Una vez que pase la pandemia, la industrialización sobre bases nacionales o al menos entre países cercanos se abrirá paso en las políticas públicas de todos los Estados. Desde luego en Europa y Estados Unidos, pero también en los países de nuestra región. Ello cuestionará el Estado mínimo y el fundamentalismo de mercado.
La depresión de los años treinta y la 2ª Guerra Mundial dieron origen al Estado de bienestar, así como la denominada gripe española en 1918 impulsó la creación de los sistemas públicos de salud en Europa. Todo indica que la crisis que actualmente estamos viviendo es también un punto de inflexión en la historia. Al finalizar la pandemia del coronavirus nuestras vidas y sociedades no serán iguales a las de antes.
El apogeo de la globalización sufrirá cambios sustantivos. La producción a escala planetaria, con la fragmentación de los procesos productivos en distintos países tendrá que cambiar a un sistema menos interconectado (lo que ya estaba parcialmente sucediendo con la guerra comercial que impuso Trump a China). Nuestras vidas estarán más limitadas físicamente y serán probablemente más virtuales. No es que la globalización se revierta. Pero se modificará, adquirirá nuevas formas.
Una vez que pase la pandemia, la industrialización sobre bases nacionales o al menos entre países cercanos se abrirá paso en las políticas públicas de todos los Estados. Desde luego en Europa y Estados Unidos, pero también en los países de nuestra región. Ello cuestionará el Estado mínimo y el fundamentalismo de mercado.
Con la pandemia, la dependencia y lejanía geográfica se muestran peligrosas. Después del coronavirus resultará difícil ser abastecidos por suministros médicos provenientes de China u otros países lejanos. Esos suministros y otros bienes sensibles, como los alimentos, serán asunto de seguridad nacional y por tanto de necesaria producción interna. La eficacia económica que fundamentaba la globalización se modificará en favor de garantizar las necesidades básicas de las poblaciones.
Los gobiernos se verán obligados a gastar más en proteger la salud de sus ciudadanos y la sanidad tendrá que ser pública y universal. Ya no son sostenibles las orientaciones neoliberales de las últimas décadas que han debilitado los servicios de salud. En consecuencia, difícilmente se regresará a un nuevo periodo de austeridad, como el que se vivió después de la crisis económica del 2008.
Así las cosas, probablemente habrá presión por políticas fiscales expansivas, que exigirán la aplicación de mayores impuestos a la riqueza. Porque, como dice el filósofo francés, Edgard Morín, es preciso atender públicamente no sólo la salud, sino también la educación, pilares de la dignidad humana y bases del desarrollo económico de todo país.
También habrá especial preocupación por la defensa de los ecosistemas porque la pandemia actual, como las venideras, no son casuales. Los humanos tenemos responsabilidad en ellas porque no somos entes separados del mundo natural y nuestro comportamiento irresponsable es el que ha deteriorado los ecosistemas. Por tanto, para defendernos de las pestes y ser menos vulnerables no basta con la ciencia y las vacunas, sino debemos cambiar nuestras formas de vida y proteger la naturaleza.
La tarea que nos espera es construir economías y sociedades más duraderas y humanamente habitables, que terminen con las que han estado sujetas a la anarquía de los mercados. La economía tendrá que responder a las nuevas exigencias sociales, en salud, educación y para enfrentar la crisis climática.
El coronavirus ha dejado al descubierto las fragilidades del capitalismo neoliberal globalizado, cuya expresión más representativa es el caso chileno. Sus desafíos son inmensos.
En primer lugar, el régimen productivo chileno se encuentra profundamente atado a las cadenas globales de valor, en las que participa con recursos naturales y alimentos para que China y otros países asiáticos los industrialicen. Paralelamente, las casas comerciales y antiguos industriales chilenos envían diseños de sus productos para procesar a bajo costo en China y luego importar bienes terminados y distribuir a los consumidores nacionales. Esto tendrá que cambiar, como cambiará también en el resto del mundo.
Entonces, el régimen productivo chileno deberá reformularse. El desarrollo verdadero no puede fundarse en la producción de recursos naturales. El Estado subsidiario necesita ser reemplazado por uno activo, que impulse políticas económicas de fomento, en favor de actividades industriales y/o que intervenga directamente en iniciativas productivas, que al sector privado no les interesa. Tal como fue en Corea del Sur.
En segundo lugar, se requiere sistemas de salud y educación universales y públicos, que garanticen la vida y el conocimiento de todos los chilenos y chilenas por igual, sin discriminación por razones de ingresos. Tal como se conoce en Finlandia.
En tercer lugar, habrá que aumentar sustancialmente la inversión en ciencia, tecnología e innovación, condición indispensable para que la inteligencia se incorpore en la transformación de los procesos productivos y agregue valor indispensable para diversificar la estructura económica nacional. Sólo de esa manera la dependencia del cobre y otros recursos naturales en las exportaciones disminuya paulatinamente. Habrá que acercarse en I+D a la media de los países de la OCDE, o sea una inversión de 2,5% del PIB.
En cuarto lugar, tenemos una gran ventaja: ser productores de alimentos, condición privilegiada, que será crucial en el mundo del futuro. Eso sí, deberá ser apoyada esta condición natural con una política pública que asegure abastecimiento de agua para todas las personas y agricultores. Si ello se logra nuestro país llegará a convertirse en una envidiable potencia alimentaria mundial.
Finalmente, la integración al mundo es ineludible para un país pequeño como Chile, en comercio e inversiones. Pero, habrá que terminar con la lejanía de nuestro país de sus vecinos, si se impulsa una estrategia de industrialización. Sus mercados cercanos, la experiencia en exportación de manufacturas, así como los acuerdos comerciales vigentes pueden incluso abrir espacio para entendimientos de complementación productiva.
El filósofo británico John Gray retrata de forma muy expresiva lo está viviendo el mundo, así como el futuro que nos espera:
“La era del apogeo de la globalización ha llegado a su fin. Un sistema económico basado en la producción a escala mundial y en largas cadenas de abastecimiento se está transformando en otro menos interconectado, y un modo de vida impulsado por la movilidad incesante tiembla y se detiene. Nuestra vida va a estar más limitada físicamente y a ser más virtual que antes. Está naciendo un mundo más fragmentado, que, en cierto modo, puede ser más resiliente” (El País de España, 12-04-20).