El troll pavonea su ignorancia en muros y redes sociales de todo tipo, haciendo gala de una inagotable capacidad para estampar epítetos insultantes en la cara de sus enemigos de turno. Este nuevo sujeto de la era digital no tenía, hasta hace poco tiempo, representantes políticos. Ahora, los tiene. Estos líderes son dignos representantes del “fenómeno de masas” más reciente de la Historia.
Por Víctor Calero
¿Cómo comprender las disparatadas afirmaciones de los líderes de la derecha global ante la pandemia COVID-19? ¿Existe una lógica operando detrás de esas declaraciones absurdas, anticientíficas y peligrosas para la salud? Más allá de la obvia existencia de un sector social que simpatiza con las medidas económicas que han implementado estos líderes… ¿A quiénes están representando?
El estilo político que ponen en escena Trump, Bolsonaro y Macri no es totalmente nuevo. Las derechas del siglo XX también tuvieron sus líderes carismáticos, capaces de poner en juego la vida y el futuro de sociedades enteras para llevar adelante sus proyectos de destrucción. Como ocurrió con aquellos líderes, éstos vienen construyendo su poder a imagen y semejanza de un sujeto político emergente. En nuestra era, ese sujeto es el troll digital.
Caprichoso y desenfadado, el troll pavonea su ignorancia en muros y redes sociales de todo tipo, haciendo gala de una inagotable capacidad para estampar epítetos insultantes en la cara de sus enemigos de turno. Este nuevo sujeto de la era digital no tenía, hasta hace poco tiempo, representantes políticos. Ahora, los tiene. Estos líderes son dignos representantes del “fenómeno de masas” más reciente de la Historia.
En efecto, la invención de Internet produjo una redistribución radical de la palabra. Este complejo proceso relativizó las jerarquías simbólicas que los estados nacionales, la clase política y los medios de comunicación habían construido en torno al uso público del lenguaje. Natalia Aruguete lo describe como “una suerte de balcanización de las narrativas” que esta lejos de contribuir a democratizar el debate público.
Es que con el ascenso de las masas digitales, la posibilidad de construir relatos políticos integradores y con sentido se enfrenta a un nuevo e insospechado desafío. Misteriosos y anónimos “usuarios”, “perfiles” y otras voces virtuales de la red, se han acumulado en el espacio social hasta producir un genuino desequilibro de poder a su favor. El entorno digital ha provisto de poderosas herramientas a miles de personas, pero también dio forma a una suerte de consenso político más o menos involuntario entre nuevas transversalidades. En el futuro cercano, se avizora un “aplastamiento” de las voces de la sociedad “real” bajo el peso del “factor cyborg”, tal como viene ocurriendo en la economía tardocapitalista con el capital especulativo y las operaciones a futuro.
En ese contexto, los líderes políticos de la derecha están aprendiendo rápidamente a fagocitar esas alianzas, imitando sus tics y sus posicionamientos. Más cerca del terraplanismo que de la tecnocracia, estos son los líderes predilectos de las “legiones de idiotas” a las que Umberto Eco se refirió hace ya casi un lustro. Y es que no se trata de “idiotas”, sino de niveles de afinidad sin precedentes que han creado una inestable y gigantesca masa de afectos y pasiones, que frecuentemente pierde su cauce.
Pero la descarga violenta y la temeridad, propias de este sujeto político, no son una fatalidad que debamos asumir mansamente. Si algo nos enseña la dura lección del siglo XX es que los procesos de multitudinarización pueden devenir en tragedias -como ocurrió con el nazismo- pero también pueden ser el inicio de un cambio profundo y constructivo. Necesitamos, imperiosamente, un “New Deal” digital.
Con esto, no nos estamos refiriendo a la intervención del Estado para la reactivación económica de las redes, sino más bien a su intervención en el modo en que se distribuye la riqueza digital. En su hora, el lenguaje de los derechos sociales sirvió para restaurar el equilibrio en un mundo en el que el capitalismo desbocado deterioraba la vida humana, por ejemplo, con jornadas laborales de 12 horas y hacinamiento. Hoy, necesitamos que los derechos humanos, la protección de la identidad, y la lucha contra prácticas que vulneran derechos en Internet, se hagan realidad.
Se trata de la compleja tarea de recrear el valor de lo humano en un contexto social en el que lo cibernético amenaza con potenciar lo peor de nosotros mismos. Tenemos que empezar a educarnos y concientizarnos en una serie de distinciones que han sido borradas: la persona como una unidad compleja digna de respeto (que incluye al “perfil” cuando hay una correlación real); el valor de la responsabilidad editorial; la respuesta firme ante la desinformación y el discurso de odio (racial, de género, político, religioso); entre otros, podrían ser ejes de una nueva pedagogía digital con respaldo público.
Hasta que las sociedades no puedan producir –y respetar- su nuevo pacto social digital, las hordas iracundas de trolls seguirán sembrando el terror en las redes, dando vida al sujeto político amorfo que festeja las bravuconadas de Trump, Bolsonaro y Macri. La alianza entre los trolls y la derecha no tiene que ver con medidas políticas o económicas. Hay una homología de la forma, una legitimación mutua que radica en su complicidad secreta con la desregulación tendenciosa del uso de la palabra, llevada hasta sus últimas consecuencias. La parte más sombría y macabra del derecho a decirlo todo.