Cuando Alberto me regaló El Delirio, aún era verano. Desayunamos en una pequeña cafetería cercana a la Iglesia Santa Ana, en pleno centro de un Santiago aletargado por el calor y a la espera de todo lo que se vendría en marzo. Comentamos las expectativas de lo que se aventuraba como una reactivación social potente; era imposible llegar a dimensionar cómo la realidad superaría nuestras proyecciones y nos sumergiría de lleno en un planeta pandémico, asustadizo, aislado y completamente delirante.
He de reconocer que, tal vez precisamente por la vorágine demencial que tomó marzo, pospuse la lectura de este poeta y profesor de historia, quien en sus tiempos mozos fue becario de la Fundación Pablo Neruda. El Delirio (Ediciones Filacteria, 2019) me acechaba desde el título, y al pasearme por sus páginas el vértigo de la necesidad de creernos cuerdos comenzó a martillear mis límites: no en vano, antes de transcribir esta entrevista y pimponear otras preguntas por correo electrónico, le comenté al autor que su obra era meter en una juguera a David Lynch, Sigmund Freud, Emir Kusturica y el Marqués de Sade. Aquí, parte de los desvaríos en torno a esta (nunca mejor dicho) delirante creación:
El contexto global ha puesto en jaque la salud mental del planeta entero… ¿cómo has vivido el encierro producto de la pandemia?
He sentido de todo: ganas de tirarme del piso 17 de donde vivo, y también una profunda alegría. Me he visto obligado a encontrar un equilibrio; en general no gusto de estar con gente ni me molesta el peso del tiempo, por tanto, al final del día, este encierro ha sido beneficioso. Lo valoro. Es más: si me dijeran que vuelvo a la vida normal, con despertadores y agendas copadas de compromisos… No, gracias. Déjenme en casa.
¿Cómo se gestó El Delirio?
Tiene dos hitos. El primero, es que fue pensado como parte de una trilogía, que comenzaba con Los exaltados (que se publicó en 2015) y que trata sobre un mundo que se cae a pedazos y pequeños relatos – por decirlo así – de personajes que vemos en el día a día. La segunda parte, siempre la pensé como ese observador que se satura de sí mismo, y explota y cae en desgracia. El segundo hito fue que personalmente estuve internado en un psiquiátrico, y llegué al centro de reclusión propinado con algo de ropa, cigarros, un cuaderno y un lápiz. Fue inevitable tomar apuntes de eso. Ambos hitos los fusioné: hice que copularan entre ellos, y de eso salió este libro.
¿Cuáles son los espacios de inspiración para tu búsqueda poética?
Soy un pesimista innato y un obsesivo observador. Por tanto, siempre tomo notas de lo que estoy viendo de este mundo, de este entorno dramático. No hay nada más que me inspire que toda la fealdad del mundo y toda la belleza escondida.
¿Dónde radica el dolor de una enfermedad mental?
¡Uuuuuf! Tocaste fibra sensible… Y bueno, la enfermedad mental reside ahí mismo, en la mente. Nada de eso que “en el alma”, “en el espíritu” y toda esa cursilería hippie que está hace décadas rondando hasta en las consultas de los profesionales de la salud: te duele la mente. Te duelen los pensamientos. Te pesa todo. Y cuando es la mente la que te enferma y se enferma, es de lo más peligroso. La muerte se hace absolutamente consciente y posible. Todos los días te preguntas: «en qué momento me mato». Es lo peor.
¿Cómo definirías tu dinámica poética?
De lo más racional y estructurada que hay. Quizás por mi formación profesional y que he enseñado metodología de la investigación, es que la creación artística la ordeno desde un boceto, con objetivos a cumplir, con un campo a escribir, con un fin. Y de ahí… Bueno, querida, ¡que venga toda la inspiración, la locura y la destrucción de lo establecido para cimentar el blues de la poesía!
Hoy el mundo vive contextos que difuminan el límite de la locura; a tu juicio ¿qué define la sanidad mental?
La sanidad mental no existe; es una norma nada más. Un conjunto de reglas y estructuras para definir la utilidad de un sujeto en la sociedad, en un contexto determinado. El sólo hecho de que existan los vocablos juntos de «sanidad mental» y que con eso imaginemos pastillas de estrella verde o un idiota con cotona blanca llenando papeles, es porque sólo es lenguaje representativo de un dispositivo de control. La sanidad mental es definida por las mismas personas que buscan el dominio del cuerpo, por los mismos que transforman los deseos de un niño en un adulto con pensamientos intrusivos. Son los mismos que en la actualidad nos inundan con algoritmos y predicen nuestro comportamiento. La sanidad mental ayer y hoy, es uno de los instrumentos sofisticados para imponernos una dictadura del cuerpo y las ideas. Por eso, ahora, están fascinados con la pandemia: encontraron un argumento más para acelerar esa dictadura.
¿Qué son la realidad y la normalidad, para tí?
