La gran promesa de las redes sociales está al debe. Su explosión introdujo en no pocos un optimismo desbordante, dada su capacidad para comunicarnos, para interrelacionarnos con bases temáticas, en torno a tópicos del interés de cada uno. El resultado parece ser frustrante.
Hay quienes extrañan los tiempos epistolares, cuando las cartas, los amores, se tomaban su tiempo para ir de un punto a otro, días, semanas, meses. Escribir y recibir unas líneas era toda una ceremonia, un alto en el camino que invitaba a recordar, reflexionar, madurar, pensar, soñar. Hoy son tiempos de ráfagas, de instantáneas, de escribir en un dos por tres y enviar, tiempos de no perder el tiempo. Sin embargo, hoy parece perderse más tiempo que el que se gana, así como antes, se ganaba más tiempo que el que se perdía cuando nos sentábamos a escribir y leer, pausada, tranquilamente. Las letras parecían tener más peso, eran más reflexivas; las de ahora son sobre la marcha, son disparos que se gatillan.
Hablar por teléfono podía costar un ojo de la cara, había que pensársela muy bien antes de levantar el auricular. Por lo mismo la llamada estaba reservada para comunicar lo importante, no lo trivial; hoy, si encargáramos un estudio de big data para rastrear lo que se comunica vía redes sociales, muy probablemente nos retrate de cuerpo entero. Me inclino a pensar que menos del 1% de lo que se transmite es trascendente, incluso para sus protagonistas, y que similar proporción de personas son quienes transmiten mensajes relevantes a sus destinatarios.
Son los tiempos que corren, tiempos inmediatistas. En este sentido, la esperanza que trajeron consigo las redes sociales están siendo decepcionadas, dejándonos un sabor un tanto amargo, una suerte de vaciedad, de pérdida de tiempo.
Políticamente resulta escalofriante pensar en la potencialidad que tienen las redes sociales. En sus inicios los énfasis estaban puestos en sus cualidades, en la posibilidad para disponer de más información para tomar decisiones. No veíamos la otra cara de la moneda, su capacidad para transmitir información falsa, mentiras que son capaces de esparcirse como reguero de pólvora. En el ámbito político, la democracia que se asumía que saldría fortalecida con el surgimiento de las redes sociales, parece estar viviendo el proceso contrario, debilitándose velozmente como consecuencia de la multiplicación sin freno de noticias falsas que se transmiten sin corroborar mayormente su veracidad y sus fuentes. En cierto sentido la democracia está siendo socavada por las redes sociales.
Es perturbador pensar que las redes sociales se estén usando para promover la violencia con la distribución de noticias falsas. Para enfrentar esta nueva realidad nada sacamos con escondernos, marginarnos, abandonar, cerrando nuestras cuentas para convertirnos en una suerte de ermitaños virtuales. Lo mejor que podemos hacer es aumentar nuestra capacidad para pensar críticamente, para discernir, para separar lo verdadero de lo falso, lo que implica que tenemos que fortalecer nuestra educación y nuestro proceso formativo para no ser presas fáciles de quienes buscan despistarnos.
Curiosamente estas líneas están escritas luego de ver que quien me alentó a introducirme en una de las redes sociales –Facebook- está con ganas de cerrar sus cuentas e irse al fin del mundo. Como en todo orden de cosas, las redes sociales no son buenas ni malas, sino que dependen del uso que se les dé. Y el uso está dado por la educación que tengamos y que nos retrata de cuerpo entero.