La nota sobre el “entretejido temporal de la vida” me sirve a modo de guión para hilar los próximos temas.
El sentido de las cosas está en función de lo humano. Las cosas importan porque son para mí o para otros. Por sí mismas no importan si no es en función de deseos y necesidades. Así, si considero las franjas de aplicación de mi acción: las cosas y lo humano, me encuentro con que las cosas carecen de sentido por sí mismas.
De modo que lo humano constituye en todo caso, lo genérico de mi sentido. Siempre que hablo de sentido estaré implicando lo humano. El sentido es la intimidad de lo humano, donde se configura el mundo, lo que conecta mi ser con el mundo. Refleja y reproduce al mismo tiempo, recreando el mundo, que vuelve a ser sentido por retroalimentación. Ese sentido es el tejido social, lo que me hace humano y a la vez, me hace parte de lo humano, porque si bien los sentidos son individuales, al ser compartido el mundo, tienen una matriz de la que todos participamos y nos interconecta, tanto en su origen como en su resultado: el mundo.
Claro que hay humanos que reniegan de los otros y prefieren a los animales. Pues bien, lo humano también está presente como sentido en el rechazo de lo humano que limita sus posibilidades.
Hasta aquí, sentido no es cualquier sentido, sino lo que compromete mi vida en este instante, lo que orienta la aplicación de mi acción. El sentido es la clave de la situación. Como las situaciones varían, también los sentidos. A la inversa, las situaciones se transforman a partir del cambio de sentido.
Está también lo que siento, lo que anhelo, lo que aspiro, esa sensación interna a veces asociada a algo determinado, pero la mayoría de las veces no. Entonces, la reconozco como la búsqueda de algo conocido que, sin embargo, no sé qué es, y la tomo, en el mejor de los casos, como un anhelo de sentido que, como no tiene algo que le corresponda, me confunde y desisto de que pueda cumplirse, evanesciéndose en una esperanza vana, una falsa ilusión. Como si intuyera la posibilidad de un sentido permanente, un sentido propio de la vida, independiente de las situaciones. Pero esto es una cuestión de experiencia que, tradicionalmente, ha sido objeto de fe, por lo que no es interesante ocuparse de ella teóricamente. Afirmar su existencia no admite demostración porque, como dije, es cuestión de experiencia, de modo que queda abierta la pregunta sobre su posibilidad como algo para experimentar.
La experiencia humana es originariamente social, porque el desarrollo de cada ser humano singular se da en un medio humano, en un entramado de relaciones donde las miradas ajenas sobre uno y la propia mirada sobre los otros va configurando el peculiar modo de ser de cada uno. El sujeto crece en relación y al desarrollar esa capacidad relacional se transforma en persona.
Su intercambio principal es, entonces, con otras personas, de tal modo que su paisaje se configura en esa interacción y, aunque mecánicamente propio, se vive como parcialmente ajeno, si bien en diferentes proporciones según el caso.
Paradójicamente, esta constitución social de la persona no conlleva la incorporación de valores sociales, que se pueden sintetizar en la solidaridad, a menos que se vivan. El valor es una vivencia que se codifica en una imagen que representa eso que se llama “valor”. Es más bien una vivencia de evaluación que corre paralela a lo que la sociedad valora y trata de enseñar como valores.
El valor implica vivencialmente al individuo y su matriz es la propia experiencia. Que está moldeada por los ejemplos o modelos, generalmente la imagen de sus padres y del entorno. De ahí que entre los valores promovidos socialmente y los que las conductas manifiestan en la práctica suele haber un abismo. Los casos ideológicos sirven de ejemplo: las corrientes colectivas que promueven algún tipo de ética para el conjunto social con frecuencia viven la contradicción en sus propios miembros, porque están “contaminados” por la cultura tradicional. Como si pudieran desintoxicarse por el solo hecho de cambiar sus ideas.
De modo que en los hechos, las vidas individuales transcurren dominadas por sus intereses personales sin hacerse mayor problema por los del conjunto.
