Días atrás mencióné la zona de confort y la anestesia corporal en sendas notas (https://www.pressenza.com/es/2020/05/el-trastrueque-esta-en-la-medula-del-sistema-actual/) y (https://www.pressenza.com/es/2020/05/el-enemigo-silencioso/). Ambas ideas tienen una estrecha relación porque los fenómenos a que refieren, se retroalimentan.
La zona de confort es una metáfora que usó Prescott Lecky para explicar los límites conductuales entre los que se mueve nuestra experiencia de vida. Límites imaginarios, claro, que anidan en nuestro sistema de ideación. Podríamos usar la figura de un campo con alambrado electrificado: cuando uno llega a una situación comprometida, el recuerdo de la patada eléctrica que alguna vez recibió cuando topó con el límite, lo hace recular y buscar refugio en conductas más aseguradas para uno. Y tampoco es algo tan figurado, es altamente probable que en alguna charla tranquila con alguien te hayas permitido expresar algún sentimiento que no advertiste que podía herir (¿por qué me pasa tan seguido a mí?) y la géstica que pone tu interlocutor/a al escucharte, derrame sobre ti un balde de agua helada que estruja el corazón y la boca del estómago.
Cuando cruzamos esos límites lo menos que se dispara es la angustia, y antes de llegar a ellos, al advertir que están, dan miedo. O sea, sensaciones por demás inconfortables.
Esos límites ocultan los márgenes de libertad que no osamos asumir por condicionamientos biográficos que están codificados como mirada ajena, ya sea la mirada social o la de los próximos con quienes compartimos biografía. Sabemos que hay expectativas que se vuelcan sobre uno, conductas que uno tendría que desplegar u omitir. No hacerlo implica sacrificar algo de sí en aras de la paz interpersonal o social, que es lo mismo: el estar bien con otre. Otra figura: es lo que nos hace rebaño. Aventurarnos más allá “del común” trae problemas.
Como esos límites están codificados en sentimientos que anidan en el cuerpo, según el esquema imagen-tensión-emoción que se explicó hace días (https://www.pressenza.com/es/2020/04/las-practicas-simples-pueden-transformar-el-miedo-y-la-angustia-en-calma-y-bienestar/), la imagen presente o evocada asociará inmediatamente las tensiones y sentimientos vinculados a ella.
De ese modo, funciona como reaseguro de que el sujeto no se arriesgará a traspasarlos.
Esta descripción del trasfondo de la propia conducta se complementa con un fenómeno corporal: la anestesia (falta de sensación) de las partes afectadas por tensiones permanentes. En el nivel neurofisiológico, se trata de una saturación del coordinador por la constancia de una señal. La señal bipea todo el tiempo y constantemente la misma. Por ser siempre la misma, la monotonía satura y queda desconectada la zona, que la sigue emitiendo. Se produce un apagón de señal en esa zona y de ese modo la misma zona no se siente. Salvo cuando se produce una variación, entonces duele y se nota. Pero después se vuelve a acomodar, vuelve la monotonía y la desatiendo.
Por ejemplo, sucede con el cuello (mirá la postura a que te obliga la pantallita del celular) o más tradicional, la estética apolínea que impone pararse con las piernas en columna, sin quebrar las rodillas Así se produce la lordosis, ese entrar la columna en la zona lumbar.
La contractura de lo que Wilhelm Reich llamó las dos “cinturas” (escapular y pelviana) comprime el torso con la zona ventral incluída y sobrevienen las tensiones internas. Y con ellas, la fuente de las emociones negativas. Esto se puede constatar fácilmente enderezando la cabeza, dejándola reposar sobre los hombros mientras se busca un equilibrio inestable. Los músculos habitualmente tensos se resistirán a soltarla. Al permitir la libre flotación de la cabeza, se sueltan esas tensiones, se disiparán las imágenes y eso liberará progresivamente la conducta.
Pero no me interesa ahora el sistema de tensiones sino cómo entrar en mi cuerpo, cómo recuperar la sensación interna generalizada del intracuerpo, habitualmente sepultada por el peso de lo visual y su carga mundana.
También en los artículos de REHUNO se explican las técnicas de relajación, por lo que las doy por conocidas. Han sido los andamios en mi construcción. Transitándolas una y otra vez, encuentro la referencia de las sensaciones que me entregan, los rincones de mi cuerpo antes vedados.
Es bueno repetirlo, hay que practicar las técnicas de relajación de Autoliberación, de Luis Ammann. Pero siempre fui muy vago aunque me aplicara en practicarlas (otra contradicción para mi colección). Por eso busqué maneras de entrar en mí más espontáneas, menos técnicas.
