Por Sebastian Schoepp/Ctxt
Merkel ha ‘inventado’ un nuevo liberalismo verde-burgués, una mezcla de política conservadora, liberal, ecológica y favorable a las minorías que no termina de conectar con su electorado clásico
La democracia cristiana, como movimiento político, ha dominado buena parte de Europa durante décadas. Partidos como la Christlich Demokratische Union Deutschlands (CDU) alemana o la Democrazia Cristiana (DC) italiana buscaron, tras la Segunda Guerra Mundial, una nueva vía para alejarse del conservadurismo duro y nacionalista que en Alemania e Italia había colaborado con los fascismos. En la posguerra la derecha europea solo podía ganar elecciones si aceptaba que las sociedades, marcadas por la devastación y la guerra, necesitaban pacificarse y superar traumas.
En Alemania, la propuesta política de la CDU se basaba en un catolicismo social y relativamente igualitario, que tenía su feudo en las regiones industriales del oeste. Este “catolicismo del Rhin”, ligado al primer canciller de la República Federal de Alemania y uno de los padres fundadores de la Unión Europea, Konrad Adenauer, había entendido, como una hermana beata de la socialdemocracia, que la estabilidad política necesitaba cierta igualdad. Durante décadas ganó elecciones con un programa que mezclaba valores religiosos con la promesa de que cada ciudadano podía vivir una tranquila vida burguesa con ciertas garantías sociales. A nivel federal, la CDU y su aliado bávaro, la CSU, obtuvieron trece veces el puesto de canciller mientras los socialdemócratas, el SPD, lo ganaron solo en seis ocasiones.
Pero el mundo ha cambiado y el cristianismo como base política huele ya a anacronismo, lo que empieza a tener consecuencias drásticas para toda Europa. La democracia cristiana como movimiento de masas está a punto de desaparecer. En Italia y Francia ya casi no existe, y en Hungría se ha convertido en un movimiento populista y excluyente. Y ahora se tambalea también su último bastión, Alemania. La CDU camina cuesta abajo y hay muchos indicadores de que va a correr una suerte similar a la de la raquítica socialdemocracia.
La socialdemocracia alemana perdió una buena parte de su electorado con la aparición de dos movimientos políticos nuevos. Por un lado, desde los noventa, el SPD ha tenido que aceptar la presencia de los verdes en su mismo tablero de juego. Y por otro, durante el mandato de Gerhard Schroeder perdió además la batalla de la credibilidad en el campo de la justicia social. Con sus reformas que flexibilizaron el mercado laboral, el excanciller se convirtió en un Tony Blair alemán, lo que hundió a su partido e impulsó a la izquierda más extrema, la Linkspartei.
Hace pocos años, nadie hubiera anticipado que algo similar le ocurriría a la CDU de Angela Merkel, la canciller de hierro. Y, sin embargo, la crisis actual de la formación es consecuencia directa del merkelismo. Merkel ha sido la primera líder de la CDU cuyas convicciones políticas no enraizaban en el catolicismo social, sino en el neoliberalismo que conquistó el Este de Europa después de la caída del muro de Berlín. La expresidenta de la CDU, que vivió gran parte de su vida en la Alemania comunista, se convirtió pronto en la primera propagandista de la “democracia conforme al mercado”. La CDU se despidió así del legado de Konrad Adenauer y optó por una senda de thatcherismo light.
Merkel se hizo famosa por afirmar que su política era la única posible, una política “sin alternativas”, como si fuera consecuencia de los resultados de pruebas científicas que no admiten lugar a dudas. Así calificó esta licenciada en Físicas su política de austeridad hacia los países del sur de Europa durante la crisis del euro, una política que ha partido Europa en dos. Tampoco había alternativa posible al adiós a la energía nuclear tras la catástrofe de Fukushima, una decisión que ha inundado Alemania de molinos eólicos. Y “sin alternativas” fue también su decisión en septiembre del 2015 de no cerrar las fronteras a la llegada de 1,5 millones de refugiados. En esa ocasión, de hecho, quedaba poca alternativa posible porque Merkel no hizo otra cosa que respetar las leyes alemanas de asilo y los acuerdos europeos de Schengen y Dublín.