Temo mucho sobre los discursos hegemónicos de realidad o normalidad. Terminan siendo constructos ideológicos sobre el actuar moral de las personas, cayendo en prácticas de higienismo social. Esconden, por tanto, una cultura de obediencia de la masa sujeta a una clase dirigente. Esa cultura parte en la intimidad del hogar, se materializa en la escuela y se intensifica en el mundo productivo. Ante eso, el artista tiene la responsabilidad moral de denunciar el discurso de la normalidad, subvertirlo con su creación y colaborar a la disidencia.
El escritor Pablo Lacroix ha expresado que en El Delirio coexisten tres niveles: el poético, el narrativo y el terapéutico. ¿Cómo decidiste trabajar el texto desde estos tres ejes?
No lo trabajé precisamente como lo interpretó Pablo en un lanzamiento que realizamos en la Academia de Humanismo Cristiano; primeramente lo trabajé como tres voces: un protagonista que vive la experiencia de la reclusión psiquiátrica, una segunda voz que observa a este protagonista y que realiza una serie de raccontos a mundos que no tenemos antecedentes o también imaginerías tales como herramientas de escape, y una tercera voz que relaciona ambos elementos y que incluso llega a interpelarme como autor. ¿El porqué de todo esto? Bueno, porque la mente es así de compleja. Tiene capas. Conciencias. Espejos. Ancestros. Miradas. Ecos. Futuros probables. Futuros improbables. Proyecciones. Frustraciones. Fantasmas que se interponen.
Subyace al interior de tu obra una crítica a las estructuras sumamente potentes; a la Iglesia, por ejemplo. ¿Pueden las instituciones sufrir demencia?
Las instituciones son estructuras que soportan el lenguaje de los protagonistas que componen esa institución. ¿Qué sucede cuando los protagonistas se vuelven locos? ¿Qué sucede con ese lenguaje? Siempre admiré la epopeya de Jesús. La admiré tanto que quise ser cura, en algún momento de la adolescencia. Pero es extremadamente fácil caer en la trampa de la Iglesia y de su santa corrupción. Jesús pasó por demente en su tiempo: quizás lo era. Muchas de las cosas que dijeron que hizo y dijo, era para considerarlo un loco y desadaptado. Pero la Iglesia se volvió tan dura como piedra. Caducó. Al final es un conjunto de edificios que repite rituales de un loco que fue olvidado. Entonces, los protagonistas de la Iglesia no se volvieron locos. Sino que malvados.
Intercalado en el imaginario del libro hay referencias a personajes cinematográficos y al mundo hollywoodense. ¿Qué tan relevante es el cine para tí, y por qué?
¡Es fundamental! Me encanta el cine. Han existido épocas que iba cuatro veces a la semana al cine. Me devoraba los video clubs, y ahora las plataformas de películas por internet. Legales o ilegales. Da igual. El objetivo es ver películas. El cine es relevante porque es expresión cultural de la época, de un país, de un mercado hegemónico, de una subversión contracultural y de una manifestación de disidencia. Para mi es fundamental el cine ya que veo fraternidad en mi obsesión por observar. Por notar detalles y de ahí contar una historia. La película es una criatura que cambia, que muta. Nace difusa pero se vuelve imagen con el contacto del espectador… Pregúntame si me gustaría escribir para cine: ¡Obvio, guapa, obvio!
Eres un buscador de conocimiento; ¿tienes referentes culturales a quienes admirar, o la admiración es un constructo que te resulta ajeno?
Me es difícil admirar. Yo me enamoro fácil. Pero me desenamoro más fácil aún. Así que admiro según el ciclo de la vida. En mi adolescencia admiraba a Pedro Lemebel, José Donoso, Gabriela Mistral, Violeta Parra y Pablo de Rokha. Cuando llegué a la U, fue inevitable admirar a Foucault, Habermas, Althusser y Girard. Para qué te voy a decir todos los otros ciclos de la vida, pero hoy estoy enamorado de ciertas obsesiones y admiraciones: Allen Ginsberg, Judith Butler, Hayden White y Mijail Bajtín. Te hablé de gente que escribe o escribió libros… Dejemos, para otra vez, lo que admiro en la música y el cine.
Juguemos un poco… ¿Quién(es) amerita(n) estar hoy en una clínica psiquiátrica, y por qué?
No es una fácil pregunta, porque se supone que un psiquiátrico es para que te curen. Te salven. Ahí permiten que cuando te den de alta, te des una segunda oportunidad. Pero también, la sociedad te da una segunda oportunidad. Pero, démosle… El Papa Francisco: perdió absolutamente la brújula. Es sólo un producto de marketing católico. Quentin Tarantino, para que su próxima película sea tan buena como Jackie Brown o Pulp Fiction, y no ese invento extraño como fue Once Upon a Time… In Hollywood. Rodrigo Duterte: le decretaría confinamiento por llevar a su país una pesadilla autoritaria. Alberto Fuguet: se volvió demasiado cuerdo y sistémico; un par de meses en el psiquiátrico le haría bien… Ya, déjalo ahí no más.