El accionar irracional de los humanos en la explotación forestal, la minería, la caza y la construcción de carreteras en lugares remotos, sin respeto a la naturaleza, está provocando serios trastornos. Ello favorece que las personas tengan un contacto más directo con especies de animales a las que nunca se habían aproximado. Entonces, nosotros mismos hemos creado los entornos donde los virus se trasmiten con mayor facilidad.
La deforestación, la explotación de combustibles fósiles, la contaminación ambiental y la polución por plásticos están provocando efectos devastadores en todo el mundo. El modelo productivo de crecimiento irracional obliga a muchos animales a migrar e instalarse cerca de los humanos, lo que multiplica las probabilidades de que microbios, pasen a las personas y muten en patógenos. Es el caso del coronavirus.
La destrucción humana de la biodiversidad es la que ha creado las condiciones para que emerjan nuevos virus, como el CODIV-19. La enfermedad surgió en China y se ha extendido a toda la población mundial, facilitada por la profunda globalización que vivimos. El “mercado mojado” (mercado al aire libre de productos frescos y carne) de Wuhan, dónde se cree se originó la pandemia actual se caracterizaba por vender animales salvajes como salamandras, cocodrilos, escorpiones, ardillas, zorros, ratas, civetas y tortugas.
El escritor, David Quammen, autor de Desbordamiento: Infecciones animales y la próxima pandemia humana, dice en el New York Times (28-01-2020) “Los humanos invadimos los bosques tropicales y otros terrenos salvajes, que albergan una gran variedad de animales y plantas; y dentro de estas criaturas, muchos virus desconocidos. Cortamos árboles, matamos animales o los encerramos en jaulas y los enviamos a mercados. Desequilibramos los ecosistemas y liberamos los virus de su huésped original. Cuando esto ocurre buscan un nuevo organismo. Y, a menudo, nosotros estamos ahí.”
El accionar irracional de los humanos en la explotación forestal, la minería, la caza y la construcción de carreteras en lugares remotos, sin respeto a la naturaleza, está provocando serios trastornos. Ello favorece que las personas tengan un contacto más directo con especies de animales a las que nunca se habían aproximado. Entonces, nosotros mismos hemos creado los entornos donde los virus se trasmiten con mayor facilidad.
Investigaciones científicas serias demuestran que las enfermedades infecciosas como el ébola, el SARS, la gripe aviar y ahora el COVID-19, son el resultado de patógenos que se cruzan desde los animales a los seres humanos. El Centro de Prevención y Control de Enfermedades de Estados Unidos estima que el 75% de las enfermedades emergentes, que infectan a los humanos, provienen de animales.
Los chilenos aportamos al desastre, porque hemos construido un modelo productivo devastador de la naturaleza. Exportamos madera, con plantaciones de pinos y eucaliptos que han arrasado con la vegetación natural; explotamos cobre y otros minerales, que han consumido la mayor parte del agua del país; la fauna marina se agota por la sobreexplotación y las plantaciones agropecuarias y sus tierras sufren con la intensiva aplicación de insumos químicos. La globalización nos ha acorralado en la producción de recursos naturales, los que alimentan la industrialización china.
En consecuencia, el modelo de producción internacional y, en particular, el chileno lleva decenios saqueando la naturaleza y modificando el clima. La destrucción de la biodiversidad ha creado entonces condiciones para que aparezcan virus y nuevas enfermedades. Al mismo tiempo, ello ha sido apoyado con un sistema global de turismo masivo, urbes inmensas, viajes aéreos constantes, cadenas de suministros a miles de kilómetros.
Ahora, en medio de la tragedia del coronavirus tenemos algo positivo: se ha detenido el ritmo desenfrenado de producción y consumo, lo que ha limpiado el clima y entregado algo de paz a la naturaleza. Este respiro prueba que será preciso encontrar nuevas formas productivas y de globalización, más racionales, distintas a las que hemos vivido por 40 años. En Chile y el mundo.
El desenfrenado ataque a la naturaleza debe terminar. Las señales que nos envía son evidentes y muy peligrosas. Lo dice dramáticamente António Guterres, el Secretario General de las Naciones Unidas:
“La naturaleza está enfadada. Si no cambiamos urgentemente nuestra forma de vida, ponemos en peligro la vida en sí misma. En todo el mundo, la naturaleza está golpeando con furia. Miren a su alrededor. El nivel del mar está aumentando y los océanos se están acidificando. Los glaciares se están fundiendo y los corales se están blanqueando. Las sequías se expanden y los bosques se incendian. Los desiertos se expanden y el acceso al agua se reduce. Las olas de calor son abrasadoras y los desastres naturales se multiplican”.