Cuando pensamos en el sufrimiento, lo identificamos inmediatamente con problemas. Los problemas nos llevan rápidamente a pensar en el medio que nos rodea, en las circunstancias que vivimos, donde, supuestamente, se generan los problemas.
Creemos que la vida es difícil. Nos repetimos constantemente que la vida es una lucha, y esa frase nos lleva a vernos a nosotros mismos, a vivirnos como guerreros en constante pelea con lo que nos rodea.
Dichos populares como “todo tiene su precio” son frases que nos decimos habitualmente cuando necesitamos justificar alguna nueva mutilación producida en el combate cotidiano por el cumplimiento de nuestros ensueños, o si se prefiere, por la satisfacción de nuestras necesidades más elementales.
Ese “precio” que “pagamos” es el sufrimiento.
Si bien se ha identificado el sufrimiento con la misma existencia del hombre, al punto que nadie cree – aunque lo desee profundamente- que pueda dejar de sufrir alguna vez, la creencia en la posibilidad de superarlo tiene su raíz en lo mas íntimo de nuestra humanidad. Es la piedra basal de todas las religiones.
La vida es una tendencia, una fuerza lanzada en una dirección. Se reproduce y multiplica a sí misma para perpetuarse, dando continuidad a esa fuerza arrolladora. La condición de esa retroalimentación es la aplicación de sus fuerzas en cada instante para multiplicarlas en el siguiente. De ese modo se desarrolla la vida en sus ciclos, con sus aparentes retrocesos, pero siempre avanzando hacia una vida más plena.
Y de esa tendencia vital participa el hombre. La clave de su desarrollo, de la multiplicación de su propia vida, radica en el esfuerzo; no en el sobresfuerzo agotador, sino en la aplicación permanente de su fuerza en el mundo para transformarlo, transformándose a sí mismo al mismo tiempo en esa actividad. El esfuerzo le permite superar la inercia, no sólo del estancamiento en la quietud, sino también en el movimiento, buscando nuevas direcciones para su evolución.
En ese sentido, el esfuerzo es condición de la vida humana; no así el sufrimiento, que deriva de la falta de esfuerzo o del esfuerzo mal realizado, de haber equivocado la dirección en la acción.
En la Historia se confundió con sufrimiento el esfuerzo que implica la transformación del mundo y de sí mismo, y al identificarlo conceptualmente creyó que así era en la experiencia vivida. Y se equivocó.
A partir de ese error en la interpretación de la experiencia surgieron los bandos: de un lado, los abanderados del sufrimiento, mal llamados estoicos, idealistas; y del otro los promotores del placer, hedonistas, materialistas. Pero el sostener ideas contrarias al sufrimiento no exime de participar de la misma experiencia sufriente de todo el mundo, porque la persecución del placer nos encadena al sufrimiento.
Los seres humanos sufrimos. Algunos lo reconocemos. Otros lo niegan. Pocos tratamos de superarlo.
La actitud respecto del propio sufrimiento genera distintas actitudes frente a la vida: “sacrificados” los unos, “despreocupados” los otros. Estas dos actitudes, con todos los matices que uno quiera descubrir y combinar, pueden dar origen a una tipología muy variada, pero de trasfondo, juegan esas dos en la mayoría de las personas. Pocos son los que tratan de superar su estado sufriente y, los menos, tratamos de comprenderlo.
Los “sacrificados” cargan sobre sus espaldas las circunstancias guardando su sufrimiento para sí, o bien se lanzan al mundo proclamando la necesidad del sufrimiento para ser virtuosos, o aún para sobrevivir; se precipitan por dentro de su sufrimiento, como si fuera virtud, o levantan la bandera del sufrimiento como sistema de vida, convirtiéndose en activistas del sufrimiento. Sufren, sufriendo.
Los “despreocupados” predican que no hay que complicarse la existencia y sufren tratando de evitar las complicaciones y de conseguir las cosas que creen placenteras.
También sufrimos los que intentamos superar el sufrimiento. Pero tenemos la oportunidad de comprender que la superación del sufrimiento depende de la comprensión que se tenga del mismo.
Esa comprensión no es conocimiento intelectual o entendimiento, sino que es la vivencia del sufrimiento como un estado particular de la dinámica de la estructura psicofísica del ser humano. No se trata del conocimiento de las vivencias por análisis o lecturas, sino por la propia experiencia vivida sin intermediarios.