Entrevista con Mónica Aillapan Colief, mujer mapuche nacida y criada en Santiago
Nací aquí en Las Condes, en esta zona de Santiago donde todo lo que ves ahora, antes no existía. Había un campamento donde crecí, no muy diferente al del Sur. Mis padres son ambos Mapuches. Mi madre es de la zona de São Paulo en la provincia de Osorno. En la comunidad del Sur de donde viene mi madre, todavía vive mi abuela. En particular me refiero a la zona donde viven los huilliches, que tiene algunas diferencias con la gente de Temuco, como la lengua. En la zona de donde viene mi madre, por ejemplo, la religión evangélica está muy presente. Mi abuela es evangélica y también lo era mi bisabuela. Se ha perdido un poco todo lo que fue la cultura mapuche y hay pocas personas y lugares que aún mantengan las antiguas tradiciones. Cuando el colonialismo llegó, muchos mapuches comenzaron a camuflarse con la nueva cultura por temor a ser discriminados. La gente quería ser parte del Estado chileno y temía el racismo. Esto también le pasó a los familiares de mi madre, que comenzaron a adaptarse a la nueva cultura para ser aceptados. Ella llegó a Santiago a la edad de 18 años y conoció a mi padre, que ya vivía acá con mi abuelo, que fue el primer emigrante de la familia. Mi madre llegó a la ciudad en un momento en que las mujeres mapuches también empezaron a emigrar, estamos hablando de los años 60 cuando hubo una ola de emigración de mujeres mapuches, que se vinieron a vivir a Santiago porque querían más remuneración por su trabajo. A la mayoría de las familias del Sur se les redujeron sus tierras y esto llevó inevitablemente a la emigración de los jóvenes a la ciudad, porque la poca tierra que les quedó no era suficiente para sobrevivir. Mis padres se conocieron en el trabajo y en total somos 7 hijos. En este lugar mi padre creó una cooperativa y aquí en Las Condes mis hermanos y yo fuimos a la escuela.
Crecimos notando la diferencia entre nosotros y los niños chilenos. En este sector de Santiago, la vida es mucho más cómoda y nací viviendo todo esto, en un espacio en el que no me sentí ni ajena ni parte. Nunca me hice ninguna pregunta, de lo único que estaba segura era que desde niña me encantaba estar en el campo, en medio de la naturaleza y en contacto con la tierra. Siempre ayudé a mi padre en el campo y me gustaba cultivar y sentirme en la tierra. Fui a un colegio de monjas y recuerdo que cuando tenía 10 años un compañero me dijo: «tu apellido es Araucano». Para mí fue una ofensa terrible porque en ese momento, en los 80, no se mencionaba a la «gente originaria», no se usaba la palabra «gente», éramos «los indios», y esto también estaba escrito en los libros de historia. Tenías la concepción del Mapuche como un hombre borracho y violento, eso es lo que los libros enseñaban. Así que para mí fue una terrible ofensa y recuerdo que llegué a casa y se lo conté todo a mi padre, quien me respondió: «sí, somos mapuches». Fue la primera vez que supe que pertenecía a un pueblo. Estudiar en una comuna como Las Condes, y además en una escuela católica donde la idea mapuche era la que acabo de describirles, me llevó a negar mi identidad durante muchos años. Por otro lado, no vi ningún tipo de interés por parte de mis padres en este tema y todo eso me llevó durante algún tiempo a negar mis orígenes.
Lo que quería era sentirme lo más chilena posible, tanto que era muy católica, hice mi primera comunión y también la confirmación a los 16 años. Me buscaba a mí misma pero no me encontraba, esa es la verdad. La única cosa de la que estaba segura era que me hacía sentir bien estar en contacto con la tierra, lo que sea que hiciera, siempre volvía a estar en contacto con las plantas y la naturaleza.
