrado.

Tantos fueron los nombres que trajimos y las cosas que inventamos, que se saturó lo de afuera y llegó a multiplicarse en lo infinito del espacio virtual al que accedemos a través de las pantallas. Creamos un nuevo circuito para nuestra temporalidad.

Las condiciones físicas de nuestra experiencia, más bien sus restricciones, desaparecen alegremente en un campo de experiencia que nos abre el infinito. El infinito de un espacio sin límites pero también, de experiencias posibles.

Lo virtual ha puesto afuera lo que llevamos adentro: lo infinito de lo posible. Pero confinado por la zona de confort. Lo virtual nos libera de las consecuencias y podemos chocar un auto, morir y renacer, ver lo que está en la otra punta del planeta, hasta tener sexo… sin arriesgarnos. Podemos reducir el mundo a una habitación… si no fuera que necesitamos las cosas que provee el mundo.

En el campo de lo natural, el virus dejó en claro que los caídos tenían las defensas bajas. Es abrumadora la diferencia entre los contagiados asintomáticos sin consecuencias (hasta lo que se sabe, todavía es muy temprano) y las víctimas. Se ha destacado la decadencia de los sistemas sanitarios y la miseria que condena a la mayoría, sobre todo por la cuarentena.

En el campo de lo social, los gobiernos no se han ocupado de eso. Quiero destacar que ambos factores, sumados a un sistema que estresa constantemente, se ocupó de minar la base biológica de la mayoría. Ni siquiera quienes tenemos “cobertura” médica nos salvamos porque estamos librados a nuestro conocimiento del propio cuerpo. Los sistemas médicos no se ocupan de prevenir, o sea de darnos la oportunidad de actuar a tiempo. Sólo son talleres donde uno lleva el cuerpo cuando le falla. Eso de la “estructura psicofísica” es una bonita figura teórica que en la realidad se encuentra disociada. La psyché está bombardeada por todos lados como para marearla y evitar que asuma la libertad que le corresponde, y la porción de soberanía política, en consecuencia.

La ciencia liberó el alma de los fantasmas metafísicos y la encadenó a las máquinas multiplicadoras de realidad.

En el campo de lo económico ¿se imaginan una hambruna en una comunidad tribal? Los excedentes estarían a disposición de todos y afrontarían las inclemencias naturales cada uno por igual. En nuestro tiempo, la acumulación de capital debe superar en largo la de cualquier otra sociedad histórica. Pero no está a disposición de todos. Al contrario, se sigue haciendo negocio con la calamidad común. (Ayer leía de un fondo de inversión yanqui que compró a una universidad una droga anticoronavirus que desarrolló para, a su vez, vendérsela a uno de los conglomerados del Big Pharma. No pierden oportunidad. ¡Ah! la droga se desarrolló con fondos aportados por el Estado).

En lo individual, la ignorancia ajena nos arrincona, no el virus. Y se suman las expectativas individuales, que son la misma cosa.

El déficit de humanidad que nos aqueja (no puedo excluirme por más que me considere bastante humanizado) está combinado en esos dos factores que son uno y el mismo: la ignorancia por falta de datos –en términos de cibernética- y el exceso de expectativas individuales –en términos cognitivos. Una carencia de datos que no se compensa, sino que se retroalimenta por los datos de la expectativa.

Nuestro flujo vital, nuestro transcurrir está dominado por las expectativas que tenemos. Ya dije antes que las cosas son objetos temporales porque nos atraen. El deseo/necesidad de ellas configura nuestra visión del futuro y organiza nuestra vida porque anticipamos la sensación de satisfacción que vamos a tener cuando las alcancemos. Esa es la trampa de los sentidos provisorios, de las direcciones transitorias que nos impone el ensueño, el soñar despiertos. ¿Cuántas veces has tenido la sensación de haber perdido el tiempo? siguiendo tus ensueños, ya fueran logrados o fracasados; o sin hacer lo que querías, o haciendo nada, que es lo mismo pero en ausencia del saber qué se quiere (yo, tantas veces…).

¿Quién denuncia las consecuencias porque las sufre? ¿Quién se queja a través de los síntomas? ¿Quién se ve tironeado por la contradicción, con dolores de cabeza, tensiones en el cuello y los hombros, la boca del estómago dura o mariposeando, o fibrilando, y hasta descomposturas digestivas…? Ya indiqué la respuesta: el cuerpo.

Él padece las direcciones que se oponen en las expectativas, el tiempo que no alcanza, tener un solo futuro para tantas posibilidades[1]. Porque él es el que se mueve, busca equilibrarse frente a los embates de mis expectativas, de mis ambiciones.

¿Recuerdan que en nota anterior hablé de que nuestra sociedad estaba organizada al servicio de los cuerpos[2]? Bueno, de esto se trata.

