Por Helodie Fazzalari
«Hasta ahora, Santiago es como una niña que de la noche a la mañana se dio cuenta que era adulta». Con estas palabras Pía Figueroa, Co-Directora de Pressenza, trata de describir en una de nuestras reuniones lo que ha sucedido en Chile durante los últimos meses. El pasado 18 de octubre de 2019, un aumento de 30 pesos en el precio de los boletos del transporte público fue la gota que colmó el vaso, pero detrás de esta motivación aparentemente superficial se esconden décadas de abuso de poder, desigualdad e injusticia social. «Una dictadura en una democracia», se lee en varias pancartas colocadas por los manifestantes sobre los muros de la ciudad. Hoy Santiago se ve así, destruido y de rodillas, pero paradójicamente más fuerte que en los años en que los chilenos tuvieron que bajar la cabeza ante la fuerza. De un día para otro, esta niña, de modo completamente irracional, se dio cuenta que se ha convertido en adulta. Tiró lejos cada uno de los juguetes que ya no necesitaba, y al comprender en qué se estaba convirtiendo, cayó en cuenta de que tenía la posibilidad de elegir quién ser a futuro.
Según parece, Chile es el segundo país más «desigual» del mundo, seguido sólo por Qatar. Por lo tanto, es en la desigualdad económica, política y social donde se deben buscar las principales razones de lo que ha estado ocurriendo en Chile durante casi 3 meses. De un día para otro, el pueblo chileno tomó conciencia y encontró un sentido de patriotismo que había quedado latente durante años. Todos los días, en el centro de Santiago, cientos de manifestantes protestan, reclaman sus derechos y ponen en juego su propia salud. En la Plaza Italia, rebautizada como Plaza de la Dignidad, varios activistas han construido verdaderos campamentos, muchos viven en las calles y otros, todos los días desde las 5 de la tarde hasta la puesta del sol, van a los mismos lugares para manifestarse. Los habitantes de la zona cuentan que el número de manifestantes ha disminuido con la llegada del verano, ya que muchos están fuera de la ciudad. «Sin embargo, en marzo, con la reapertura de las escuelas, casi todos volverán, y esta revolución tendrá una evolución decisiva», dice un partidario de la protesta. Este es el escenario que la ciudad ofrece actualmente: una primera, segunda y tercera línea que avanza desde el Palacio de la Moneda hasta la Plaza Italia todos los días. Murales que representan a las víctimas de los enfrentamientos, ojos de papel que cuelgan de los árboles para simbolizar la solidaridad con quienes han perdido la vista en estos enfrentamientos, memoriales en honor de la comunidad mapuche que es parte activa de la protesta, imágenes de los rostros emblemáticos de la protesta, como el de Camilo Catrillanca, o el Negro Matapacos (un perro negro que se hizo famoso por haber seguido asiduamente las protestas callejeras del 2010 en Santiago), un desfile que avanza y se enfrenta a la policía local, quemando en el centro de las calles lo que encuentra, una estación de metro (Estaciòn Baquedano) completamente sitiada. Ahora lo que queda de esta estación es un patio vacío lleno de murales en honor a la dignidad humana, en medio del cual flamea una hilera de trapos colgados al sol, probablemente pertenecientes a manifestantes callejeros. También hay gases lacrimógenos y mucho humo, chorros de agua ácida y ensordecedoras sirenas policiales, a las que el pueblo chileno responde con himnos patrióticos transmitidos al máximo volumen por Radio Dignidad, emisora ubicada en un edificio ocupado en la esquina de la Plaza Baquedano.
«Me siento mucho más segura ahora, respecto de algunas personas, que cuando no podías salir a la calle con una falda más corta, porque te arriesgabas a que alguien te pusiera las manos encima. Por eso nunca me sentí en casa en Santiago, porque no me sentí segura, y mucho menos protegida. Así es que decidí irme. Ahora estoy de vuelta porque finalmente me gusta Santiago y me siento como en casa», dice una muchacha chilena que salió a las calles para manifestarse.
«Todos en esta protesta tienen un papel que desempeñar», explica otro activista, «están los de la primera fila, los ‘pica piedras’, que se encargan de romper pedazos del hormigón y hacer piedras para arrojarlas a los pacos (palabra que se utiliza para indicar a la policía de manera despectiva), los tíos del agua, los que reparten agua para ayudar a los manifestantes de la primera fila y más allá, y así sucesivamente». En las calles del centro de Santiago se palpa un gran sentido de humanidad, decenas de voluntarios socorren a los heridos en las calles. Los Cascos Azules, todos los días ayudan a los manifestantes con suministros médicos, como sucedió ayer, 7 de enero de 2020, cuando los voluntarios asistieron incluso a un niño menor de 12 años en una de sus estaciones. Porque en esta protesta no hay restricciones de edad, raza, género o color. Por primera vez, el pueblo chileno ya no se fija en las diferentes étnicas o procedencias, sino que lucha unido por lo único que todos los seres humanos tienen en común: la dignidad.
«Hoy somos más libres que antes», dice un manifestante sonriendo. «Ahora somos capaces de mirarnos a la cara, algo que antes no podíamos hacer. Cada uno vivía en su propio mundo apagado, aislado del resto de la sociedad; en el metro, ni siquiera nos mirábamos a los ojos y la gente ya no podía comunicarse». El pueblo chileno marcha hoy en la misma dirección, y es precisamente en la imagen de un Santiago destruido que hay que buscar la clave positiva para toda esta historia, y esa clave es el cambio. Todo sucedió de manera repentina y no premeditada, en el momento exacto en que el ser humano cambió su forma de pensar. Algo se rompió en la cabeza del pueblo chileno que lo despertó, lo unió, le dio la fuerza para reaccionar y el coraje para salir a las calles a arriesgar su vida. Esta lucha contra las instituciones tiene raíces lejanas que se sumergen en un terreno de sufrimiento demasiado vasto para contarlo. Así como la niña se dio cuenta de que se había convertido en mujer, los chilenos se dieron cuenta de lo importante que era su dignidad. Estamos ante un proceso que evoluciona constantemente, que no se ha detenido en absoluto y que necesita tiempo para convertirse en una solución definitiva. Esa niña puede llegar a ser una mujer hermosa, o una mujer terrible, pero lo que es seguro es que estas protestas han dejado una profunda cicatriz en las calles, en la piel y en el corazón de muchos habitantes de Santiago. Para bien o para mal, algo cambiará, y nada puede volver a ser lo mismo.