La teoría del “sálvese quien pueda” de los economistas neoliberales ha sido arrasada por el coronavirus. La sociedad y el Estado existen. Son siempre imprescindibles para que sobrevivan las personas, y ello queda hoy al desnudo en medio de la pandemia atroz.
El Financial Times, destacado periódico liberal, pero inteligente, nos dice en su editorial del 3 de abril:
“Se requieren reformas radicales para forjar una sociedad que funcione para todos. La pandemia de coronavirus ha expuesto la fragilidad de la economía de muchos países”.
“La pandemia del Covid-19 ha inyectado una sensación de solidaridad en sociedades polarizadas. Pero el virus, y los cierres de empresas necesarios para combatirlo, también arrojan una reveladora luz sobre las desigualdades existentes, e incluso crean nuevas desigualdades”.
La crisis económica que se anuncia será tan dura como la que se conoció durante la depresión de los años treinta. En aquella época, la teoría económica clásica, de corte liberal, y sus defensores no consiguieron responder frente al sistema capitalista en estado de descomposición. Tuvo que venir John Maynard Keynes a salvarlo. Keynes no era un socialista, pero entendió que los desmanes del capitalismo eran consecuencia de la ausencia de regulación en los mercados, así como de la incapacidad de las políticas públicas ortodoxas para enfrentar las crisis económicas.
Keynes propuso incrementar el gasto público para estimular la inversión y disminuir el desempleo. Confiaba en que la intervención del Estado en la economía podía moderar la crisis capitalista. Sostenía que el desempleo se debía a una insuficiencia de demanda y no a un desequilibrio en el mercado de trabajo. Entonces, cuando la demanda agregada se hacía insuficiente, las ventas disminuían y el desempleo crecía. Precisamente lo que está sucediendo ahora en Chile y en todo el mundo.
El presidente Roosevelt le creyó a Keynes y siguió rigurosamente su pensamiento cuando instaló el New Deal para recuperar la economía norteamericana de la recesión. Su segundo discurso de investidura, en 1937, es muy sabio:
“El interés propio, egoísta, suponía una mala moral; ahora sabemos que también era una mala economía”.
En aquellos años, entonces, desde la mala economía liberal se pasaba al modelo keynesiano, que proponía la intervención del Estado en los mercados, mediante: el descenso de las tasas de interés; aumento del gasto público, especialmente en inversión en infraestructuras, con el fin de potenciar la demanda efectiva; una activa redistribución de la renta; y, por último, una política comercial proteccionista, para defender los empleos de las industrias nacionales.
El keynesianismo orientó el desarrollo de la mayor parte de los países capitalistas al terminar la Segunda Guerra Mundial. La política fiscal progresiva, el control de los mercados de capital, las transferencias sociales significativas y un mayor equilibrio entre el capital y el trabajo, no se tradujeron en impactos negativo en el crecimiento económico. Por el contrario, las economías y la productividad se expandieron notablemente, mientras las desigualdades se reducían. Se construye así el mayor éxito social del siglo XX: el Estado del bienestar.
Lamentablemente, la inflación y el aumento de los costos de producción en los años 70 y 80 enterraron el keynesianismo. Se siguieron los consejos de los economistas Hayek y Milton Friedman: mercado salvaje en vez de un nuevo acuerdo societario. En efecto, para contener la inflación, los Estados impusieron una rigurosa disciplina fiscal y la elevación de las tasas de interés, medidas que golpearon los derechos sociales y a las pequeñas empresas. Al mismo tiempo, los grandes empresarios, para reducir costos de producción apelaron a trasladar industrias a países con salarios bajos, como el caso de China. Así se achicaron los Estados, se enriqueció el 1% y las desigualdades adquirieron proporciones inéditas.
Ahora que el brote de Codiv-19 se ha convertido en pandemia, la debacle de la economía neoliberal comienza con el colapso de los servicios sanitarios públicos. Y le sigue el shock económico y social, con esa inmensa cantidad de informales generada por un sistema de mercado, que privilegia la especulación financiera en vez de las actividades productivas. A ello se agregan los cientos de miles de pequeños empresarios, que viven al día, con créditos usureros de la banca. Finalmente, están los trabajadores asalariados que, en el caso de Chile, cuentan con un precario seguro de desempleo, que alcanza apenas para seis meses.
El Financial Times, en su editorial nos advierte:
“Los gobiernos deben aceptar un rol más activo en la economía. Deben ver los servicios públicos como una inversión y no como un lastre, y buscar modos para que el mercado del trabajo no sea tan inseguro. La redistribución (de la riqueza) debe volver a estar en la agenda; los privilegios de los ricos deben ser cuestionados. Políticas que hasta hace poco eran consideradas excéntricas, como el salario mínimo y los impuestos a la riqueza, deben estar en el programa”.
Este es el camino a seguir. No hay otro. En Chile y el mundo entero habrá que enviar al basurero de la historia al neoliberalismo y a sus economistas.
En el corto plazo, la inyección masiva de liquidez en la economía, con ingresos para asalariados e informales, junto a créditos baratos para los pequeños empresarios es la única receta posible. Ya no se puede creer en el funcionamiento automático e infalible de los mercados. La perplejidad de la empresa privada ante la situación de crisis ha colocado al Estado como el agente fundamental para restituir el sistema económico.
Para el mediano plazo la lección del coronavirus es ineludible. Derechos sociales universales en salud, educación, vivienda y pensiones, entregados por el Estado. Y, en el ámbito productivo, transformar la matriz productiva desde las actividades primarias hacia la industria y otros bienes y servicios que incorporen inteligencia y tecnología en los procesos de transformación
El neoliberalismo se ha quedado sin argumentos teóricos para revertir la situación que estamos viviendo. Keynes retorna en gloria y majestad. Que lo sepan los economistas que se convirtieron en defensores de la injusticia