Las maneras de abordar la experiencia de mí son tantas como estados de ánimo pueda tener. En eso concedo la razón al relativismo existencial del postmodernismo. Pero homenajeando al viejo Platón, las ideas tienen su cosa, son faros orientadores en las no pocas veces tumultuosas tinieblas de mi interior.
Así que puedo reseñar dos maneras de abordarme: una en la que “me hago” cosas, y otra, donde conecto con mi intimidad. Son dos modos de emplazarme frente a la experiencia. No es una menos válida que la otra, simplemente la última es más … íntima. Tiene “sabor a mí”.
Esas “cosas” que me hago son las técnicas, que prolijamente practico sentado en una silla, bien apoyados los isquiones y, por lo menos, la zona lumbar en el respaldo. Entonces sigo la guía y voy observando qué sensaciones surgen, reconociendo el terreno. Pero de alguna manera yo soy el guía y el objeto, el punto de aplicación. Entonces, necesito de la vigilia atenta para recordar la técnica y aplicarla.
Pero no siempre tengo ganas de ser prolijo. Es más en la cama donde tiendo a entrar en mí y entonces me valgo de la respiración y me apoyo en los registros que recogí durante la práctica de la técnica respiratoria.
Estoy hablando de volver en mí, lo que significa que mi punto de partida es como un estar afuera de mí, sea porque me alteró una situación, o el cansancio, o una sobrecarga ensoñativa, o al revés, me estoy despertando, cuando –literalmente- me siento emerger a la superficie.
En esos casos la respiración baja viene en mi ayuda y comienzo fácil y cómodo, acostado boca arriba. Vacío los pulmones y pongo mi mano sobre el ombligo. Con los pulmones vacíos empujo la mano con el ombligo, o sea, expando el vientre. Aquí siento la resistencia del diafragma, ese músculo que está debajo de las costillas y circunvala el torso medio separando las cavidades pulmonar y abdominal. Suavemente expando y alargo el diafragma. Si lo hago bien y firme, es probable que oiga el suave crujido de alguna vértebra.
Contraigo el vientre y llevo el aire a los pulmones. De ahí hasta los hombros y el cuello. Para eso contraigo el pecho, aplastando las costillas. Otra vez, crujidos suaves. Exhalo y vacío los pulmones. Vuelvo a empujar la mano con el ombligo y repito. Pongo énfasis ahora en expandir primero las costillas para que entre el aire y luego contraerlas mientras empujo el aire hacia arriba. Estiro hombros y cuello. Y exhalo. Y así siguiendo repito, buscando el movimiento que mejor se acomode a mi objetivo: sentir el cuerpo por dentro, conocer los tonos, las texturas de sensación, la interconexión entre las distintas zonas.
Los crujidos indican que se sueltan las vértebras y las articulaciones de la caja torácica. O sea, relajo. Esto, en los primeros movimientos; después, dejo de lado las expansiones y contracciones que exigen mi atención y me dejo sentir el aire que entra y bajo con él hasta el vientre, sensibilizando el centro del pecho. Poco a poco, el aire se va concentrando en él, inspiración tras inspiración.
Si se destacan tensiones, entonces aplico el aumento de la tensión en los puntos tensos. Lo hago suave pero firmemente. Para eso no llevo la tensión al máximo sino que busco un punto en la intensidad de la tensión, que pueda sostener mientras retengo el aire o mientras vacío, y si puedo, mientras respiro de manera continuada. Busco cómo acomodar el movimiento a la tensión para alimentarla, sostenerla buscando que llegue al punto de cansancio de los músculos implicados.
Cuando fuerzo la tensión, es necesario mantenerla para llegar a la soltada espontánea. Acá se presenta una disyuntiva: si fuerzo al máximo, el músculo se satura y yo, me canso; si no llego a cierto nivel de tensión, no pasa nada. Si encuentro el punto de tensión que me permite sostenerla comprometiendo el trabajo del músculo hasta la fatiga, entonces puedo lograr que empiece un proceso de temblor espontáneo. Eso indica que el músculo se fatiga y no quiere tensar más.
Lograda la distensión o abandonada porque la resistencia pudo conmigo, igual habré entrado más en mí, y montado en el aire que entra, puedo mirar mi interior, recorriendo y conociendo las partes del torso, sintiendo las vértebras, que podré recorrer una a una repasando su estado. En fin, al lograr un movimiento suave y unificado de respiración puedo montarme en el aire y desplegar una sensación cada vez más clara y precisa de mi cuerpo… y de mí.
De ese modo iré alumbrando una parte de mi experiencia, la del habitáculo que es mi cuerpo.
O sea, la morada de lo que “en mí” es. Eso que siendo, suave y progresivamente irá articulando e integrando los fragmentos del ser, ampliando mi horizonte vital.