Un solo golpe en la puerta tiene el poder de transformar una sensación de paz y seguridad en un ataque de pánico. Así ha de haber sucedido en Quilmes, Argentina, en donde de acuerdo con las revelaciones de una jueza de ejecución penal se conoció la liberación de 176 violadores en una cárcel de esa localidad. Ante esta aberración judicial es casi imposible imaginar los sentimientos de las víctimas al enterarse de la liberación de quienes las agredieron, pero además la impotencia de la población al enterarse de tan absurdo hecho y constatar cómo, quienes están supuestos a garantizarles un entorno seguro en medio de la pandemia, han ignorado con tal desprecio la necesidad urgente de protección de niños, niñas y mujeres en situación de extrema vulnerabilidad y, por lo tanto, abandonadas a su suerte.
En plena cuarentena, con estrictas restricciones de movilidad y con las instituciones del Estado enfocadas en controlar los efectos de la pandemia, se han disparado alrededor del mundo los indicadores de violencia doméstica, en cuyo rápido incremente desde el inicio de la cuarentena se demuestra la persistencia de la desigualdad de género en el goce de derechos, pero también la escasa capacidad de los organismos de seguridad para brindar protección a las potenciales víctimas. De hecho, este fenómeno revela de manera indiscutible la falta de solidaridad y conciencia humanitaria de los entes políticos, judiciales y policíacos cuyas decisiones dejan a niñas, niños y mujeres a merced de sus agresores mientras a estos les ofrecen garantías de impunidad.
La violencia doméstica es una práctica nefasta que permea a la sociedad de punta a punta. Gracias al aura de permisibilidad auspiciada por las doctrinas religiosas y por el sistema patriarcal instaurado desde los centros de poder económico, social y político, se ha condenado a las mujeres de manera tan injusta como perversa a tolerar un esquema de sumisión y marginación solapado y lleno de trampas morales, erigiendo en torno a ellas y a sus hijos todo un entarimado de obstáculos para impedirles –usando para ello violencia extrema- el goce de sus derechos.
El resultado ha sido un muro de obstáculos establecido por el sistema, contra el cual luchan de manera sostenida movimientos feministas y de derechos humanos cuya labor ha quedado grabada en la historia de la Humanidad. En el interior de los hogares, sin embargo, las posibilidades de defensa y protección contra las violaciones sexuales, el maltrato físico, psicológico e incluso económico, se topan con los estereotipos de género grabados a fuego en la mente de las víctimas, cuya formación las condiciona muchas veces a aceptar sin discutir la preeminencia de la autoridad masculina y la sumisión absoluta ante sus dictados.
A ello, contribuye de manera implícita la actitud de los entes institucionales ante las denuncias por violación y agresiones, la cual muestra de modo tajante la discriminación y revictimización en los procesos durante los cuales niños, niñas y mujeres agredidos son sujeto de nuevos y más severos interrogatorios que sus agresores. Esta actitud, patente en los entes policíacos y judiciales, es una de las peores lacras del sistema patriarcal, hoy en absoluta evidencia con la liberación de reclusos condenados por violación y agresiones dentro del seno familiar, con el supuesto propósito de protegerlos de la pandemia y reducir la saturación carcelaria. Una vez más, el destino de niños, niñas y mujeres no preocupa a autoridades, convencidas de que el feminicidio y la violencia de género no son más que daños colaterales.