Por José Ernesto Nováez Guerrero.-
El término política cultural es uno de los más manejados en el debate en los medios artísticos y culturales cubanos. Se usa para explicar o justificar tanto las decisiones acertadas que se toman como los desmanes que se cometen; y no son pocos los que niegan la pertinencia de este concepto aduciendo razones de diversa índole.
En momentos tan complejos desde el punto de vista económico y, por ende, político y cultural, conviene realizar un esfuerzo colectivo en aras de ganar un poco de claridad en torno al problema.
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¿Política cultural?
La cultura es uno de los campos de batalla fundamentales al interior de todo proceso político. La hegemonía en el campo cultural implica la imposición de determinadas representaciones de la realidad, representaciones que son coherentes en esencia (aunque aparezcan contradictorias en apariencia) al modelo económico y político que las engendra.
La cultura y el arte son siempre la expresión de las contradicciones de una época concreta, aun cuando esta no haya sido la voluntad explícita de los artistas o intelectuales. Estos, como sujetos históricamente situados, inmersos en un complejo sistema de relaciones económicas y socio-clasistas, proyectan muchas veces sobre su obra de modo subjetivo estos conflictos.
La política cultural vendría a ser, entonces, la acción selectiva de apoyo, construcción y promoción de ciertas formas culturales y artísticas por parte del estado u otros actores sociales atendiendo a intereses de diversa índole.
Todo proyecto político y social promueve, acorde con intereses determinados, formas de cultura que le son afines. Este apoyo, como apuntábamos, se da en la actualidad desde las instituciones del estado o desde diversos actores con peso político, fundamentalmente el gran capital y los grandes medios de comunicación nacionales o internacionales, que funcionan como la caja de resonancia de sus intereses. Estos grandes consorcios mediáticos, centros académicos, organismos internacionales, etc, en un plano superior defienden no solo los valores y proyectos de un estado o grupo de poder específico, sino los de un sistema; aunque en ciertos momentos de la historia los intereses de un estado dominante y los de un sistema pueden llegar a identificarse.
El mercado es una de las vías fundamentales a través de las cuales el gran capital ejerce una suerte de política cultural en el mundo contemporáneo. La aparente impersonalidad del proceso de compra y venta de los productos artísticos y culturales sirve de fachada a un efectivo mecanismo de control ideológico y reproducción de la lógica económica y política del propio capital. Detrás de la imagen del mercado se esconden relaciones sociales concretas que son la base del proyecto de dominación capitalista y que se valen de todos los recursos a su alcance para reproducir y profundizar su poderío.
La función del mercado, entonces, es la del prestidigitador. Por un lado, actúa como un brutal legitimador: lo que se vende queda dentro y vale, lo que no se vende queda fuera y (aparentemente) no vale; por el otro modifica las esencias de aquello que promueve, puliendo las aristas problemáticas para el sistema y reduciendo el producto final a una sombra brillante de lo que fue. El resultado se parece a lo que era pero, en rigor, ya no es.
Los mecanismos de regulación cultural del mercado actúan a escala nacional y supranacional. La hegemonía de un determinado estado a nivel del sistema puede llevar a que las formas culturales que sirvan de marco para el proceso de estandarización mercantil sean las de esa cultura. En la época actual, en virtud del desarrollo de la moderna industria cultural a partir de la década del cuarenta y cincuenta y de la sostenida, aunque no indisputada, hegemonía del capital norteamericano en todo el proceso, se ha dado entonces una americanización de la cultura a escala planetaria.
Esto, desde luego, a generado a escala nacional diversas formas de resistencia cultural, a través de las cuáles los estados nación contrarrestan la cultura dominante y defienden proyecto culturales autóctonos. Muchas de estas políticas no adversan abiertamente las esencias ideológicas de la cultura burguesa, sino solo sus aspectos específicamente norteamericanos. Otros proyectos, desde luego, si adversan en mayor o menor grado dichas esencias ideológicas.
Ningún sistema promueve, legitima y fortalece a los que lo niegan cuando estos pueden ser una amenaza verdadera. No obstante, si se siente fuerte, como es el caso del capital en las condiciones actuales, puede tolerar y apoyar ciertas formas de disenso, las cuales le granjean las simpatías de determinados sectores de la sociedad y contribuyen a canalizar una parte del descontento generado.
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Sobre política cultural en Cuba
El problema de la política cultural para el caso de Cuba adquiere connotaciones que vienen dadas por la particular situación histórico y geográfica del país, su proyecto político a escasas noventa millas de la cultura dominante y el eterno dilema entre la soberanía nacional y formas de anexionismo que desde etapas bien tempranas han acompañado el desarrollo político de la nación.