Alrededor de los 18 años conocí a mi tía Sarita, que aquí en Santiago tenía un papel como ejecutiva mapuche. A través de ella empecé a conocer mis raíces y poco a poco empecé a darme cuenta de lo que había ignorado siempre. Esto de hacer caso omiso a mis orígenes, repercutió al mismo tiempo en mi autoestima, en mi ser mujer y en sentirme parte de un pueblo. En esta zona donde crecí, era muy extraño tener un apellido mapuche, y me molestaba mucho repetir mi apellido en público. Aquí llamamos mucho a la gente por su apellido, y recuerdo que en mis años de escuela no sólo era ‘Mónica’, sino que era parte de la familia Aillapan, era ‘Aillapan’. Cuando tenía 18 años, es como si hubiera empezado a despertar y a mirar todo esto con otros ojos. Empecé a hacer preguntas y a no ignorar mi identidad, como antes había hecho. Toda mi vida traté de pertenecer a un pueblo que no era el mío, y sólo cuando alcancé la mayoría de edad me di cuenta que mi intolerancia, mi baja autoestima y todo lo que derivaba estaba vinculado al hecho de que había tratado de pertenecer a un pueblo que no era el mío, y con el que no podía identificarme, porque estaba demasiado lejos de mí. Mi autoestima era débil, un poco por la piel y un poco por todo. Me miré y supe que no me parecía a los otros, me parecía a mi familia, pero mi familia no tenía identidad Mapuche. Eso es lo que en el fondo me hizo enfermar. Gracias a mi tía entendí que este tema era importante y me comenzó a gustar, así que empecé a asistir a clases de bailes folclóricos, o reuniones donde se hablaba del tema del Tocado Indígena. Entré en ese mundo, empecé a reconocerme a mí misma y a darme cuenta de que había mucha gente en la misma situación. Mi acercamiento a la cultura Mapuche se produjo a través de la danza y la música, pero al mismo tiempo empecé a interesarme en política e historia.
Como yo, muchos Mapuches trataron de conocer su cultura a través de expresiones artísticas. En este contexto también conocí a Sofía Painakeo, una mujer que fue muy importante para mí porque era una de esas personas que realmente estaba haciendo algo para redimir la cultura mapuche a través de la música, el lenguaje o la vestimenta. En mi familia todo eso se perdió completamente, y con mi hermana de alguna manera tratamos de recuperarlo. Recuperar todo eso significaba encontrarnos, comprendernos y finalmente pertenecer a una realidad. A esos grupos en los que participé acudían sobre todo jóvenes que, como yo, intentaban rescatar sus orígenes y redescubrir su identidad; todos íbamos en la misma dirección. No sabíamos cuál era, pero sabíamos que teníamos una historia muy similar. Nos unían familias que habían sido migrantes, padres que se habían conocido en el trabajo en la ciudad y una cultura indígena que se perdió en el tiempo. Siempre me sentí bien al estar en contacto con el campo y eso también afloró en mis estudios de paisajismo.
Hubo un momento en el que me di cuenta de que no podía seguir viviendo dos formas de vida diferentes, lo que me causó un conflicto interno. Yo era católica, y cuando pasé ese momento en el que me redescubrí a mí misma, me pregunté: ¿quién quiero ser? ¿Qué religiosidad quiero vivir? No hay tal cosa como la religión en el mundo indígena, pero hay espiritualidad, y la única manera de cultivarla es llevarla adelante y dentro de uno mismo cada día, y todo el día. Ser uno misma es lo que te lleva a ser mejor, a vivir mejor, a ser una mejor persona. Viví durante 10 años en el Sur, participé en varios Nguillatún, pero al mismo tiempo es importante agradecer a la tierra todos los días y vivir en contacto con ella a cada momento. Cuando respondí a la pregunta «¿Quién quiero ser?», finalmente me di cuenta de quién era, lo que me gustaba y lo que realmente hacía latir mi corazón. Esta era mi identidad y, en consecuencia, reconocerme me ayudó a aumentar mi autoestima, a gustarme y a aceptarme a mí misma. Decir «Sí, soy mapuche» me dio más confianza, más valor como mujer y me hizo capaz de responder a muchas preguntas como: ¿por qué me gusta la tierra? ¿Por qué me siento bien viviendo en el campo?
Hasta ahora puedo decir que he conocido mis orígenes, que he encontrado mi propia identidad y que soy una persona feliz.