Dominadas por el cuerpo o, si se quiere, impulsadas por él, nuestras expectativas imponen, con más o menos desorden, nuestras metas. Que se despliegan en el mundo, o sea, en medio, con o frente a otros cuerpos que facilitan, acompañan… u obstruyen.

¿Estoy deshumanizando la cuestión? No. La estoy corporizando, hablo de la materia que somos, en parte. Pero que asume el papel preponderante si atiendo a la organización de mis acciones. ¿Recuerdas el inventario que sugerí? Repito: con papel y lápiz, poné todo lo que hacés, ordenalo por franjas de situación, espacios que ocupen, como fuera, no importa el criterio sino la visualización. Después, fijate en cuál no hay un resultado para tu cuerpo: nutrición, cuidado o placer. Comparalo con las actividades tabuladas socialmente y sacá conclusiones.

Dependemos del cuerpo y a éste lo manejan las expectativas. Es un bucle reforzador y desorganizador. Sobre todo por la espontaneidad de las expectativas que determina el cuerpo.

Por eso digo que la ignorancia es un vacío de datos –agrego y resalto: útiles- que llenan nuestras expectativas. Mi campo futuro, lo que espero o busco que suceda en mi vida, puede llenarse de mí. Que es lo mismo que de mi cuerpo. O sea, de cosas para mí. Cosas elegidas para mi exclusiva satisfacción inmediata, descuidando mi futuro. Y en esto no hay nada malo. También, puede llenarse de mundo. No para mí, sino para sí, un para sí global, un mundo en el que estoy incluído.

En términos más simples, vivo un paisaje humano que siempre configura mis expectativas, pero la dirección no es la misma si son para mí o para otros. Y cuando lo primero, no advierto que para otros es también para mí, o quizás, mi posibilidad de plenitud.[3]

Destaco que hay aquí un salto de octava: lo humano está soportado y es como que “flota” sobre lo corporal. Se independiza de él y tiene su propia dinámica. Las expectativas entretejen la realidad, mi realidad, que puedo compartir o no. Distintos son los resultados.

Nuestro tiempo es rico en ejemplos, vuelvo a mis preferidos: Trump y Macri, niños que nacieron millonarios y nunca pudieron ver más allá de su propio ombligo. Ambos son rampantes ignorantes de la dinámica social y codiciosos despiadados que han manipulado la misma vida de sus pueblos.

Al mismo tiempo han desnudado las consecuencias de la ignorancia funcional esparcida a lo largo de la pirámide social. No son los únicos. La virtualización de la realidad no radica sólo en las pantallas y pantallitas. ¡Oh, no! La cultura algorítmica es consecuencia directa de una dirección –por cierto que muy interesante- en ciertas expectativas. Lo virtual nace en la generación de un espacio imaginario colectivo que trabajó en modo colmena para la creación de los instrumentos que lo materializaran y pudieran multiplicar la realidad. En consecuencia, surgieron múltiples universos. Claro que son imaginarios, pero la imaginación siempre precede la realidad. Las expectativas son su materia.

Una miríada de expectativas, muchas más que los que habitamos este suelo que compartimos, se vieron impedidas por lo invisible y generaron las visiones del fenómeno que se han podido ver. La temporalidad quedó suspendida porque estaba identificada con el tiempo social. Pero nuestros tiempos siguieron corriendo, tratando de acomodarse o rebelándose ante la aparente parálisis de los cuerpos con relación al espacio social que les da sentido.

Está claro que las expectativas son el sistema de tracción del tiempo y que nuestra civilización quedó desbancada por su propio peso. Por un lado fue la generación de expectativas y por otro, su desproporción en la atención de lo básico. Podría leerse que lo básico son los cuerpos, pero no, ellos han sido víctimas de la falta de proporción en esas mismas expectativas, tanto sociales como, en consecuencia, las individuales. Que no son sólo la de los gobernantes.

Natura puede hacernos una zancadilla pero, como los dioses: “…de todos los caminos, aparentemente cerrados, siempre el ser humano encontró la salida”[4].

 

[1]Jinete que cabalgas a horcajadas del tiempo ¿qué cosa es el tiempo sino el cuerpo mismo?”,

Silo, El paisaje interno, en Obras Completas, T. I, en www.silo.net.

[2] “El destino del cuerpo es el mundo y, en tanto parte del mundo, su destino es transformarse. En este acontecer, los objetos son ampliaciones de las posibilidades corporales y los cuerpos ajenos aparecen como multiplicaciones de esas posibilidades, en cuanto son gobernados por intenciones que se reconocen similares a las que manejan al propio cuerpo.” Silo, Contribuciones al pensamiento/Discusiones historiológicas, 3. La historia humana, op cit.

[3] Sobre esto, recomiendo la lectura de El paisaje humano, también Silo, op.cit.

[4] Otra vez Silo, en La crisis de la civilización y el Humanismo, en Habla Silo, op. cit.