Por su esencia, el socialismo aspira a negar y superar el capitalismo. Esta negación ha de ser, necesariamente, también desde lo simbólico. De ahí la insistencia de importantes pensadores marxistas, como el Ché, en torno a la necesidad de ir construyendo, a la par de un nuevo orden social, un hombre nuevo capaz de estar espiritualmente a la altura de esta transformación.
Por triunfar en sociedades atrasadas, una de las grandes apuestas del socialismo en el siglo XX fue la de educar a la sociedad en los nuevos valores que se intentaban construir y formar un nivel cultural y educacional medio que le permitieran avanzar efectivamente.
Una contradicción que se planteó, tanto en el caso de Cuba como en el Este de Europa, fue la de hasta qué punto era preciso formar una cultura y un arte totalmente nuevos para la nueva sociedad. Como en todo proceso se dieron extremismos y en algunos casos, como la experiencia del realismo socialista, se creyó que vistiendo viejas formas con ropajes ideológicos se construía de hecho una cultura nueva.
En Cuba, como en otras experiencias socialistas, se vivió un proceso de estatalización a todos los niveles de la sociedad. El estado, que en el pasado se había desentendido de amplios sectores de la cultura y el arte, asumió a partir de 1959, con la creación de una amplia red de instituciones culturales, el deber de promoverlos y defenderlos. Esta política cultural de amplio espectro tenía una clara línea de demarcación determinada por las contradicciones mismas del proceso: quedaban fuera aquellas formas artísticas y culturales que fueran abierta e irrevocablemente contrarrevolucionarias.
La cultura y el arte en el período revolucionario han sido en gran medida el resultado de esta política cultural promovida por la Revolución. Política cultural que, si bien ha engendrado una gran obra desde todos los puntos de vista, no ha estado exenta de contradicciones y costosos errores. Ha debido desenvolverse en lidia constante contra las ineficiencias del propio sistema institucional, que muchas veces resulta propenso al anquilosamiento y al oportunismo, y en un panorama lleno de actores espúreos que cuentan con el apoyo de grandes poderes internacionales para intentar subvertir el proceso.
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Cabría valorar también la realidad que se abre en el campo cultural cubano con la apertura a la propiedad privada. Es inevitable que la clase que se consolida tras estas formas de propiedad comience a actuar como un legitimador en materia cultural y artística, generando poderosos espacios alternativos de producción, promoción y comercialización de aquellas formas que expresen de la mejor manera sus intereses y su forma de pensar. Como estos contenidos mayormente no vienen con una carga ideológica que adverse abiertamente al estado, este se ve en dificultades a la hora de reaccionar frente a ellos.
En este panorama, la política cultural de la Revolución se ve abocada a la necesaria transformación y modernización de una institucionalidad que en muchos casos se ha quedado desfasada con respecto a las necesidades de su época. Reinventar dichas instituciones de forma coherente y en un período de tiempo breve es una de los grandes retos actuales.
Otro es cómo vincular los nuevos actores dentro del sistema institucional establecido. Esto es vital. El proyecto cubano no puede permitirse la existencia de dos políticas culturales paralelas en su seno, primero porque sería disgregador para la cultura nacional y segundo porque podría darse el caso que eventualmente acaben proyectándose en direcciones opuestas y una socave a la otra.
También el pragmatismo, que gana espacio en la medida en que nuevas relaciones sociales suplantan a las anteriores, llevan a abordar con acentuado mercantilismo la relación del arte y la cultura con otros espacios de la sociedad. Convertir determinadas instituciones en empresas no siempre se ha revertido en un mejor nivel de vida para los que más trabajan y mucho menos ha contribuido a la calidad de las propuestas. Sectores con poder económico, como el turismo, no apuestan necesariamente por lo mejor de nuestra cultura, sino por lo que se pueda vender con más facilidad. En este proceso, se van desvirtuando las necesarias jerarquías culturales y abriéndole puertas a la mediocridad y el oportunismo, sobre los que nunca se ha fundado ningún proyecto social coherente.
Defender en las condiciones actuales la coherencia de nuestra política cultural es, reitero, defender el proyecto de país que se ha construido durante sesenta años con el sacrificio del pueblo cubano. Es defenderlo en el campo de las representaciones y conciencias de los hombres, que es donde se decide hoy la batalla por el futuro del socialismo en nuestro país.