Va de suyo que la constitución de las situaciones por la conciencia, como dije arriba, implica la constitución simultánea y en estructura de la imagen de sí o noción de sí mismo. De ese modo, mis seres queridos y mis cosas son parte de “mi” situación, por tanto, una suerte de extensión de mí mismo. Yo no termino en mi piel sino donde alcanzan mis afectos que, literalmente, son aquellas personas o cosas que afectan mi ser. Me tocan o modifican. Así, los modos de ser que pululan en mi entorno se entretejen con el mío, ya no como estímulos o modelos sino como ocasiones necesarias para el despliegue de mis deseos/necesidades codificadas en roles que ponen en marcha sistemas de ideación (de representación/sentimientos/tensiones corporales).
Existe un temor asociado al “instinto” de conservación que nos lleva a cuidar nuestras cosas. Allí está la raíz de la discriminación del otro-distinto de mí como un posible enemigo. Ése o eso que está fuera del radio de mi identificación como propio es un extranjero, un ajeno a mi ámbito íntimo que puede ser enemigo.
Así se va formando una mecánica selectiva de las situaciones que “elijo” vivir, determinada inercialmente por las situaciones en que me formé. Por tanto, mi libertad de elección es relativa, atada como está a mi experiencia y las posibilidades que me brinda. De modo que mis posibilidades de evolución quedan determinadas por las posibilidades que habilita mi experiencia.
Si la dirección de la Vida es evolutiva, si porta un cambio por sí misma, al sostener mis limitaciones de origen estoy yendo contra la evolución.
Pero lo notable es que en esa cerrazón de mi experiencia, que determina la exclusión del otro-distinto y provoca la limitación de mi circuito vital a los “seres propios”, no hay tampoco solidaridad. No la pura, que es desinteresada. Hay una posesión del otro dentro del límite de pertenencia. Paradojalmente, la común pertenencia a una matriz relacional que se encuentra interpenetrada y cohesionada por características comunes, produce una desesperada necesidad de diferenciarse del otro-propio para sentirse uno mismo. Eso determina, a su vez, la imposibilidad de comprensión simple y humana del otro como otro ser humano como yo, igual como humano pero distinto como persona, produciendo una fractura en el vínculo que se renueva, aunque se mantenga lo formal de la relación.
Como mi conducta se orienta hacia lo humano por condición de origen, desde el punto de vista del sentido, y como éste inevitablemente me empuja hacia el futuro; como mi experiencia está forjada en el pasado y se proyecta en mi futuro; no importa con qué carga, si de deseo o de compensación, ya que ambos son aspiración o anhelo; en mi futuro habrá otros como destino de mi acción. Esos que hoy son la materia de mi ensueño.
Ellos cambian y yo también, en situaciones compartidas o no, que también cambian. De modo que ellos y yo estamos entretejidos en una vida que compartimos y con su flujo incesante nos lleva al futuro.
Como la fuerza del torrente vital es siempre la misma y no amaina, está en cada uno que el futuro nos encuentre unidos o separados. Y las consecuencias de ambos resultados ya son conocidas: la integración o la desintegración, que es lo mismo que decir la liberación o la dependencia. Y no es un slogan político.
Reitero: nos formamos en situación y en el entretejido de las miradas ajenas que nos moldean. No son simples miradas sino que nos imprimen atributos, incorporamos formas de ser, sea positiva o negativamente, por emulación o rechazo. No es lo que nos enseñan intelectualmente sino lo que nos muestran o actúan ante nosotros, lo que copiamos e incorporamos en nuestro imaginario, y transformamos generando nuestra propia versión de ser. Pero siempre en relación con esos modelos.
En el curso de la vida, las relaciones y las situaciones se irán amoldando a los modelos internos de los personajes y los intercambios. Rechazarlos es condenarme a la soledad y la repetición. Por lo contrario, asumir mi ser en relación y ver en otros a otros como yo, que necesitan lo mismo que necesito, me brinda la oportunidad de superar mis limitaciones, la que imponen mis modelos internos, y de liberarme de mis condiciones de origen para avanzar en un dirección humanizadora.
Repetir o crear son las alternativas que se me presentan. Montar mi tiempo y aceptar sus transformaciones, acompasarme a los tiempos con los que entretejo los momentos de vida, es abrirme al futuro.
Eso sólo puedo conseguirlo con otros. Por eso, el futuro son los otros.