Tras mantener un promedio sostenido de 3.5 asesinatos diarios, incluso con días de cero homicidios, el país registró el pasado fin de semana un drástico incremento de muertes violentas atribuidas a las pandillas: el viernes 24 de abril hubo 23 asesinatos, el sábado terminó con 13 y el domingo cerró con 14.
En respuesta, el gobierno hizo lo mismo de siempre: amenazar a los pandilleros con endurecer controles en las cárceles, culpar a la oposición política y ordenar a policías y militares “hacer uso de la fuerza letal” contra pandilleros. Nayib Bukele hasta ofreció pagar -con fondos públicos- la defensa legal de quienes asesinen a miembros de maras.
Tal reacción tuvo eco en la Asamblea Legislativa, donde uno de los acólitos del Presidente Bukele, el diputado Guillermo Gallegos, propuso por enésima vez la “pena de muerte para los mareros”. Responder a la violencia con más violencia parece ser lo único que se les ocurre a estas mentes brillantes.
Quienes sospechan de la existencia de alguna tregua no confesada entre la Administración Bukele y las pandillas, creen que la subida repentina de homicidios se debe a alguna ruptura o a incumplimientos del gobierno. Otros analistas creen que, simplemente, las maras buscan visibilizarse tras haber sido desplazadas de la atención pública por la emergencia del COVID -19.
En este espacio editorial consideramos que la subida de homicidios refleja, en primer lugar, el fracaso del “Plan Control Territorial”, la estrategia de seguridad con que Bukele sustituyó las “medidas extraordinarias” y el Plan El Salvador Seguro (PESS) que venían disminuyendo asesinatos y mejorando los niveles de inseguridad desde 2016 y que se acentuó más claramente en 2019.Hoy se confirma que la histórica reducción de asesinatos en los diez meses que lleva este gobierno no era por la efectividad de su publicitado plan, sino por voluntad y decisión de las pandillas que siguen controlando los territorios aún en medio de la cuarentena domiciliar y con toda la Policía y el Ejército en las calles.
En segundo lugar, evidencia fallas en inteligencia policial, militar y penitenciaria, que impiden a las autoridades anticiparse. Incluso, muestra lo ineficiente del bloqueo de las comunicaciones en las cárceles con que el Presidente Bukele hasta amenazó a las empresas telefónicas con quitarles las concesiones si no la hacían. Bukele y su gabinete de seguridad pública parecen no entender que resolver este problema pasa por, al menos, tres cosas. La primera es acabar con la impunidad, factor que constituye el principal aliciente de los criminales: la certeza de que no serán condenados por los delitos que cometan. Para esto, el Ejecutivo debería coordinar esfuerzos interinstitucionales, especialmente, con la Fiscalía y el Sistema Judicial.
La segunda es implementar políticas integrales de seguridad que combinen eficiente y eficazmente acciones de represión del delito, prevención de la violencia, rehabilitación-reinserción de delincuentes y de atención a las víctimas de la violencia. Esto intentaba hacer el PESS que Bukele desechó porque -en su opinión- todo lo que hicieron sus antecesores era malo. Y la tercera es abordar los problemas estructurales relacionados con la desigualdad y la exclusión del modelo económico vigente. La principal causa de violencia e inseguridad es este sistema donde -según OXFAM- 160 millonarios acaparan más de 21,000 millones de dólares, equivalentes al 87% de la riqueza nacional, mientras la mayoría de la población sobrevive en actividades de subsistencia consiguiendo lo del “día a día”.
Ojalá que, por el bien del país, Bukele y compañía escuchen, en vez de vincular con las pandillas a todos los que disienten de su errática y peligrosa política de seguridad pública.
Editorial ARPAS