El chocolate es un compuesto inestable: basta un ligero cambio de temperatura para que cambie de estado, las sustancias que lo componen no se completan perfectamente. Tal vez por eso su procesamiento es tan fascinante.
«Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma» dice la ley que identificó a Lavoisier, el iniciador de la química moderna en el ‘700. Pero en tiempos mucho más antiguos Heráclito, el filósofo griego, ya había expresado con su Panta Rei (todo fluye) la observación de la inestabilidad de todo, del movimiento permanente como característica esencial de la vida.
Decía A. Einstein en un famoso aforismo sobre la ciencia y los científicos: «La teoría es cuando sabes todo y nada funciona. La práctica es cuando todo funciona y nadie sabe por qué. Hemos combinado la teoría y la práctica: ¡nada funciona y nadie sabe por qué!». La suya no fue una degradación del pensamiento científico, sino todo lo contrario. No hay posibilidad de crecimiento en la comprensión de un fenómeno sin la conciencia del límite del observador. Es gracias al concepto de límite, a la asunción del límite, que la ciencia puede progresar y llegar a describir la realidad que nos rodea de una manera cada vez más probable. La ciencia, la que tiene una C mayúscula no tiene certezas, no es sinónimo de seguridad, no reclama el derecho a tener la única verdad.
¿Cómo es posible que el mito de la «Estabilidad» y la «Seguridad» se haya arraigado tan fuertemente en nuestras mentes? ¿Cómo es posible que nuestras vidas cuelguen del hilo de la «estabilidad del mercado», la «verdad científica» y la «seguridad del país»? Tal vez estas ilusiones actúan con fuerza sólo en la parte del planeta donde un sistema extremadamente violento ha producido tal acumulación de riqueza durante varias décadas, gracias al saqueo sin escrúpulos del resto del planeta.
Bueno, hoy en día un virus altamente inestable está poniendo todo en duda. Y por ello, ciertamente no por las trágicas consecuencias que estamos viendo en términos de salud y que, además, no forman parte de su responsabilidad, sólo podemos darle las gracias.
La realidad es inestable, el crecimiento es un fenómeno inestable, no hay una certeza absoluta y no hay una seguridad indiscutible. ¡Y eso no está mal! ¿Quién dijo que la inestabilidad es algo malo? ¿Por qué seguimos creyendo que la seguridad requiere sacrificar la libertad?
No me refiero aquí a las medidas de contención de la pandemia en vigor, que son necesarias debido a la incapacidad de los sistemas de salud para responder adecuadamente a un acontecimiento imprevisto. El aumento del número de tropas militares en el tejido urbano de Europa se ha aceptado sobre la base del concepto de «seguridad» con respecto al terrorismo. El aumento de los gastos militares y la financiación de la energía nuclear en la Guerra Fría se justificó con la idea de proteger la seguridad de los pueblos contra el comunismo o el capitalismo.
Es gracias a la inestabilidad que nuestras mentes pueden ser cada vez más flexibles, gracias a ella nuestra adaptación al medio ambiente puede ir en aumento, es decir, podemos influir progresivamente en el mundo que nos rodea. La única seguridad útil y evolutiva es la extensión de los derechos humanos a toda la población del planeta. La certeza de poder vivir con dignidad por el mero hecho de existir, de poder cuidarse a sí mismo y de estudiar según las propias aptitudes y las necesidades de la comunidad, puede desarrollar esos talentos y aptitudes que con demasiada frecuencia se asfixian por la necesidad de sobrevivir.
En cualquier caso, parece que tendremos que cambiar de paradigma y acostumbrarnos a la inestabilidad e inseguridad. Para hacerlo sin perder la razón, será necesario ver sus aspectos positivos y dirigir nuestras acciones, sentimientos y pensamientos en una dirección de evolución sostenible en beneficio de la humanidad y el medio ambiente.
Traducido del italiano por Estefany Zaldumbide