Por Arturo Martínez¹/ Grupotortuga
«El hecho de que los partidos políticos existan no es motivo suficiente para conservarlos. Sólo el bien es un motivo legítimo de conservación» (Simone Weil)
Cuando ya no quedan herramientas para el cambio porque los poderes fácticos anteponen su guerra comercial al cuidado del planeta, y con él a la naturaleza humana, la desobediencia civil emerge como la última solución antes del recurso a la violencia. En el fondo, el viejo debate que aquí germina es si anteponer la ética o la política. Desde la antigüedad, se ha venido apelando a una ética de fines capaz de alumbrar el horizonte de la sociedad en base al concepto de Eudaimonia, concepto que relaciona la idea de felicidad con la de plenitud, asumiendo que la realización del ser humano está vinculada a la de su propia naturaleza. “El bien es aquello a lo que tienden todas las cosas”, decía Aristóteles. Y esto pudiera ser así, a no ser que ciertos poderes, superiores al estado, anteponiendo lo material a lo moral, lo impidan. Porque como pensaba Thoreau, “antes que nada tenemos que ser hombres y no súbditos”, y más aún, “no es importante que algunos sean buenos como tú, sino que haya alguna bondad absoluta en alguna parte que influencie a toda la masa”. Esa verdad absoluta se refiere a los valores universales y morales, que son precisamente los que justifican la desobediencia civil, cuando ya no quedan más alternativas.
Pero desgraciadamente vivimos en la era de la posverdad, de lo fragmentado, de los relatos líquidos, como decía Zygmunt Bauman. Y en esas coordenadas las mayorías suelen ser ciegas a los principios de la justicia, se mueven por intereses individuales o partidistas. En esa confusión generalizada, solo un alto nivel de conciencia personal y social, entendida esta como un esfuerzo holístico e integrador capaz de regenerar la conexión original que ser humano y naturaleza componen, puede ser la solución. Quizás ese fuera el corazón del mensaje que Mahatma Gandhi lanzó al mundo hace ya un siglo. Se conoce como ahimsa, y aunque Gandhi no fue el inventor del término, sí que fue el que educó a occidente en esa poderosísima enseñanza. La no-violencia exige respeto por la vida en todas sus formas, y esto significa no únicamente no matar (cosa que sí estamos haciendo con el planeta), sino tampoco causar daño físico o emocional a otros seres vivos, ya sea a través de la palabra, del pensamiento o de las acciones. De esta tesis se puede deducir una conclusión evidente: la mentira es un mal. “Cualquier verdad es mejor que el engaño”, dirá el padre de la ética ecológica, Henry David Thoreau. Pero hoy en día, la verdad y la mentira han sido objeto de manipulación, y en tan elevada forma, que a veces cuesta desligar la una de la otra. Ese fue el gran acierto de los que hoy justifican sus atrocidades con palabras vacías, hasta el punto de que los poderes políticos, antaño fuertes y decisivos, hoy respiran al son de fuerzas invisibles que se encuentran más allá del bien y del mal. Estos gestores del falso bien intervienen la realidad natural en nombre de espurios intereses que están matando el futuro del planeta. La razón hoy es más instrumental que nunca, y el grito de socorro que la Escuela de Frankfurt visibilizó hace casi un siglo, ha quedado soterrado entre centenares de noticias vacías y millones de intercambios virtuales a través de unas redes, que como dijo Habermas, están más pendientes de proporcionar el estímulo de la autoría que de crear lectores.
En esta tesitura, y quizás hoy más que nunca, “el pecado es la falta de atención”, como nos recordaba Simone Weil. Esa irrepetible mujer que dio su vida por no comer más que aquello que administraban las cartas de racionamiento a los soldados ingleses durante la segunda guerra mundial. Quizás, por todo ello, y hoy más que nunca, cuando el genocidio es ecológico, la única posibilidad que nos queda es el gesto, la desobediencia entendida como pedagogía. Porque las leyes eternas están inscritas en el alma humana, como corroboraban Ralph Waldo Emerson o el propio San Agustín. Si el miedo no nos hace dimitir de esos principios, y conseguimos entender que el hombre es un cuerpo espiritual capaz de percibir lo verdadero, lo justo y lo bello, podremos ponernos manos a la obra para trabajar conjuntamente en la salvación del planeta, y lo que es más urgente, de nosotros mismos. La naturaleza humana, entendida como co-principio de la moral, debe estar antes que cualquier forma de jurisprudencia formalista. Porque en nuestros tiempos la violencia también emana del estado y de las instituciones en forma de violencia sistémica. De manera que la justicia y la ley no son lo mismo (nunca lo fueron y Sócrates murió por ello). Cuando esto sucede, resistir no es un acto subversivo, sino un esfuerzo por respetar el equilibrio original y restablecer la dignidad de los seres humanos.
Quizás, y para concluir, convendría recordar a Lévinas, ese pequeño gran hombre, que observó que la base de la violencia era el interés, ya que resulta imposible que todos nos podamos afirmar sin dañar al resto. Debemos ponernos en el lugar del otro sin esperar nada a cambio, atendiendo a la responsabilidad que de forma inmediata nace al mirar su rostro. En definitiva, el yo es el resultado de que alguien nos haya cuidado, porque el otro ya estaba mucho antes de nosotros existir. De hecho, el otro siempre se me impone como límite de mi propia libertad. Solo en ese respeto sagrado, que es justamente lo que defiende la ecología, podemos salvarnos todos y dejar un planeta a los que vengan, como las anteriores generaciones hicieron con nosotros. A ellos este homenaje en forma de reflexión filosófica. A modo de conclusión, el rostro del otro siempre me ordena: «¡No matarás!», y este mandato ha de ser entendido como el hecho de no reducir la alteridad desnuda y vulnerable a la mismidad.
¹ Doctor en Filosofía, especialista en antropología y estética, y poeta.