Un compañero de la Agencia me proponía mirar la portada del sitio online del Washington Post. Si bien llevábamos semanas hablando de que el estallido en los Estados Unidos era inminente, las brutales imágenes de represión, de incendios, de gente saqueando, uno desearía no tener que narrarlas, porque sabe lo que indican.
Indican sufrimiento, indican fastidio, hartazgo, incapacidad para seguir soportando los condicionamientos de un sistema económico y social invivible. Incapacidad para seguir soportando la segregación y la gobernanza de propagadores de la exclusión y el abandono de los que menos tienen.
Miraba la puesta en escena, la cobertura mediática de lo que ocurre en el país más civilizado del planeta y me daba cuenta que las comunidades originarias, donde la COVID-19 está haciendo estragos, no figuraban; ni los inmigrantes; ni las mujeres; ni los homeless… Es decir, estaba presenciando la eclosión de un fenómeno brutal, pero que solo era una de las piezas de ese dominó que se está cayendo ficha a ficha.
Imposible no recordar a Jeremiah, esa saga de cómic que había creado el genial Hermann a fines de los años 70, donde describía un mundo postapocalíptico. Los Estados Unidos posteriores a una guerra civil iniciada por el choque entre los supremacistas blancos y los segregados afroamericanos. Una guerra que escala a niveles de autodestrucción casi total y que genera pequeñas comunidades de distinto nivel de desarrollo que conviven o combaten entre sí. Un futuro de señores feudales, ricachones persiguiendo la eterna juventud y sectas que prometen viajes lisérgicos para escapar del aturdimiento de un mundo desigual y violento.
Nos asusta este eterno retorno, pero a la vez, pasados ya los cuarenta años, comprendemos que estamos reviviendo momentos de otras épocas, pero recargados. Una versión superadora del caos anterior, “la caída de la otra mitad del mundo”, una nueva encrucijada de la que esperamos salir con más humanismo y menos posmodernidad.
Vemos con mis congeneracionales a los más jóvenes no entendiendo los códigos de este mundo agonizante, casi mejor que no los aprendan, pero por eso quizás se pueda ver a una parte de ellos enarbolando consignas y banderas de los que nos llevaron al borde del precipicio para luego convencernos de dar un paso al frente.
También vemos a los que nos precedieron en el descubrimiento del planeta, desconcertados y buscando seguir esa huella de “vanguardia iluminada”, con la parca mordiéndoles los talones y el fracaso anidando en sus corazones.
Pero este fracaso no es personal. Entiendo que todos consideremos que podríamos haber hecho más para evitar este abrupto final, pero no estaba en nuestras manos evitarlo. No supimos, no pudimos, no quisimos (como especie) impedirlo, más allá de haber logrado llegar hasta acá con la expectativa de vida más larga, la población más grande de la historia y con un salto tecnológico que nos parecía de ciencia ficción. Es decir, tampoco hicimos las cosas tan mal.
Solo que seguimos a merced de mafias, a merced de Carteles que siguen combatiendo entre sí, que siguen persiguiendo la supremacía, el control, el poderío. Nadie podía dudar de que estos “buenos muchachos” nos iban a traer a esta encerrona. Era cuestión de tiempo y sigue siendo cuestión de tiempo cómo salgamos de este laberinto.
Ya sabemos que se sale por arriba, al menos, ese aprendizaje forma parte de nuestro ADN. El tema es que seamos suficientes mirando para arriba, como para poder generar ese salto. En el mientras tanto, debemos ocuparnos de que esta guerra de pandillas no nos lleve puestos a todos. Debemos fortalecer el entretejido social, no solo para la contención, sino también para poder impulsar nuevas formas de construcción y redistribución futuras.
Debemos apelar a la solidaridad, hacerla carne, que nos invada y no nos deje ser indiferentes al prójimo. Seamos millenials, posmodernos o herederos del vanguardismo iluminado, la supervivencia depende de todos y cada uno, así que es un buen momento para ser más humildes en las creencias y más comprometidos en el trabajo colectivo.