Como septuagenario estoy en la franja etaria considerada de riesgo. Pero como acababa de terminar mi chequeo anual “summa cum laude” y he llevado un régimen de cuidado corporal estricto (malgré los kilos de más por la computadora), no me preocupé del COVID-19. Además, una gripe pesada cualquiera la pasa. ¿Acaso no tuve la roja cuando tenía 18?

Pero por primera vez, me traté estadísticamente. Mi octavo sentido me hizo encerrar ni bien lo recomendaron, el 13 de marzo, y cuando bajaron la cuarentena el 20 ya llevaba una semana de retiro más que de confinamiento. Un exquisito reencuentro conmigo mismo

Desde los primeros informes que circularon me llamó la atención que no sólo se manifestaba como síntoma el respiratorio sino que podían presentarse, aunque fueron relativamente pocos casos, síntomas gastrointestinales. Tomé nota. Pero no me preocupé. Hace un par de semanas se publicó que en una provincia, una jovencita de 24 fue mal diagnosticada dos veces con gastroenteritis y la tercera vez que la vieron, murió. De COVID-19. Nunca le habían hecho el test. ¿Cuántos de estos casos habrá?

En otros casos aparecían daños en los pulmones que dejaban su huella, pero todavía es temprano para evaluar. Los niños eran un peligro porque contaminaban pero a ellos no les pasaba nada, pero han empezado a ser hospitalizados a temprana edad por el virus. Los jóvenes podían zafar, pero empezaron a caer también.

Seguí las estadísticas bastante desconectado de las consecuencias que podía tener para mí esta situación, porque fui casi riguroso con la cuarentena y sus cuidados.

Pero ahora sí, el virus empezó a asustarme.

El Washington Post de hoy, 25 de abril, publicó una nota que amplía otra anterior: aparecen jóvenes con ACV. El virus produce microtrombos que suben al cerebro y un cirujano cuenta cómo quedó estupefacto cuando al sacar un coágulo veía como se formaban otros alrededor inmediatamente. Algo nunca visto.

El virus no sólo ataca los pulmones, también los riñones, los intestinos, el hígado, el corazón y el cerebro. O sea, puede desparramarse por todo el cuerpo. Cuál es la zona preferida por el bicho dependerá de la condición clínica de la víctima.

Y eso, me asustó. Pero no tanto por mí, porque me cuido, aunque sentí un estruje en la boca del estómago.

Este artículo se disparó porque comuniqué a mis amigos esta noticia y trascartón revisé la traducción del artículo de Lyubov Sharkova, “La Pandemia del miedo”. Sentí que no era razonable publicarlo, pero aquí no hay censura. Así que me siento obligado a denunciar a los inconcientes que juegan con la vida ajena.

Hoy está claro lo que era patente desde un comienzo porque la política criminal de Trump tuvo sus frutos y la Parca empezó a cosechar yanquis a paladas, mientras el enorme imbécil colabora con Ella difundiendo la idea de que el cloro cura y ya hay quien se mató por tomarlo. Y sigue dando la idea de inyectarse.

Por suerte, acá en Argentina, lo tenemos a Alberto, que lo primero que hizo fue reponer el Ministerio de Salud. Pero estar bajo un gobierno que me da seguridad no protege del dolor que me produce ver la muerte colectiva de los pueblos a manos de ignorantes que llevaron el ajuste al extremo de incluir a su gente como si existiera un presupuesto demográfico (¿será que lo hay?). Pero ya se ha dicho demasiado sobre cómo llegaron a ésto.

Lo que creo que no puede dejar de gritarse es que CON EL VIRUS NO SE JODE. Ya no parece ser una “gripecita” como dijo el descerebrado de nuestro vecino brasileño.

Un par de días atrás me llegó una foto de un desfile de 1918 con un texto que contradecía la imagen: pretendía mostrar que en Filadelfia la gente había salido a la calle pidiendo el levantamiento de la cuarentena y vino la segunda ola, peor que la primera, según el texto. Me pareció demasiado servida la noticia para el antitrumpismo. Pues no, la cosa era política pero al revés. Semanas antes había llegado un barco británico contaminado. En días se contagiaron 600 marineros. El alcalde de Filadelfia sabía que no podía hacer un desfile que se había programado para entusiasmar a la gente y comprara bonos para la guerra, pero a la vez, quedaría pésimo si lo suspendía, frente a las demás ciudades que lo celebrarían. Así que lo hizo. Y la foto muestra eso, la gente apretada en las veredas mirando el desfile. Tres días después los hospitales no daban abasto y una semana después se apilaban los cadáveres en las calles porque no alcanzaban a recogerlos. (Gugleen: philadelphia spanish flu, nytimes.com, 04/04/20; o cnn.com)

Cuando veo los yanquis que manifiestan por la reapertura temprana, en mi imaginación se transforman en cadáveres apilados. Quizás ya lo sean, existencialmente. Lo de la Sharkova va en el mismo sentido, y lo de todos los que menosprecian el virus (y nuestras vidas).

Es cierto que todavía no está todo dicho, que no hay tratamiento ni vacuna. Pero el miedo no es zonzo. Es mejor prevenir que curar. Ya dijo Alberto que de la miseria se vuelve (y los argentinos sabemos de eso), de la muerte no.

Así que pongo el punto final y me voy a acurrucar en la cama a llorar mi dolor a ver si alivio la impotencia. Y no es una figura literaria.