Con esta última apuesta, la canciller abrió su partido al sector liberal-izquierdista de la sociedad alemana, la élite urbana, profesional y viajera. Pero cerró la puerta a buena parte de la clientela tradicional de la CDU, que tradicionalmente ha preferido una política de seguridad estricta y férrea. Con este viraje hacia el centro, Merkel ha despejado el camino a futuras coaliciones, no ya solo con el SPD, sino también con Los Verdes. De alguna manera, ha inventado un nuevo liberalismo verde-burgués, una mezcla de política conservadora, liberal, ecológica y favorable a las minorías.
También ha destapado, sin embargo, la caja de Pandora, de la que ha surgido un partido nuevo de ultraderecha, Alternative für Deutschland (AfD). Su nombre juega irónicamente con la soberbia idea de Merkel de la “Alternativlosigkeit” (“no hay alternativa”). La AfD, con su rechazo rotundo a un aumento de la inmigración, no sólo ha robado un considerable número de votantes a la CDU, sino que también ha despertado políticamente a muchos ciudadanos que antes simplemente no votaban.
Durante cuatro décadas, hubo varios intentos de fundar un nuevo partido de ultraderecha en Alemania (Republikaner, Schill-Partei…). Todos ellos desaparecieron. La AfD, sin embargo, se ha mostrado más estable. ¿Por qué? Porque la CDU centrista de Merkel ha ocupado prácticamente el antiguo espacio de la socialdemocracia mientras dejaba libre un hueco a la derecha. La AfD integra varios sectores: desde neonazis hasta ciudadanos que se sienten marginados en la democracia mercantil, pero también grupos que se quedaron anclados en los valores conservadores y reaccionarios de los años 70, cuando la CDU era el partido de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial, de los cripto-nacionalistas y de los ultracatólicos, opositores al aborto.
Annegret Kramp-Karrenbauer, elegida por Merkel como su sucesora al frente del partido, ha fracasado en su intento de pacificar a los sectores derechistas de la CDU, aquellos que no ven (o ven pocos) problemas en formar coaliciones con la AfD, como ha ocurrido en el fallido intento de formar gobierno en la región de Turingia. Tras este, la aún ministra de Defensa Kramp-Karrenbauer tiró la toalla, lo que ha desatado la batalla entre los posibles sucesores, entre los que destacan el candidato más merkelista, Armin Laschet, jefe del gobierno regional en Düsseldorf, y el ultraconservador Friedrich Merz.
Merz, neoliberal en lo económico, tiene un perfil algo anacrónico: duro, estricto, machista, típico hombre blanco. Propone una CDU como la de antes y promete volver a los viejos buenos tiempos, al pasado de las mayorías absolutas. Con Merz, la CDU dejaría de ser el socio lógico para los Verdes. Sería de nuevo el partido de la seguridad interior, de las fronteras seguras, de los bajos impuestos, del libre mercado. ¿Y de posibles alianzas con la AfD? Merz dice que no, pero ha dicho muchas cosas ya en su vida.
Un gobierno entre la CDU y AfD, tanto a nivel regional como federal, significaría un cambio de paradigma inédito en la República Federal de Alemania, donde la cooperación con la extrema derecha ha sido un tabú total por sus connotaciones históricas aún más repugnantes que en países sin pasado fascista, como Bélgica o Dinamarca. Los sectores más conservadores de la CDU prometen, sin embargo, que serían capaces de imponer un cordón sanitario sobre la ultraderecha, que podrían controlarla. Pero esto ya ha fracasado varias veces a lo largo del tiempo.
A veces los pequeños se comen a los grandes. Cuando Schroeder formó gobierno con los Verdes en los noventa, estos eran un partido pequeño, casi marginal. Durante el tiempo de coalición con el SPD demostraron que eran capaces de gobernar. Hoy, los Verdes son más fuertes que el SPD.
En estos momentos cualquier cosa es posible. Ni siquiera se puede descartar que en pocos años solo queden en Alemania dos sectores políticos mayoritarios: uno liberal-verde, occidental, dominado por las élites urbanas; y otro derechista, xenófobo, rural, oriental. Si esto sucede, estaríamos antes una polarización muy peligrosa en un país que, a lo largo de su historia, ha sido capaz de manejar bien muchas cosas, pero no los extremos políticos.