Nadie o muy pocos en 1973 pudieron suponer que la dictadura de Pinochet se prolongaría por largos 17 años. Muchos menos que su Constitución, ilegítima en su origen y contenido, como se decía, mantuviera vigencia por más de treinta años. Es evidente que el cruento Golpe de Estado abrió cauce a un cambio revolucionario en nuestra historia, consolidando hasta nuestros días un orden político, económico y cultural que recién empieza a desmoronarse con la Explosión Social, pero que nos tiene a todos en ascuas respecto de lo que pueda venir.
La existencia de un régimen marcado por la desigualdad y los abusos de los sectores dominantes es la causa de una nueva revolución, pero surgida esta vez desde el seno del pueblo y sus organizaciones y no desde el gran empresariado, la clase política o la casta militar. Un furioso descontento que se propone derribar todo el andamiaje institucional para construir no se sabe a ciencia cierta qué, aunque la protesta tenga ideas y fuerza que bien pudieran llegar a plasmarse en un régimen que marque un después más promisorio que el que ha condenado a la enorme mayoría de los chilenos a vivir con severas carencias y el yugo de la opresión y desesperanza.
Algunos creen que el itinerario acordado por la clase política puede llevarnos a una asamblea constituyente y a una nueva Carta Fundamental, lo que podría ser posible. Pero ya se ve que lo que más le apura al pueblo son las reformas sociales que deriven, por ejemplo, en un nuevo sistema previsional, una nueva distribución del ingreso, una profunda reforma educacional y la recuperación de la soberanía nacional en el control de la minería y las riquezas fundamentales del país usurpadas por las transnacionales que pueblan todo nuestro territorio.
Por ello es que este proceso no tolera que un Sebastián Piñera se proponga seguir en La Moneda, toda vez que lo que sigue haciendo es sortear las demandas con propuestas cosméticas que verdaderamente no atacan el sistema de AFP, de isapres y ni siquiera se proponen una reforma tributaria que le exija a los más ricos financiar las justas y tan postergadas exigencias de los pobres y de la clase media. El actual mandatario es un empresario y multimillonario, no es un líder popular e incluso carece de la más mínima sensibilidad social.
Pero tampoco es posible que en el Parlamento haya quienes tengan la capacidad de enrielar las manifestaciones y protestas, aunque sea a objeto de salvarse o darle continuidad a sus revenidos partidos y agrupaciones. Cuando todos sabemos que ellos han jurado acatar la Constitución y las leyes injustas, al mismo tiempo que han hecho de comparsas de los gobiernos a la hora de fijar los reajustes de remuneraciones, aprobar tratados de libre comercio indecorosos para Chile e, incluso, soslayar por tantos años reformas que bien pudieron haberse impuesto a pesar de la renuencia del Ejecutivo. No solo del actual Gobierno si no de los que ellos mismos integraron.
Realmente sería hipócrita emprenderlas solo contra La Moneda si se asume que toda la posdictadura ha estado marcada por los atropellos contra la nación de parte de los sucesivos gobernantes. O si consideramos los episodios de corrupción que han involucrado transversalmente a la clase política, permitiendo y hasta alentando con ello los desfalcos del empresariado y de las Fuerzas Armadas, como ahora de las policías, especialmente de Carabineros. Una institución que parece cebada, otra vez, con la sangre de los mapuches, de los jóvenes y los pobres, a juzgar por los horrores cometidos en los últimos meses y que han sido repudiados por el mundo entero.
Cómo quisiéramos que en el plebiscito de abril se resolviera por una enorme mayoría el término de la actual Constitución y luego se eligiera a los más idóneos para convocarse y redactar una nueva Carta Magna. Lo que menos deseamos es que el estado de violencia siga prolongándose y lamentando la pérdida de más vidas humanas, el descalabro de las ciudades y la destrucción de nuestro patrimonio público y privado. Sin embargo, desde hace tiempo es que sospechamos que algunos actos violentistas son acicateados por la derecha, los servicios represivos y los infiltrados que siempre llegan al movimiento social, incluso a la primera línea de las protestas. El atentado al Museo de Violeta Parra y otros despropósitos nos hablan, justamente, de la acción de estos desquiciados que bien pueden servirle de excusa al conjunto de la clase política para cerrar filas e incluso ausentarse del Senado para dejar sin efecto la acusación constitucional contra el Intendente de Santiago, responsable directo de la horrorosa represión en la Plaza de la Dignidad, como del “copamiento” de las calles para impedir el derecho de reunión de los chilenos. La ausencia de algunos senadores de “izquierda” a la sesión en que se debía condenar e inhabilitar a la autoridad capitalina resultó un acto bochornoso que habla de la complicidad de políticos y partidos en la mantención del orden establecido y represivo.
Extraña sobremanera que desde la explosión del 18 de octubre no haya todavía un solo senador o diputado de la República que haya renunciado a su cargo, como a sus imposturas y privilegios, aunque si consta que Piñera ha debido lamentar el retiro voluntario de varios de sus colaboradores. Por el contrario, antes del inicio de su período de vacaciones, varios de éstos se encontraban en los más distintos destinos del planeta, particularmente en los Estados Unidos y Marruecos, un reino despótico que acostumbra todos los años invitar a varios legisladores de nuestro país a conocer y disfrutar de los encantos de sus balnearios.
En marzo, como lo suponemos, se reinicia con bríos la protesta social, las tomas de establecimientos educacionales, los paros y las más audaces formas de sabotaje a las industrias, bancos y empresas. También es muy posible que vuelvan los bloqueos de caminos y carreteras, además de que se intensifique la lucha mapuche. Si ello ocurre, no hay duda que todo será responsabilidad de la contumacia política de quienes quieren permanecer contra viento y marea en sus cargos, pese a su enorme descrédito y pérdida de adhesión social y legitimidad. Lo que les correspondía al gobierno y el parlamento era aprovechar la época estival para convenir y programar su retiro o, si estuviéramos todavía en posibilidad, proponerse con urgencia implementar una agenda social de transformaciones realmente en serio.
Los culpables no serán los abusados, sino los abusadores. No serán los pobres, los jóvenes y marginados, sino los ricos y poderosos que constituyen menos del 0.5 por ciento del país. Ni siquiera son los saqueadores de farmacias, tiendas comerciales y otras, sino las clases opresoras representadas por La Moneda, el Poder Legislativo, los jueces abyectos y el conjunto de las instituciones del Estado que, como la misma Contraloría General de la República son tan responsables de las inequidades e iniquidades que explican y legitiman la Explosión Social.
Para inhibir la protesta, se especula que los chilenos tienen miedo y las cámaras de televisión encienden sus luces para dar cuenta de quienes parecen abrumados por la violencia. Pero de lo que tendrán que convencerse es que los pueblos finalmente se sacuden del miedo y nada los detiene, en la convicción que nada puede ser peor de lo que han padecido.
“Que se vayan todos” dice uno de los carteles más reproducidos en las calles y las redes sociales. Si de democracia se trata, una nueva Constitución debiera contemplar entre sus cláusulas la revocación del mandato de aquellas autoridades que incumplen lo cometido, se corrompen en el poder y renuncian a ser verdaderamente mandatarios de lo que quiere el pueblo. Una disposición así nos habría librado de un buen número de delincuentes de cuello y corbata, asesinos y saqueadores que han alcanzado el poder y, para colmo, a algunos ellos nuestra historia les rinde tributo.